viernes, 11 de julio de 2008

Carmela


El tráfico se enfurece y ruge, atronador. La gente se agolpa en los pasos de cebra, como si perennemente la ciudad estuviese en plenas rebajas. No hay un momento de respiro en una ciudad muerta que da los últimos coletazos.
Carmela empuja la silla de ruedas de la inválida y escucha los trinos tímidos de los pájaros, aún por encima de los bocinazos y los empellones. Las mañanas son horribles, llenas de terrazas a rebosar de mujeres llenas de salud que tuercen la cara a la enfermedad que Carmela empuja, pacientemente, desde hace más de 7 años. La inválida reacciona apretando el reposabrazos de su silla e intenta girar la cabeza hacia Carmela. Esta calla, hace como que no ve los intentos por comunicarse y piensa que, por lo menos, debería esperar a que estuviesen en casa para expresarse. Entre tanto barullo no puede oírse nada, salvo las hojas que comienzan a brotar y chasquean en el interior de Carmela, como un tumor haciendo eclosión.
Carmela entra con la silla en el edificio de Correos y aparca suavemente, con la experiencia de los años, mientras recoge su correo y el de la inválida. Carmela ha dejado de llamarla por su nombre hace mucho tiempo, cuando todavía sentía un poco de temor y de reverencia por la enfermedad y la muerte. Ahora sólo ojea por encima de la silla y se hace ajena a los traqueteos de la confianza. Abre su apartado y encuentra docenas de cartas. Algunas maltratadas por el tiempo, casi 6 meses ya, sin venir a cogerlas. Las mete en su mochila y recoge también las de la inválida. Sólo dos cartas, muy abultadas, con remite de un bufete de abogados. Carmela enarca una ceja, pone las cartas en el regazo de la inválida y empuja, por la rampa de salida, cogiendo un poco de carrerilla para asustarla ligeramente. La inválida intenta girar la cabeza y articula su nombre como una plegaria "Carmela, Carmela mía", antes de sentir el beso de la velocidad.
Ya en la acera, la inválida sigue aferrándose a la silla mientras musita un poema que aprendió de niña y que Carmela nunca ha oído hasta el día de hoy "Como una fontana que, eterna, en brotar persiste, como un sendero, me iré... y no acabaré de irme". Carmela escucha la voz que conoce tan bien, esa voz que ha aprendido a corroerle el alma con el desplante, y reconoce en esas palabras de Miguel Hernández la voz aguardentosa de un padre olvidado, recóndito como un mueble viejo. Recuerda su regazo cálido y sus manos grandes y callosas, recuerda el tacto de esas manos bruscas torciéndole la cara de un bofetón, el dedo señalando su vientre de prostituta, la voz aguardentosa que amaba la poesía profiriendo insultos, echándola de su propia casa. Carmela empuja más rápido y la inválida se siente intranquila. Calla y Carmela se siente mejor, como si le hubiesen vendado la herida.
Doblan la esquina y la inválida compra un cupón al ciego del barrio. Carmela coge el cambio y el cupón y escucha las palabras, siempre nuevas, como si estrenase cada día una frase: "Siempre hace sol en los ojos de aquellos que sonríen". Carmela sigue empujando y se pregunta por qué hoy vienen las voces del pasado a mezclarse en su cabeza, por qué recuerda haber visto esas mismas palabras garrapateadas en la libreta de su hermana, la hermana que se dejó vencer por la locura, que languidece en un sanatorio podrido de ratas y chinches, una hermana que le dio la espalda a ella y a su hijo, la misma hermana que escupió en su cara cuando intentó volver a casa como una sirvienta, la misma hermana que enloqueció por un hombre que acabó muriendo al cogerle una manzana en un árbol. En ese árbol del paraíso que acabó enseñándole el bien y el mal de un amor breve. Carmela oyó de nuevo de sus labios la frase, una vez, en plena tarde, tendiendo la ropa y se había echado a reír. No lo había entendido. Sigue sin entenderlo. Porque los ojos de sol no se hacen, crecen y echan raíces que colapsan el dolor y la rabia. Carmela nunca ha tenido frases en la cabeza para regalárselas a nadie, ni suyas ni robadas, porque Carmela ha sentido siempre por los dedos, acariciando, tocando, dejándose secuestrar por la pasión de una sola noche, una sola noche que no tiene cara ya, que se ha diluido con el tiempo.
