jueves, 12 de junio de 2008

Virginia




El carro queda atascado en la escalera mecánica y Virginia empuja, empuja hasta que le duelen los antebrazos, se hace daño en el empeño y llega arriba con el corazón desbaratado. Intenta pasar por las puertas automáticas pero, como siempre, se resisten a abrirse. Virginia se pregunta a veces si es real, si el empuje que realiza sobre el carro, si la presencia que se persona ante las puertas es tangible. Si el universo de los objetos es capaz de percibirla, de alterarse a su presión y a su realidad. Lo duda. Lo duda desde hace muchos años, porque no es posible tanta torpeza en una cirujana de renombre.
Allí, entre las luces directas que hieren el verde de los uniformes, todo responde a su palabra, los instrumentos se alinean solos a su única mención, precisa y exacta como los corte o las suturas. Al salir por las puertas batientes, Virginia vuelve a encontrarse en un mundo donde el mando del coche no responde nunca a la primera, las gafas resbalan de su estuche y se estrellan contra el suelo, la botella de leche se abre salpicando su blusa favorita, tropieza contra el perro y le pisa una pata.
Virginia sale del hospital y hace la compra cada día, personalmente, porque se relaja entre los estantes, donde no hay presión ni vidas que salvar, donde todo está tan muerto mentalmente que incluso ella puede desconectar y deambular al ritmo del hilo musical que marca el flujo de clientes en el hipermercado. Virginia tropieza con el carro contra un expositor y la mirada extraviada de una chica cargada de pañuelos de papel la devuelve a la realidad. Virginia se mira el tacón del zapato y lo ve torcido. Aprieta los dientes e intenta reírse de sí misma, pero no es capaz, esta incapacidad de normalidad le puede a veces.
Hoy necesita sabores. Necesita sabores desde hace unos meses. Su novia dice que es simplemente ansiedad, que el nuevo puesto de jefa de planta la está desquiciando un poco. Virginia sale de la habitación con un plato lleno a rebosar de helado de ron con pasas y se sienta delante de la televisión hasta que su novia llega y le pide perdón, le dice que no está desquiciada, tal vez sólo un poco nerviosa y que es lógico perder los estribos cuando se intenta, cada día, salvar una vida. Virginia salva vidas, nunca es consciente de salvar personas. No quiere saber nada de la vida de sus pacientes, nada. Quiere estar por encima del temor de dejar viudas, huérfanos, madres sin hijos. De esta única forma su pulso adquiere la firmeza y la perfección que la caracterizan.
Virginia se acerca a las neveras horizontales repletas de helados que nadie toma en este febrero soleado y un poco frío. Intenta decidirse por una sola tarrina. Mira en el monedero y se encuentra con dos billetes de cinco mil pesetas. Sonríe y coge el de frutas del bosque, dos de ron con pasas, stracciatella, chocolate amargo, coge también vainilla con canela, el de turrón, dos de limón y el de yogur. Mmmmmm. Virginia se lamenta de la poca variedad. Le encantaría el de sabor a pera, a piña, a kivi, a naranja amarga, a plátano, como el banana split. Camina hacia la caja y se pregunta durante un instante cómo la llamarán las cajeras del hipermercado. La loca de los helados, probablemente. Cuando es su novia la que viene, también compra artículos normales, sin compulsión, zumos, tomate frito, carne picada...
Ella sola es libre para venir y aprovisionarse para la semana. Sube al coche con las bolsas que se desparraman sobre los asientos y ve la escarcha que se funde un poco con la calefacción del coche. Gira a la derecha y frena de repente, porque le parece haber visto una sombra deslizarse debajo de su coche. Se baja y mira. Nada. Sólo la sombra que ella misma proyecta al sol mortecino de febrero. No piensa volver al hospital hasta mañana por la mañana. Este día le pertenece y ya que su novia se ha ido a una conferencia fuera de la ciudad, está sola y libre, libre por un día. Aparca en su plaza de garaje y golpea el faro delantero izquierdo contra la columna. Maldice en silencio y llama al ascensor. La luz se apaga cuando traslada las bolsas hasta el ascensor. Tropieza y cae. A gatas llega hasta el interruptor y lo golpea con tanta fuerza que se hace daño en los nudillos. Coge las bolsas y las tira dentro del ascensor. Oye un chasquido y sabe que se acaba de romper la tarrina de un kilo de helado de pistacho que regalaban con el de chocolate amargo. Sube hasta el piso noveno y intenta abrir la puerta, que se resiste. En la cocina, intenta colocar todas las tarrinas en el congelador. No cabe la mitad. Cierra con furia la puerta y esta rebota, pegándole en la frente. Se sienta a llorar en el suelo de la cocina. ¿Qué me pasa?, se pregunta.
