El carro queda atascado en la escalera mecánica y Virginia empuja, empuja hasta que le duelen los antebrazos, se hace daño en el empeño y llega arriba con el corazón desbaratado. Intenta pasar por las puertas automáticas pero, como siempre, se resisten a abrirse. Virginia se pregunta a veces si es real, si el empuje que realiza sobre el carro, si la presencia que se persona ante las puertas es tangible. Si el universo de los objetos es capaz de percibirla, de alterarse a su presión y a su realidad. Lo duda. Lo duda desde hace muchos años, porque no es posible tanta torpeza en una cirujana de renombre.
Allí, entre las luces directas que hieren el verde de los uniformes, todo responde a su palabra, los instrumentos se alinean solos a su única mención, precisa y exacta como los corte o las suturas. Al salir por las puertas batientes, Virginia vuelve a encontrarse en un mundo donde el mando del coche no responde nunca a la primera, las gafas resbalan de su estuche y se estrellan contra el suelo, la botella de leche se abre salpicando su blusa favorita, tropieza contra el perro y le pisa una pata.
Virginia sale del hospital y hace la compra cada día, personalmente, porque se relaja entre los estantes, donde no hay presión ni vidas que salvar, donde todo está tan muerto mentalmente que incluso ella puede desconectar y deambular al ritmo del hilo musical que marca el flujo de clientes en el hipermercado. Virginia tropieza con el carro contra un expositor y la mirada extraviada de una chica cargada de pañuelos de papel la devuelve a la realidad. Virginia se mira el tacón del zapato y lo ve torcido. Aprieta los dientes e intenta reírse de sí misma, pero no es capaz, esta incapacidad de normalidad le puede a veces.
Hoy necesita sabores. Necesita sabores desde hace unos meses. Su novia dice que es simplemente ansiedad, que el nuevo puesto de jefa de planta la está desquiciando un poco. Virginia sale de la habitación con un plato lleno a rebosar de helado de ron con pasas y se sienta delante de la televisión hasta que su novia llega y le pide perdón, le dice que no está desquiciada, tal vez sólo un poco nerviosa y que es lógico perder los estribos cuando se intenta, cada día, salvar una vida. Virginia salva vidas, nunca es consciente de salvar personas. No quiere saber nada de la vida de sus pacientes, nada. Quiere estar por encima del temor de dejar viudas, huérfanos, madres sin hijos. De esta única forma su pulso adquiere la firmeza y la perfección que la caracterizan.
Virginia se acerca a las neveras horizontales repletas de helados que nadie toma en este febrero soleado y un poco frío. Intenta decidirse por una sola tarrina. Mira en el monedero y se encuentra con dos billetes de cinco mil pesetas. Sonríe y coge el de frutas del bosque, dos de ron con pasas, stracciatella, chocolate amargo, coge también vainilla con canela, el de turrón, dos de limón y el de yogur. Mmmmmm. Virginia se lamenta de la poca variedad. Le encantaría el de sabor a pera, a piña, a kivi, a naranja amarga, a plátano, como el banana split. Camina hacia la caja y se pregunta durante un instante cómo la llamarán las cajeras del hipermercado. La loca de los helados, probablemente. Cuando es su novia la que viene, también compra artículos normales, sin compulsión, zumos, tomate frito, carne picada...
Ella sola es libre para venir y aprovisionarse para la semana. Sube al coche con las bolsas que se desparraman sobre los asientos y ve la escarcha que se funde un poco con la calefacción del coche. Gira a la derecha y frena de repente, porque le parece haber visto una sombra deslizarse debajo de su coche. Se baja y mira. Nada. Sólo la sombra que ella misma proyecta al sol mortecino de febrero. No piensa volver al hospital hasta mañana por la mañana. Este día le pertenece y ya que su novia se ha ido a una conferencia fuera de la ciudad, está sola y libre, libre por un día. Aparca en su plaza de garaje y golpea el faro delantero izquierdo contra la columna. Maldice en silencio y llama al ascensor. La luz se apaga cuando traslada las bolsas hasta el ascensor. Tropieza y cae. A gatas llega hasta el interruptor y lo golpea con tanta fuerza que se hace daño en los nudillos. Coge las bolsas y las tira dentro del ascensor. Oye un chasquido y sabe que se acaba de romper la tarrina de un kilo de helado de pistacho que regalaban con el de chocolate amargo. Sube hasta el piso noveno y intenta abrir la puerta, que se resiste. En la cocina, intenta colocar todas las tarrinas en el congelador. No cabe la mitad. Cierra con furia la puerta y esta rebota, pegándole en la frente. Se sienta a llorar en el suelo de la cocina. ¿Qué me pasa?, se pregunta.