Carmela sigue empujando con empeño, negándose a que cambien la silla de la inválida por una eléctrica, que sólo serviría para desquiciar el parqué de madera y sus nervios de mujer madura. Hace frío en la iglesia de todas las tardes y Carmela acerca una rebeca de lana a la espalda de la inválida, que agarra la prenda con dedos de águila. La mirada de la mujer en la silla se prende del Cristo de los Faroles, la imagen más idolatrada en la ciudad, en esta ciudad de ateos que se reviste de miedo cada domingo, cada Semana Santa, cada Navidad. Carmela se sienta, sin santiguarse, porque ha dejado de creer en nada que no pueda ver, ha dejado de ser paciente con cada uno de los días que le manda el Todopoderoso. A pesar de todo, cuando piensa en Él, no deja de ver su nombre, todos sus nombres, escritos en mayúsculas, como si obrase algún tipo de poder en la ortografía.
A su derecha, esculpido en la madera, lee "Arrepiéntete, Pecadora". Carmela siente que se dirige a ella, a todas las mujeres que han pensado en sí mismas antes que en la esclavitud del alma y de la familia. Piensa que nunca se había sentido pecadora y que ahora que pertenece a un reino, puede volver a ser quien era antes de entrar en esta iglesia. La iglesia la despoja siempre de su humanidad, como si sólo asomasen garras y colmillos entre sus cabellos negros y sembrados de canas blancas como la nieve. Carmela se siente una loba acorralada en la oscuridad y el frío de los cazadores de almas. Carmela no quiere vender nada porque lo poco que tiene se lo ha robado a su propio pasado, cribando las sonrisas de los horrores, las caricias de los latigazos, las mañanas de otoño a las tardes de verano abrasador.
Carmela se yergue y mira alrededor, donde cada frase le grita su indecencia, le grita la debilidad de pegarse al cuerpo de un sacerdote novicio que, con su piel lechosa y sus manos suaves, le arrancó palabras de lujuria y le regaló un hijo muerto. Carmela se recuerda quitándole la sotana, tirándola a una esquina de su habitación de enclaustrado, entornando el plato con sopa y el vaso de agua bendita. Carmela recuerda el Cristo crucificado observándoles en mitad de la oscuridad, un dios semi-fosforescente que lo veía todo y disfrutaba con el pecado. "Arrepiéntete, Pecadora", le dijo el párroco cuando confesó su amor. "Arrepiéntete", cuando al joven lo mandaron fuera de la parroquia, "Arrepiéntete", cuando le abrieron las piernas para sacarle al hijo muerto que se le había quedado aferrado a las entrañas. "Arrepiéntete", cuando el médico, años más tarde le confirmó que no podría tener hijos nunca más. Carmela, de pie detrás de la silla de la inválida, se arrepiente de no haber subido con más presteza al pretil del puente y haberse tirado antes de pasar aquel coche que la trajo a la ciudad.
Porque Carmela no sabe que cada uno se inventa su propia dimensión del pecado y su propia muerte.
Vuelve a sentarse y abre las cartas, una por una, desechando la propaganda, apartando las facturas de la casa de la inválida, que están a su nombre, rompiendo directamente las cartas que vienen del sanatorio donde muere su hermana de locura y odio, las que manda el director del asilo donde su padre ya no reconoce su propia sombra. Carmela adjunta las facturas de los dos cementerios de vivos y mira de nuevo hacia la inválida que entra en un éxtasis místico mirando el rostro de un dios inexistente. Carmela abre la última carta, y se arrepiente de nuevo, como hace más de 20 años, de leer el comienzo. "No deje de leer. Ya está tocado de la mano de Dios". Carmela no puede evitar sonreír. Una cadena de cartas, sin remite, sin su propio nombre.
Qué error haber abierto una carta que es para cualquiera.
Carmela se siente, efectivamente, tocada de la mano de Dios, pero vapuleada, abofeteada en su ingenuidad, en su confianza. Carmela sigue leyendo y lee su propia vida, lee que, si no continúa la cadena de veinte cartas, su hermana morirá en el sanatorio, agonizando de cordura; su padre tropezará y se desangrará solo en esa zona del parque a la que nadie entra ya, excepto el jardinero, de tarde en tarde; que su inválida rodará con su silla por las escaleras tortuosas del edificio; que el lunar que Carmela tiene se inflamará y estallará como una gran bola de fuego; que el edificio perderá el equilibrio y caerá a los pies de los cadáveres entre los que estará Carmela.
Carmela cierra la carta. Se limpia una lágrima que le cuelga de la nariz y grita, grita en medio de la alzada del Cuerpo de Cristo: "Me arrepiento, mi pecado de amor se arrepiente de haber muerto, mi corazón se arrepiente de haber amado, de haber olvidado. Me arrepiento." El grito resuena en la iglesia, las cabezas se vuelven, horrorizadas, y la inválida se levanta de su silla de parapléjica para recoger el cuerpo desencajado de Carmela.