En el salón, con una cuchara de mango largo, come de la tarrina de ron con pasas. Pasan dos horas y sigue, metida entre la pastosidad del helado, con la televisión encendida y la voz bajada. Mirando las caras anodinas que olvidará en segundos en cuanto acabe el programa. Descalza por la casa, tropieza con un hombro contra la puerta del baño y se sienta en el retrete. Se baja los pantalones y sigue el rastro de cardenales en sus piernas, en sus brazos, la rojez en su frente. Mira las cicatrices de la operación de apendicitis, mira el vacío de la mastectomía, se mira en el espejo, con las caderas llenas y el alma cansada de tanto intentar ser la mejor médico del hospital.
Se viste y sale de la casa. En el portal tropieza con la moqueta levantada y da una patada. El portero sale a ver qué ocurre y ella le saluda con la mano, sin dirigirle la palabra. Entra en la cafetería de siempre y pide un helado de cono. El dueño rebusca en el frigorífico porque sabe que con ella de cliente hay que tener mercancía, en cualquier época, a cualquier hora. Sobre todo últimamente. Los viernes le vende diez o doce helados, de todo tipo y sabor, los que piden los niños y aquellos cuyas ventas caen en picado. Le pregunta si no será accionista de alguna empresa. Ella sonríe y le pide dos más, de caramelo y nata, que él le coloca en un platito. Virginia le devuelve el plato y acumula los papeles que se gastan, que inundan la mesa. Virginia sale un momento del bar, después de haber pagado y recorre la calle hasta llegar a la tienda de gominolas. Llena la bolsa de colores con chucherías de chocolate: un par de Mars, otros de KitKat, también Lion, tres o cuatro Tokkes, y caramelos de goma: cabezas de caballo, huevos fritos, corazones de melocotón, bolones, moras rojas y negras, gajos de naranja y de limón, coca-colas con azúcar por fuera.
Paga y la chica detrás del mostrador se pregunta con qué frecuencia harán fiestas de cumpleaños en casa de esta mujer tan menuda que no parece tener fondo. Virginia coge la bolsa en la mano derecha y abre la puerta con la izquierda. La bolsa se rompe y la chica la ayuda a recoger. Virginia tiene los ojos cerrados, a cuatro patas en el suelo del local y oye desde muy lejos la voz de la chica. Se levanta, da las gracias y sale, tropieza con una mujer alta y morena, vestida integralmente de negro, con un sombrero con velo, completamente fuera de lugar en la ciudad. La mujer que lleva crisantemos, se aparta para dejarla pasar y Virginia se da cuenta de que nunca ha visto ha nadie tan hermoso como a ella. Entra en la cafetería y sigue pidiendo helados. Mira alrededor y ve una cara joven perdida en la ventana de un autobús, leyendo un librito negro, como un misal. El autobús reemprende la marcha y la mirada de la joven se posa un rato sobre ella, sin verla en absoluto o tal vez viéndola tan profundamente que decide omitirla.
Virginia come los helados como si quisiese morirse de hiperglucemia. Apenas distingue cuando comienza uno y cuando termina si no es por el ritual de desenvolverlo, intentando doblar el papel de plástico que se resiste, que renace como un ser vivo en el cenicero. Virginia los junta a todos, intenta hacer un librito de colores con los envoltorios de los helados pero el peso del cenicero oscila y los deja libres para desparramarse por la mesa. Sigue comiendo y ve a una niña pequeña comiendo un donut, cerrando los ojos del deleite, por el contacto del azúcar con los labios pequeños. Virginia sigue comiendo, intentando encontrar ese tipo de deleite en el azúcar que le corre por las venas, en el chocolate que deglute con la nata, en el caramelo que se le pega a las encías y que no siente.
Virginia intenta sentir el placer del abandono, el éxtasis de la libertad de saborear el helado que está devorando sin ser consciente del mundo. Para Virginia, desde hace unos meses, los sabores han desaparecido de su espectro, como si, de verlo todo en color, ahora lo viese en blanco y negro. Su paladar no responde. Su cerebro no emite mensaje de gusto ni de náusea. Está atrapada en el sabor a nada que le inunda la boca y del que no es capaz de olvidar. Virginia se avergüenza de no poder decirle a su novia si el plato está soso o salado. Virginia sigue intentando encontrar el sabor que se le ha negado en su torpeza. Virginia sigue comiendo para saciar un hambre ficticia.