En el salón, con una cuchara de mango largo, come de la tarrina de ron con pasas. Pasan dos horas y sigue, metida entre la pastosidad del helado, con la televisión encendida y la voz bajada. Mirando las caras anodinas que olvidará en segundos en cuanto acabe el programa. Descalza por la casa, tropieza con un hombro contra la puerta del baño y se sienta en el retrete. Se baja los pantalones y sigue el rastro de cardenales en sus piernas, en sus brazos, la rojez en su frente. Mira las cicatrices de la operación de apendicitis, mira el vacío de la mastectomía, se mira en el espejo, con las caderas llenas y el alma cansada de tanto intentar ser la mejor médico del hospital.
Se viste y sale de la casa. En el portal tropieza con la moqueta levantada y da una patada. El portero sale a ver qué ocurre y ella le saluda con la mano, sin dirigirle la palabra. Entra en la cafetería de siempre y pide un helado de cono. El dueño rebusca en el frigorífico porque sabe que con ella de cliente hay que tener mercancía, en cualquier época, a cualquier hora. Sobre todo últimamente. Los viernes le vende diez o doce helados, de todo tipo y sabor, los que piden los niños y aquellos cuyas ventas caen en picado. Le pregunta si no será accionista de alguna empresa. Ella sonríe y le pide dos más, de caramelo y nata, que él le coloca en un platito. Virginia le devuelve el plato y acumula los papeles que se gastan, que inundan la mesa. Virginia sale un momento del bar, después de haber pagado y recorre la calle hasta llegar a la tienda de gominolas. Llena la bolsa de colores con chucherías de chocolate: un par de Mars, otros de KitKat, también Lion, tres o cuatro Tokkes, y caramelos de goma: cabezas de caballo, huevos fritos, corazones de melocotón, bolones, moras rojas y negras, gajos de naranja y de limón, coca-colas con azúcar por fuera.
Paga y la chica detrás del mostrador se pregunta con qué frecuencia harán fiestas de cumpleaños en casa de esta mujer tan menuda que no parece tener fondo. Virginia coge la bolsa en la mano derecha y abre la puerta con la izquierda. La bolsa se rompe y la chica la ayuda a recoger. Virginia tiene los ojos cerrados, a cuatro patas en el suelo del local y oye desde muy lejos la voz de la chica. Se levanta, da las gracias y sale, tropieza con una mujer alta y morena, vestida integralmente de negro, con un sombrero con velo, completamente fuera de lugar en la ciudad. La mujer que lleva crisantemos, se aparta para dejarla pasar y Virginia se da cuenta de que nunca ha visto ha nadie tan hermoso como a ella. Entra en la cafetería y sigue pidiendo helados. Mira alrededor y ve una cara joven perdida en la ventana de un autobús, leyendo un librito negro, como un misal. El autobús reemprende la marcha y la mirada de la joven se posa un rato sobre ella, sin verla en absoluto o tal vez viéndola tan profundamente que decide omitirla.
Virginia come los helados como si quisiese morirse de hiperglucemia. Apenas distingue cuando comienza uno y cuando termina si no es por el ritual de desenvolverlo, intentando doblar el papel de plástico que se resiste, que renace como un ser vivo en el cenicero. Virginia los junta a todos, intenta hacer un librito de colores con los envoltorios de los helados pero el peso del cenicero oscila y los deja libres para desparramarse por la mesa. Sigue comiendo y ve a una niña pequeña comiendo un donut, cerrando los ojos del deleite, por el contacto del azúcar con los labios pequeños. Virginia sigue comiendo, intentando encontrar ese tipo de deleite en el azúcar que le corre por las venas, en el chocolate que deglute con la nata, en el caramelo que se le pega a las encías y que no siente.
Virginia intenta sentir el placer del abandono, el éxtasis de la libertad de saborear el helado que está devorando sin ser consciente del mundo. Para Virginia, desde hace unos meses, los sabores han desaparecido de su espectro, como si, de verlo todo en color, ahora lo viese en blanco y negro. Su paladar no responde. Su cerebro no emite mensaje de gusto ni de náusea. Está atrapada en el sabor a nada que le inunda la boca y del que no es capaz de olvidar. Virginia se avergüenza de no poder decirle a su novia si el plato está soso o salado. Virginia sigue intentando encontrar el sabor que se le ha negado en su torpeza. Virginia sigue comiendo para saciar un hambre ficticia.