martes, 8 de julio de 2008

Yolanda


Camina entre las mesas como Gulliver entre los enanos. Tiene las piernas demasiado largas, así ha sido desde siempre, verlo todo desde un punto de vista distinto a los demás, sentirse más cerca del cielo de los larguiruchos. Esquiva con su cuerpo anguloso y fibroso las sillas esparcidas por los anteriores clientes y se pregunta por qué no habrán inventado para los bares sillas como las del instituto, pegadas al suelo, clavadas con saña, una disciplina de los cuerpos que ella rompía, que ella rozaba y maltrataba cada día de clases.
Yolanda busca, desde la atalaya de su cabeza, la mirada perdida del camarero que remolonea, como siempre, como cada día. Ella utiliza la cafetería como su oficina particular, una oficina donde antes, antes de la aparición de los móviles, podía estar horas y horas sin oír el pitido estridente de los teléfonos en su cabeza, interponiéndose entre sus ideas y la materialización en la pantalla. Yolanda abre el portátil y se queda mirando un rato los iconos parpadeantes en la pantalla de cristal líquido. Si mueve la cabeza un poco a la derecha o a la izquierda, variando el ángulo de sus ojos grandes y negros, pierde lo que escribe, lo pierde como si estuviese aquejada de Alzheimer y no es capaz de recordar lo escrito, como un grifo no sería capaz de reconocer una gota de agua que ha dejado escapar. Todo suena igual, todo transpira la misma pregunta, la misma indecisión, el eterno erotema que nos invade: ¿PARA QUÉ?
Tuvo un profesor en el colegio que le daba una dieta para poder escribir, como si para ello se necesitase una buena figura. Él argumentaba que la novela perfecta, la conjunción de los ideales de toda una generación requiere cuidarse por dentro y por fuera, no dejarse sobornar por el mundo de hoy en día, de estreses y frases a medio hacer. Él no dejaba de sorprenderse de la forma tan particular de hablar de Yolanda: bajito, rápido, rápido, como un tren desbocado, omitiendo letras, inventando un idioma que muchos daban por perdido, un eterno descifrar significados.
Lo que ocurre, piensa Yolanda, es que nadie quiere misterio hoy en día, porque en las películas del cine al que le gusta ir el final se dice en el mismo trailer, ¿es posible?, para no dejar nada en el aire, para que el espectador no pueda sentir estupefacción ni desazón por no comprender. Todo bien y bien atado, como si, de repente, nos hubiésemos vuelto idiotas. Triturado hasta perder el sabor original, la verdadera esencia. Yolanda busca el misterio en cada mirada, en cada conversación ajena, curiosa como es al interior de los demás, y lo busca en lugares apartados, donde los que van allí tienen una razón de peso que tira de ellos, hasta hacerles arribar a esa verdad.
Yolanda se sienta al lado de la ventana, en un reservado extraño ya que todos los peatones pueden ver a los posibles amantes, y observa, disecciona los labios de los que articulan frases y se queda prendida de una ficción que brota de los ojos airados, de las manos revoloteantes, de los tobillos inestables, de la cabeza vuelta con sorpresa. Yolanda recibe la sombra del camarero, pálido y escuchimizado, enfermizo en su delgadez y repite lo de todos los días, las bebidas todas alineadas en su mesa, como un pequeño desfile de vidrio, para que dejen constancia de que estará durante horas, pero consumirá durante horas, pagará su parte de asiento de terciopelo, su parcela de ventana, su voltio de electricidad.
Yolanda se vuelve hacia el portátil pequeño, ligero y gris que reclama su atención. De vez en cuando, como si fuese un niño caprichoso, le manda notas, todas relacionadas con su tarea del día, un recordatorio de la poca memoria que tiene y ella gruñe mirando la pantalla, como si algo animado vibrase bajo el cristal, algo que se ríe de ella, de su torpeza, algo que abusa de su sentido del humor desgastado y un poco marchito. Yolanda maneja el ratón incrustado y se siente haciendo cosquillas a un animalillo, rozándole la barriguilla con sus dedos de uñas mordidas y descuidadas. Se siente en deuda con la técnica que la empuja hacia delante y, a la vez, la hace sentirse atrás, muy atrás en el tiempo, cuando el señor Bell tuvo una visión.
Yolanda abre los archivos y ordena lo desordenado ayer. Siempre se concede un plazo para organizarlo todo, para que, dando el beneficio de la duda, permita que cada cosa ocupe por sí misma su lugar primigenio.
El orden natural.