martes, 10 de junio de 2008

Natalia




La tarde la ha cogido por sorpresa. La tarde me conmueve, como siempre, pero he notado un ronco arrepentimiento, una brusca lamentación con las nubes bajas al final de la calle. Es cierto que la tarde tiene luz, pero ahora no lleva adjunta ninguna prolongación de llegada. La tarde es tarde, nada más, es igual que la mañana pero con más horas encima, con más lucidez para observar el resultado de lo que ahora somos, esta acumulación de obsesiones inservibles y alejadas. Y ya se acaba. Natalia sale del consultorio y mete los papeles en el portafolio. Al instante mismo tropieza con un cuerpo pequeño que la mira con ojos de abandono. Natalia intenta seguir su camino pero el cuerpecillo se lo impide. Es una niña de unos cinco años, con un vestido antiguo, de esos que la misma Natalia llevó puestos alguna vez, hace muchos años; los lazos del vestido le cuelgan de los lados, un poco sucios por arrastrarse por el suelo. Natalia se da cuenta ahora de que la niña no tiene chaqueta, que tiene los pies enfundados en calcetines demasiado calados para el mes de febrero. Natalia busca a la posible madre de la niña, pero en la calle todo el mundo sigue su camino, tal vez dirigiéndoles una mirada que no significa nada y que, menos que nada, significa que sean la madre de alguien.
Natalia se agacha para quedarse a la altura de los ojos de la niña y le pregunta su nombre. La niña no contesta pero sigue mirándola, en una mezcla de desamparo y seguridad. Natalia ve que el brazo izquierdo de la niña está manchado de sangre, un rastro de sangre seca que se le ha quedado pegado también al vestido. Natalia no se atreve a tocar a la niña. No se atreve a reaccionar. No se atreve a irse para siempre y dejarla así, un poco desaliñada y herida. Mira el reloj y aún son las once de la mañana. La niña debería estar en el colegio. Natalia busca con la mirada un policía local. Ve a una pareja, hombre y mujer, parados, hablando con la chica de los pañuelos. Toca el hombro de la niña y se los señala. La niña echa a andar delante de Natalia y Natalia piensa que esta sería una buena ocasión para escapar, pero, antes de hacerlo realidad, la niña se para y coge la mano de Natalia cuando llega a su altura. Natalia baja la mirada y la niña ha sonreído. Tal vez sea sorda, tal vez muda también o esté desorientada por una caída, piensa Natalia.
Cuando vuelve la mirada hacia los policías, se han metido ya en el coche patrulla, el hombre guiando a su compañera como si esta se encontrase enferma de repente. Natalia intenta apurar el paso pero la niña sigue el mismo ritmo y la frena. Natalia la mira y la niña vuelve a sonreírle. Cuando vuelve a buscar a los policías, estos se despiden ya, con la sirena puesta y los peatones apartándose en la calle peatonal. Natalia piensa que tal vez un desayuno a media mañana siente bien a la niña. Entran en la cafetería habitual de Natalia y pide dos donuts, dos zumos de naranja y un vaso de agua. Natalia coge dos nolotiles y se los traga antes de tomar el zumo. La niña señala las píldoras.
-¿Conoces a alguien que las tome? ¿Tal vez tu mamá, tu papá?

La niña vuelve a sonreír y corta con cuidado un trozo de donut que le hincha los mofletes. Natalia se levanta y pregunta al dueño de la cafetería si ha visto alguna vez por el barrio a la niña. El dueño le comenta que hace mucho que ha dejado de fijarse en los niños, que todos le parecen criaturas extrañas y que esta niña no parece ser la excepción, con esos ojos tan grandes, tan intimidantes, tan seguros de ser el centro del universo. Natalia regresa a la mesa. Toma el donut que la niña rechaza y se bebe el zumo. Irá a la policía. O mejor, antes irá al médico, para que examine a la niña. Se acerca a la barra para pagar y la niña le agarra la chaqueta y abre su manita: un billete de diez mil pesetas asoma entre los dedos gordezuelos y el anillo de bautizo. Natalia coge el billete, se asombra de que sea auténtico, se fija en la pulsera de la niña, donde no hay nombre sino siglas y una fecha. La niña tiene 5 años a punto de cumplirse, mañana será el día. Natalia paga con su propio dinero y guarda el billete en su cartera. Ya habrá tiempo de preguntarse por eso.
Natalia también se pregunta qué hace a estas horas su vecina comiendo un helado, sola, con montones de envoltorios de colores abarrotando la mesa, envuelta en un trance parecido al suspiro final. A la salida de la cafetería la niña vuelve a cogerle la mano. Antes de ir al médico, Natalia y la niña entran en una tienda y elige una chaqueta adecuada para el tiempo tan fresco, que, a pesar del sol, todavía tiene resaca de invierno. La niña sonríe de nuevo y Natalia obvia mirar a la dependienta. Antes de pagar, la niña se acerca con la chaqueta puesta y le tiende la manita, otra vez. Natalia ve un billete de diez mil pesetas. Abre su cartera y encuentra allí, un poco arrugado, el que le cogió a la niña en el bar.
-¿Dónde lo has cogido?