Allí, entre las luces directas que hieren el verde de los uniformes, todo responde a su palabra, los instrumentos se alinean solos a su única mención, precisa y exacta como los corte o las suturas. Al salir por las puertas batientes, Virginia vuelve a encontrarse en un mundo donde el mando del coche no responde nunca a la primera, las gafas resbalan de su estuche y se estrellan contra el suelo, la botella de leche se abre salpicando su blusa favorita, tropieza contra el perro y le pisa una pata.
Virginia sale del hospital y hace la compra cada día, personalmente, porque se relaja entre los estantes, donde no hay presión ni vidas que salvar, donde todo está tan muerto mentalmente que incluso ella puede desconectar y deambular al ritmo del hilo musical que marca el flujo de clientes en el hipermercado. Virginia tropieza con el carro contra un expositor y la mirada extraviada de una chica cargada de pañuelos de papel la devuelve a la realidad. Virginia se mira el tacón del zapato y lo ve torcido. Aprieta los dientes e intenta reírse de sí misma, pero no es capaz, esta incapacidad de normalidad le puede a veces.
Hoy necesita sabores. Necesita sabores desde hace unos meses. Su novia dice que es simplemente ansiedad, que el nuevo puesto de jefa de planta la está desquiciando un poco. Virginia sale de la habitación con un plato lleno a rebosar de helado de ron con pasas y se sienta delante de la televisión hasta que su novia llega y le pide perdón, le dice que no está desquiciada, tal vez sólo un poco nerviosa y que es lógico perder los estribos cuando se intenta, cada día, salvar una vida. Virginia salva vidas, nunca es consciente de salvar personas. No quiere saber nada de la vida de sus pacientes, nada. Quiere estar por encima del temor de dejar viudas, huérfanos, madres sin hijos. De esta única forma su pulso adquiere la firmeza y la perfección que la caracterizan.
Virginia se acerca a las neveras horizontales repletas de helados que nadie toma en este febrero soleado y un poco frío. Intenta decidirse por una sola tarrina. Mira en el monedero y se encuentra con dos billetes de cinco mil pesetas. Sonríe y coge el de frutas del bosque, dos de ron con pasas, stracciatella, chocolate amargo, coge también vainilla con canela, el de turrón, dos de limón y el de yogur. Mmmmmm. Virginia se lamenta de la poca variedad. Le encantaría el de sabor a pera, a piña, a kivi, a naranja amarga, a plátano, como el banana split. Camina hacia la caja y se pregunta durante un instante cómo la llamarán las cajeras del hipermercado. La loca de los helados, probablemente. Cuando es su novia la que viene, también compra artículos normales, sin compulsión, zumos, tomate frito, carne picada...
Ella sola es libre para venir y aprovisionarse para la semana. Sube al coche con las bolsas que se desparraman sobre los asientos y ve la escarcha que se funde un poco con la calefacción del coche. Gira a la derecha y frena de repente, porque le parece haber visto una sombra deslizarse debajo de su coche. Se baja y mira. Nada. Sólo la sombra que ella misma proyecta al sol mortecino de febrero. No piensa volver al hospital hasta mañana por la mañana. Este día le pertenece y ya que su novia se ha ido a una conferencia fuera de la ciudad, está sola y libre, libre por un día. Aparca en su plaza de garaje y golpea el faro delantero izquierdo contra la columna. Maldice en silencio y llama al ascensor. La luz se apaga cuando traslada las bolsas hasta el ascensor. Tropieza y cae. A gatas llega hasta el interruptor y lo golpea con tanta fuerza que se hace daño en los nudillos. Coge las bolsas y las tira dentro del ascensor. Oye un chasquido y sabe que se acaba de romper la tarrina de un kilo de helado de pistacho que regalaban con el de chocolate amargo. Sube hasta el piso noveno y intenta abrir la puerta, que se resiste. En la cocina, intenta colocar todas las tarrinas en el congelador. No cabe la mitad. Cierra con furia la puerta y esta rebota, pegándole en la frente. Se sienta a llorar en el suelo de la cocina. ¿Qué me pasa?, se pregunta.