La niña sonríe y, sin que Natalia pueda hacer nada, introduce el nuevo billete junto al otro, también arrugado, también desconocido pero auténtico. Natalia paga con la tarjeta de crédito y evita la sonrisa de asombro de la dependienta. No piensa volver a entrar en la tienda. Salen, mano en mano, y Natalia no quiere volver a ser consciente de tener a la niña a su lado. Quiere acabar de una vez con esta extrañeza, con la sensación de ser vigilada por una cámara indiscreta. Busca con la mirada un taxi y llegan rápido al consultorio de su ex marido. Natalia baja a la niña y la niña vuelve a tenderle la mano.
-No quiero que vuelvas a hacer eso, niña.
El taxista la mira con asombro. "No le grite a la chiquilla, mujer. Encima que colabora..." Natalia coge a la niña con violencia del brazo y la arrastra hasta la puerta. La niña está lasa, se deja hacer y cuando Natalia vuelve a mirarla, dos lágrimas dejan churretes en su carita. Natalia se agacha, coge un pañuelo y le limpia el lloro. Ni un sonido ha asomado de sus labios, la niña simplemente ha llorado como cuando la ofensa duele tanto que sólo el silencio puede calmarla. Natalia siente una arcada precipitándose desde el esófago al estómago.
-Lo siento. Pero no vuelvas a hacerlo. ¿Sabes lo que es el dinero? No es juguete.
La niña sonríe y le vuelve a tender la mano. Dentro hay una moneda de peseta. Así parece a escala de la manita y Natalia no puede evitar sonreír a su pesar. Suben en el ascensor y la niña sigue aferrada a su mano. Abre la puerta la enfermera y Natalia pasa directamente al despacho del médico. Le explica el caso, con la niña agarrada aún. El médico, ese hombre que tan bien la ha conocido, la mira sorprendido. "No sabía que te gustasen los niños". Natalia nota el sarcasmo. Natalia calla y aúpa a la niña a la camilla del médico. Si no nos puedes atender nos vamos a otro sitio, piensa. Pero calla, porque la niña la mira con esos ojos de risa que tanto bien le están haciendo. Alguien la mira y la ve, alguien es consciente, mano a mano, de otro cuerpo que existe, que late con precisión y con ansias de ser visto.
El médico habla con la niña con voz de ángel y Natalia se sorprende al verle como nunca imaginó. La niña sigue anclada a la mano de Natalia y ésta le quita la chaqueta y el vestido. Tiene un corte en el hombro y el cuerpecillo plagado de moretones, debajo del vestido donde nadie puede ver nada, en la espalda, en el pecho, en el vientre. Natalia se lleva las manos a la boca, para no gritar, para no estrechar a la niña entre sus brazos. La niña la mira y sonríe. Sonríe otra vez y Natalia se pone a mirar los títulos de su ex marido, acariciando la mano de la niña mientras no oye lo que él le está diciendo a la niña, las preguntas que le está haciendo y que la niña sigue sin contestar. Natalia coge la carita de la niña:
-¿Sabes hablar, corazón? Tienes que hacerlo.
La niña la mira desde sus moretones, desde el vestido sucio, desde la sangre que el médico está limpiando, desde el trozo de donut que reposa en su estómago.
-Mamá dijo que tenía que estar callada.
Natalia abraza a la niña. Natalia se está abrazando a sí misma. Natalia sale de la habitación y llora en el baño, donde se tapa la cara con un trozo de papel higiénico que empapa en segundos. Donde estrangula las ganas de morirse entre una toalla que huele a suavizante de melocotón. Natalia regresa junto al médico y a la niña, que está sentada, demasiado seria, con el vestido y la chaqueta puestos y una piruleta entre sus dientecillos. Está esperando a Natalia con la manita tendida, de nuevo. Natalia se sienta y coge a la niña hasta sentarla en su regazo. Coge el billete, otra vez arrugado y saca los otros tres desde las once de esta mañana. El médico escucha a Natalia y mira a la niña, que les escucha, involucrada, seria, con los labios rojos de la piruleta, y sale un rato de la habitación.
La niña mira a Natalia. "¿Puedo hablar?". Natalia la abraza y se pregunta cuál es el siguiente paso. El médico vuelve a entrar. Se acerca a las dos niñas, a las dos mujeres que se han mimetizado un poco. Coge a la niña en brazos y da una mano a Natalia. "No te preocupes. Yo me encargo. ¿Puedes estar con la niña todo el día?". Natalia asiente con la cabeza. Él le dice que la llamará por la tarde, que tienen mucho de qué hablar, que llegará un policía con él a eso de las cuatro de la tarde y que hablarán los cuatro, también la niña.
El médico se acerca a Natalia y la abraza. En el abrazo, rozando su oreja, susurra "Te he echado de menos. Me alegro de que me hayas traído a la niña". Natalia coge a la niña de la mano y bajan, sin notar los escalones que se han gastado de pisadas extrañas. En la calle, Natalia le pregunta a la niña si le importa que vayan andando hasta su casa. La niña sonríe y le tiende la manita con la que agarra la piruleta, un poco pegajosa del azúcar. Natalia se arrodilla frente a la niña y sonríe. La niña echa sus brazos alrededor del cuello de Natalia y pega la piruleta a su pelo y al de Natalia. Se quedan, así, pegadas por el dulzor que emana la gominola. Y Natalia se oye preguntar "¿Cómo lo haces?". La niña ríe bajito y Natalia llora por los hijos que nunca tuvo el valor de tener.

miércoles, 4 de junio de 2008

Victoria


La mañana comenzó brumosa y el café tardó más de lo habitual en hacer su ruido catastrófico. Victoria está nerviosa. Cada vez más inestable, según su psiquiatra. La medicación no le está ayudando en absoluto. Victoria se siente dispersa y siente difuminarse los contornos de su normalidad. Busca con la mirada la puerta porque siente que esta también podría desaparecer. Sigue caminando de fantasía en fantasía, como si la realidad fuese lo único que se desvanece por un suspiro.
La psiquiatra no está acostumbrada a tocar a ninguno de sus pacientes pero siente que en este caso es lo único que podrá traer a la realidad a Victoria. Los ojos de la mujer se posan en el anillo de casada de la médico. "Yo también tuve uno, pero lo perdí". Victoria habla de un anillo, Victoria habla de un futuro, Victoria habla de un marido. Desde que le engañó, engañándose a sí misma con la mentira, Victoria pierde un poco más cada día. Creyó al principio que su asistenta le cambiaba las cosas de sitio, creyó que incluso se las estaba robando. Pero su madre, su hermana y su mejor amiga le dijeron que jamás había tenido una pulsera de plata con el nombre de él grabado en el envés, que jamás había aprendido a leer a Goethe en alemán y que no tenía ningún libro en ese idioma del autor, que nunca se había comprado unos zapatos de charol rojos. Victoria se preguntó, en un momento de divagación, si no le habrían robado tal vez también la capacidad para recordar a su propia madre, hermana y amiga. Tal vez estaba viviendo en un mundo de irrealidades, donde se inventaba lo que le faltaba, donde imaginaba lo que nunca había ocurrido, y que, de repente, había anidado en su casa, una madrugada, para su consuelo y para su tranquilidad.
Comenzó cuando abandonó las directrices que marcaban su vida. Se mintió a sí misma cada vez que huía de la felicidad. Demasiado bueno para ser cierto, se decía, demasiado perfecto para un alma incompleta como yo. Un día tras otro, un pensamiento tras otro, una idea tras otra, enhebrándose sin problema, creando una alfombra de irrealidades. Victoria ordenaba su mesa de trabajo, en el colegio, corregía los exámenes con el extravío en la mirada y se preguntaba dónde había puesto las gafas, o el reloj, o las llaves del coche. Con su abuelo, de pequeña, para que no olvidase las funciones más básicas, le hacía repetirle el recorrido, desde el momento de tener el objeto al alcance de la mano hasta el momento de haberlo perdido de vista, como si se lo hubiese tragado un elfo travieso. El abuelo la miraba detrás de los ojos lacrimosos y le sonreía, desde esa parcela aún no invadida por el Alzheimer (el maldito alemán ese que decían ellos) y la agarraba de la mano, paseando ambos por las habitaciones de la casa, como si visitasen un museo, con los pasos silenciosos y la mirada curiosa. Encontraban indefectiblemente el objeto, porque Victoria, en un juego inocente que divertía al abuelo, iba diciéndole "Frío, Frío" o "Caliente, Caliente. Abuelo, ¡te estás quemando!" El abuelo reía, hasta el día en que no supo identificar la palabra frío ni la palabra quemar y Victoria sintió como se derrumbaba el pasado, los recuerdos que tanto habían calado en su mente de niña.
Un día dijo a su marido que tenía una reunión de profesores y padres y se escapó de compras. Había, cerca del colegio, un supermercado de estilo americano, de esos que no cierran por las noches, y Victoria pasaba horas y horas entre los neones, comprando absurdeces, simplemente para no volver a esa casa de caricias y cariños unidireccionales. Demasiadas mentiras simplemente para esconderse de los labios amantes de su marido, de la cama mortuoria donde él la amaba sin pasión y ella sufría con intensidad, de la cena que él le preparaba, de las miradas de rendición cada vez que lo sorprendía mirándola. Victoria pensaba que en alguna ocasión había amado a aquel ser como a alguien extraordinario, tierno, inteligente, maravilloso y perfecto. Algo en su interior se rompía cada vez que él, acariciándole la mejilla, le susurraba "Te quiero. Como antes, como siempre, como nunca." Victoria sentía morirse en el meollo de su interior por tanta mentira, tanto dolor, tanta crueldad. Intentaba escapar de la intimidad, de tenerle demasiado cerca, sintiendo el amor de él fluyendo como un río sin freno. Y ella deseaba amarle, deseaba sentir la pasión, la ilusión, la vida entre sus labios, entre sus brazos, entre su futuro. Él la miraba a veces con la tristeza rebosándole de los ojos, y era entonces, sólo entonces, en la culpabilidad de hacer daño a quien tanto nos quiere, cuando Victoria se permitía amarle.