En el salón, con una cuchara de mango largo, come de la tarrina de ron con pasas. Pasan dos horas y sigue, metida entre la pastosidad del helado, con la televisión encendida y la voz bajada. Mirando las caras anodinas que olvidará en segundos en cuanto acabe el programa. Descalza por la casa, tropieza con un hombro contra la puerta del baño y se sienta en el retrete. Se baja los pantalones y sigue el rastro de cardenales en sus piernas, en sus brazos, la rojez en su frente. Mira las cicatrices de la operación de apendicitis, mira el vacío de la mastectomía, se mira en el espejo, con las caderas llenas y el alma cansada de tanto intentar ser la mejor médico del hospital.
Se viste y sale de la casa. En el portal tropieza con la moqueta levantada y da una patada. El portero sale a ver qué ocurre y ella le saluda con la mano, sin dirigirle la palabra. Entra en la cafetería de siempre y pide un helado de cono. El dueño rebusca en el frigorífico porque sabe que con ella de cliente hay que tener mercancía, en cualquier época, a cualquier hora. Sobre todo últimamente. Los viernes le vende diez o doce helados, de todo tipo y sabor, los que piden los niños y aquellos cuyas ventas caen en picado. Le pregunta si no será accionista de alguna empresa. Ella sonríe y le pide dos más, de caramelo y nata, que él le coloca en un platito. Virginia le devuelve el plato y acumula los papeles que se gastan, que inundan la mesa. Virginia sale un momento del bar, después de haber pagado y recorre la calle hasta llegar a la tienda de gominolas. Llena la bolsa de colores con chucherías de chocolate: un par de Mars, otros de KitKat, también Lion, tres o cuatro Tokkes, y caramelos de goma: cabezas de caballo, huevos fritos, corazones de melocotón, bolones, moras rojas y negras, gajos de naranja y de limón, coca-colas con azúcar por fuera.
Paga y la chica detrás del mostrador se pregunta con qué frecuencia harán fiestas de cumpleaños en casa de esta mujer tan menuda que no parece tener fondo. Virginia coge la bolsa en la mano derecha y abre la puerta con la izquierda. La bolsa se rompe y la chica la ayuda a recoger. Virginia tiene los ojos cerrados, a cuatro patas en el suelo del local y oye desde muy lejos la voz de la chica. Se levanta, da las gracias y sale, tropieza con una mujer alta y morena, vestida integralmente de negro, con un sombrero con velo, completamente fuera de lugar en la ciudad. La mujer que lleva crisantemos, se aparta para dejarla pasar y Virginia se da cuenta de que nunca ha visto ha nadie tan hermoso como a ella. Entra en la cafetería y sigue pidiendo helados. Mira alrededor y ve una cara joven perdida en la ventana de un autobús, leyendo un librito negro, como un misal. El autobús reemprende la marcha y la mirada de la joven se posa un rato sobre ella, sin verla en absoluto o tal vez viéndola tan profundamente que decide omitirla.
Virginia come los helados como si quisiese morirse de hiperglucemia. Apenas distingue cuando comienza uno y cuando termina si no es por el ritual de desenvolverlo, intentando doblar el papel de plástico que se resiste, que renace como un ser vivo en el cenicero. Virginia los junta a todos, intenta hacer un librito de colores con los envoltorios de los helados pero el peso del cenicero oscila y los deja libres para desparramarse por la mesa. Sigue comiendo y ve a una niña pequeña comiendo un donut, cerrando los ojos del deleite, por el contacto del azúcar con los labios pequeños. Virginia sigue comiendo, intentando encontrar ese tipo de deleite en el azúcar que le corre por las venas, en el chocolate que deglute con la nata, en el caramelo que se le pega a las encías y que no siente.
Virginia intenta sentir el placer del abandono, el éxtasis de la libertad de saborear el helado que está devorando sin ser consciente del mundo. Para Virginia, desde hace unos meses, los sabores han desaparecido de su espectro, como si, de verlo todo en color, ahora lo viese en blanco y negro. Su paladar no responde. Su cerebro no emite mensaje de gusto ni de náusea. Está atrapada en el sabor a nada que le inunda la boca y del que no es capaz de olvidar. Virginia se avergüenza de no poder decirle a su novia si el plato está soso o salado. Virginia sigue intentando encontrar el sabor que se le ha negado en su torpeza. Virginia sigue comiendo para saciar un hambre ficticia.