Inenarrable. Sus amigas suspiraban por su sombra y ella deseaba estar lo más lejos posible de él. Victoria siguió perdiendo muchas cosas entre tanta mentira, se perdió el respeto por sí misma, perdió el norte que era él. Había amado antes que a él, y se había quedado vacía, como una botella. La había apurado un borracho de la vida y, aún en el tiempo y la distancia, no había vuelto a llenarse nunca más sino con el recuerdo, con la mención de las manos, del cuerpo de aquel otro. Renunció a seguir luchando por su pasado y perdió la fe en volver a enamorarse, perdió la seguridad de ser alguna vez una persona entera, sin fisuras emocionales. De vez en cuando, en las únicas verdades de la infidelidad, quedaban para tomar un café y reírse del pasado, de lo débil y torpe que nos vuelve el amor, y en aquellos momentos, con la mirada de él traspasándole el alma y recordándole los instantes más felices de su vida, podía verse latir en ella a una persona recobrada de una pesadilla.
Allí era real, era tangible, tan tangible como la mano que él le tendía en medio de la conversación y que ella aferraba con desesperación, tan tangible como la sensación de plenitud cuando se despedían abrazándose bajo una farola. Él seguía diciéndole, en medio de su caos emocional, que nunca había vuelto a querer a nadie como a ella. Victoria perdía un poco del respeto por sí misma, perdía un poco de dignidad y le pedía un beso que él nunca le negaba. Victoria subía al coche, con el corazón grande y en carne viva, volviendo de un pasado doloroso que la había dejado inerte a una casa, su presente, donde el amor de su marido rezumaba e intentaba hacer de ella alguien amado y respetado por sí mismo.
Eran, de camino al trabajo, los ratos que pasaba mirando objetos que le recordaban el amor antiguo, el único amor real de sus días, y los archivaba, haciéndose daño con el recuerdo, haciéndose daño pero reviviendo gracias al dolor, haciéndose daño en la tarea de intentar crecer lejos de él. Hubo una vez, en que él le habló de irse al extranjero. Victoria palideció por fuera y se vació por dentro y él le dijo que nunca iban a estar separados del todo, que siempre iban a seguir siendo amigos, que nadie podría borrar jamás el recuerdo del amor de aquellos años. Le cogió la mano y ella sintió el tacto del destino, la burla a los amantes eternos.
Volvió al parking asustada y no fue capaz de encontrar el coche. Se lo habían robado. Lo había perdido, como había perdido las ganas de respirar en un mundo sin él. La conocía mejor que nadie y llegó corriendo a su lado, cogiéndola entre sus brazos de primer amante, y besó sus lágrimas histéricas, besó sus ojos de adolescente de treinta y tantos años, besó su corazón sangrante de amor y soledad. La llevó a su coche, que no había perdido, y la condujo hasta su propia casa, que creía se había desvanecido en el huracán de sus sentimientos. Aquella noche su marido no la abrazó por detrás mientras miraba por la ventana, no se acercó a ella en la oscuridad de la habitación, no se despidió, como cada noche, antes del sueño diciéndole "Te quiero en sueños. Cada noche desde que te conocí".
Victoria perdió la batalla y se retiró, admitiendo faltas que no había cometido. Victoria perdió la dignidad al mentir y no defenderse. Victoria perdió la serenidad como aquella mujer a la que vio arrastrando a una niña por la calle. Victoria perdió la noción del bien, del mal, de lo hecho, de lo por hacer, de lo necesario, de lo superfluo. Y dejó de comer, se limitó a dormir en compañía de demasiadas pastillas, descolgó el teléfono hasta que arramblaron con su puerta, desapareció de la vida de los vivos para negarse a entrar en el reino de los muertos.
Victoria escucha el contestador y oye la voz de su amado de la juventud, oye los proyectos junto a un nuevo amor, oye la ciudad en boca de su amado que no volverá jamás, oye el chirrido de sus propios dientes, oye el agua que desborda de la bañera. Victoria pierde la oportunidad de pedirle que vuelva, Victoria pierde las frases preparadas para pedir perdón a su marido, Victoria pierde el sentido de la dirección y se pierde en su propia casa, amaneciendo, en otra habitación, con los ojos escarchados y el corazón mutilado. Victoria se levanta y se dirige a su habitación, con el deseo de escapar de sí misma a través del espejo y allí, en un cajón, al lado de su ropa interior, Victoria encuentra algo, por fin, en la agonía de sus días de suicida. Victoria encuentra una foto de ambos, de los amantes, en los tiempos del amor, en la playa, la foto que le hizo amarle y verle en su futuro para siempre. Victoria mira la foto y, detrás de ellos, saliendo de una barca que acaba de llegar a la orilla ve al que después sería su marido, al que aún no conocía, al que el mar trajo a su orilla y ella volvió a devolverle, después de haberlo perdido todo.



lunes, 2 de junio de 2008

Paula


Tiene las tijeras en la mano izquierda porque quiere aprender a usarlas así. Ha sido diestra toda la vida y ahora Paula quiere aprender a ser zurda. Su madre le grita que siempre ha tenido demasiadas ideas extrañas en la cabeza, que incluso ha llegado a asustarla por su convencimiento sobre algunas. Paula tiene las ideas claras. Nada es blanco ni negro, todos fluctuamos en un inmenso mar de grises. Para algunos, que se niegan a ver, el color lo impone la ocasión. Para Paula, simplemente no hay color.
Su madre dice que se consume sola en su cabeza y no responde a los hábitos de los demás, que es asocial . Paula ve que es su madre quien va a la deriva y la deja en la orilla viendo como se aleja cada vez más.
El equilibrio es tan difícil de encontrar que la empresa en sí es absurda. En la cama hay docenas, cientos de fotografías. Bocas y ojos que la miran desde el papel. Quiere forrar su carpeta favorita con ojos famosos y otros anónimos; quiere, en el envés, forrarla de bocas. Porque no venimos a ser más que eso. Paula, cuando conoce a alguien, sabe qué va a decir y cómo lo va a decir simplemente mirándole los labios. Y sabe qué va a pensar con sólo fijarse en los ojos. Paula rehuye de la gente que tiene gafas, incluso de sus actores y actrices favoritas cuando las llevan en alguna película. Paula es miope, muy miope, pero se niega a ponérselas, porque se perdería mucho, se perdería palabras que le dirigen por los ojos tan bonitos que tiene, porque la gente es tan superficial que sólo vería las gafas, no los ojos tan bonitos que son como los de Elizabeth Taylor.
Paula se levanta por la noche y se mira en el espejo, hasta que parece desaparecer dentro de sí misma, y cuando se recobra han pasado horas, tal vez ha llegado la mañana y no ha sentido enfriársele los pies, no ha sentido la lasitud. Ha esperado, pacientemente, a que los ojos color violeta le susurrasen una nana.
Paula sigue recortando con la mano izquierda y, de vez en cuando, es incapaz de seguir el trazo y se come una pestaña, rasga una comisura. Pero así todavía es más vida, más natural, ninguno de nosotros se tutea con la perfección, ni siquiera ellos, que se quedan estampados en las páginas, como mariposas disecadas, abiertas en canal a la burla, al lápiz grotesco, a las palabras dolientes. En la pared de su habitación, que ahora le huele a verano, una foto está recortada cientos de veces, desde distintos ángulos, con texturas de papel distintas y los colores ya atenuados de tantos meses de exposición al sol que entra por la ventana. La habitación le huele a matamoscas, porque una araña trepaba por una de las fotos repetidas y Paula roció un poco de veneno en el arácnido, que dejó un cerco de suciedad y muerte. Paula arrancó la foto y colocó otra idéntica en el mismo lugar. La misma cara, la misma mirada silenciosa, la misma indiferencia tan atractiva.
Paula se acerca al espejo, mira de reojo la foto y se ve tan distinta que tiene ganas de cortarse el pelo con las tijeras y hacerse daño. Pero la modelo de la foto no tiene sus ojos, ni por un segundo tiene esas dos cejas que tanto alaban de Paula, no tiene el encanto de la adolescencia, no tiene la seguridad de no morir nunca y el deseo de hacerlo cada día. Paula tira los restos de las fotos a la basura y coge el pegamento. Abre el tubo y huele. Le gusta, le recuerda el patio del colegio, cuando estaba en el piso de abajo, cuando no había deberes y sólo había que limitarse a los colores y a los palotes extravagantes y retorcidos que ella siempre dibujaba, aún a su pesar. Como antes, cuando jugaban a muertos vivientes, Paula aplica una capa de pegamento sobre la palma de su mano izquierda, muy poca, para que seque enseguida y espera. Porque después viene lo bueno, viene despellejarse como si estuviese podrida, dejar caer la piel reseca y muerta. En clases intentaban conseguir la tira de piel asquerosa lo más larga posible. Algunos, en la morbosidad del asunto, pintaban franjas rojas, como venillas abiertas en la piel. Paula recuerda la cara de sus compañeros, la infinita complicidad, la alegría del descubrimiento del primer morbo, ese que se nos queda para siempre pegado en los recuerdos, igual que se quedaba pegado el pegamento.
Paula pega los labios y pone morritos delante del espejo, le da la risa y sigue pegando, también tirando un poco de pegamento en la colcha y lo limpia con otros labios que van a unirse a los demás. No le está gustando demasiado el efecto, ¿tal vez provocador?, se pregunta. Que protesten. Que hablen, había dicho un escritor - creía que Oscar Wilde- aunque sea mal. Le había hecho gracia. Mucha moral hay que tener para que a uno no le importe lo que digan los demás. Mucha moral y buenos amigos. Porque con los amigos uno se siente siempre fuerte, como si todas las lenguas malvadas del mundo se pudiesen arrancar de cuajo.
Ahora los ojos. Paula pega, uno por uno e intenta recordar a quién pertenecían. Había pensado en hacer un juego con eso, para que sus compañeras tuviesen que adivinar dónde estaban los ojos de Cusack o los de Spacey. Pero ahora ella misma los ha perdido de vista. Así, aunque sea en colores, es difícil. Pero sabe que podría reconocerlos bajo un pasamontañas, si alguna vez se les ocurriese atracar la tienda de ultramarinos que tienen los padres de Paula. Ahí es donde Paula aprendió a leer de los labios y de los ojos, tras tanto tiempo detrás del mostrador, apuntando precios y reconociendo a la que nunca trae suficiente dinero o a la que siempre intenta que se le rebaje el precio. Paula busca, sigue buscando entre la clientela de sus padres los ojos y los labios perfectos, esos que, una vez que los haya encontrado se hará amiga de ellos y les pedirá que la miren, les pedirá que le digan unas cuantas frases, los engatusará y les suplicará que se queden con ella, para no sentirse sola nunca más. Porque ella sabe que, de vez en cuando, alguien la sorprende cuando mira a otra persona y esa mirada la hace sentirse sucia y mezquina. Paula no necesita ver bien los ojos de ese otro que la está juzgando, con ver las venas de su cuello, torcido en alguna posición extraña, o la mano cerrándose en torno a la muñeca del otro brazo, le basta. Paula sabe que a las personas hay que acercarse como uno se acerca a un perro, con una galleta y una caricia, pero un látigo en caso de peligro. Ella prefiere no acercarse, que se acerquen a ella los ojos y los labios que deseen conocerla. Pero no tiene demasiados motivos para ser interesante.
Sus pensamientos son muy simples, muy unidireccionales: las amigas, el colegio, los chicos. Cada vez menos los chicos, porque no es capaz de encontrar en ninguno de ellos los labios y los ojos que la tranquilizan.
Encontró unos ojos y unos labios especiales una vez, en la profesora de inglés y esta la llamó al despacho para preguntarle si todo le iba bien en casa, si le costaba aprenderse las palabras nuevas, de cada lección del libro. Paula la miró entonces como si la viese por primera vez y vio que los ojos eran más pequeños de lo que parecían cuando estaba de frente, con una mano apoyada en el encerado, debajo de la palabra que quería enseñar. También vio que los labios tardaban menos en articular las palabras, y la precipitación no le gustó a Paula, acostumbrada a la dicción lenta y tentadora de la profesora cada vez que decía una nueva palabra, con los labios abiertos, o fruncidos, o inexistentes, redondos, o curvados. Y qué decir del no saber qué hacer con las manos de su profesora, siempre tanteando la mesa, como si hubiese perdido algo y pudiese recuperarlo en presencia de Paula. La profesora había abierto los cajones una y otra vez, había oteado por encima del hombro de Paula, como si esta no hubiese estado allí, inmóvil, escuchando el nerviosismo, estando, a su vez, cada vez más relajada y pensado en la fugacidad de la ilusión. Simplemente le pareció que la luz del despacho no hacía nada por ayudar a la belleza de la profesora. La antigua belleza que ahora Paula no veía por ninguna parte.
Quería decirle, sin embargo, días después, que había encontrado unos labios preciosos y unos ojos maravillosos en un autobús, en el rostro de una chica un poco mayor que Paula que llevaba un bolso enorme colgado del hombro, un bolso lleno de pasado, lleno del futuro de otros. Sin embargo el encuentro no fue como Paula había supuesto, porque aquellos ojos tan hermosos y espabilados se habían asustado, aunque sólo hubiese sido un instante, y Paula creyó verse, monstruosa, en las pupilas negras y azules de aquella chica, que, si no hubiese habido tanta gente, habría dado un paso para huir de ella. Paula lo vio y también vio un rastro de miga de pan en las comisuras más perfectas en esta realidad del día a día, pero la miga del pan no le había parecido perfecta, le había parecido vulgar y había desviado la mirada porque, de repente, se dio cuenta de que por mucho que buscase nunca encontraría en la mirada de una mujer la sonrisa de su compañera de habitación en el internado de verano, y por mucho que viese labios pintados, ningunos la mirarían con el deseo de aquella noche prohibida, entre las sábanas húmedas de la habitación número 7.