Y, mientras espera que los archivos se asienten cada uno en su carpeta correspondiente, abre el IRC. Se introduce un momento en la red y navega, conociendo a personas virtuales, tan virtuales como ella, que se inventa un pasado, un género, un nombre que no es verdad, que puede ser real, sin embargo en un mundo fuera del teclado y los comandos. A veces es un hombre seguro de sí mismo y un poco castigador, con sentido del humor ácido y proposiciones indecentes. Otras es una adolescente ingenua, un poco sorprendida por las palabras demasiado osadas del otro lado de la pantalla. Exhala sus personalidades según el día, según el ángulo de luz incida en el quiosco de enfrente, según el zumo esté más o menos agrio. Entra en canales al azar, buscando una palabra, un sentimiento para iniciar su siguiente relato, un disparo de salida para correr hacia la inspiración. Guarda los logs, las transcripciones de cada una de las conversaciones y anota los nicks, los nombres ficticios que utiliza ella y los y las que dan un poco de su tiempo para que ella invente vidas.
No viene a robar nada que no le quieran dar, porque las palabras fluyen del otro lado libremente, no quiere imaginarse a nadie diciendo nada de lo que pueda arrepentirse. De vez en cuando, alguna voz escrita parece decir la verdad, contar un trozo de su vida que ha dolido, que duele todavía, y Yolanda querría tocar con su mano larga y huesuda el brazo de ese otro ser que está sufriendo en soledad, que sólo puede encontrar consuelo hablando, sin conocer, sin ser juzgado tampoco. Yolanda siente que nos hemos alejado demasiado de nosotros mismos, en todo momento, de la vida que creemos vale la pena, de los silencios necesarios, de la complicidad entre dos miradas. Yolanda sabe que habría que vivir notando a los demás y dejándose caer a uno mismo.
Yolanda mira los archivos, de nuevo y selecciona uno al azar. Compone historias aleatoriamente, utilizando un programa que han diseñado especialmente para ella. El orden natural vuelve a presidir su tiempo, como ella misma afirma cuando alguien la entrevista sobre sus libros. El secreto lo lleva guardado en la memoria del disco duro y el diskette a la vista de todos que dormita encima de su cómoda, delante de las peticiones de su editor que se pregunta y se felicita por su éxito.
Yolanda escribe frases impersonales, organizadas algunas sintácticamente según las normas más estrictas y otras obedeciendo a la anarquía. Las coloca en archivos contiguos que el programa se encarga de mezclar. Yolanda recoge el cóctel de ideas que surgen entre los parpadeos de la pantalla y elabora sus historias, teje las vidas que le brotan de la casualidad y de la causalidad. Un alud de vidas rueda por la pantalla y ella recoge y selecciona las palabras, añadiendo un verbo aquí, un sujeto personal allá, haciendo juegos malabares con sus propias frases. Inventa, sin querer, una vidas que laten a distancia, que son reales sin ser aún verdad.
Enfrascada en el comienzo de un nuevo libro, Yolanda ve iluminarse el icono de mensaje. Abre el archivo y uno de sus ficticios seres del IRC le manda saludos y la invita a visitarle en un canal inventado a los efectos de compartir solos un momento. Cierra los archivos y se introduce en la habitación virtual en la que Push la espera.

hola, Push, como te va todo
bien. te echaba de menos

Yolanda evita, en el inmenso juego de transgredir las normas, poner puntos, signos de interrogación o exclamación, mayúsculas e incluso se deja tentar con algunos de sus interlocutores por cometer faltas de ortografía. Push es distinto, es correcto, es amable, es transparente, es apetecible mentalmente. Lilith, su nombre ficticio, es perversa, arrebatadora en esencia y siempre está dispuesta a dejarse escandalizar. Da de su vida todas las mentiras que Yolanda es capaz de inventar para ella. Tal vez el nombre sugiera ya de antemano más de lo que Yolanda quisiera. Pero todo está permitido en la red, todo consiste en hacer de la experiencia un momento lo más próximo y sencillo posible.

y eso. es muy galante por tu parte. que ha sido de tu vida, últimamente
sólo he pensado en ti. en desear conocerte, verte en persona y tomar un café mientras me dejas leer tu última novela
mi última novela? no soy escritora. qué te hace pensar eso de mí?
te conozco. te he vigilado. ayer te seguí hasta tu casa

Yolanda tiembla un segundo, parpadea y ve aparecer en la pantalla su dirección, con toda veracidad. Mira alrededor, pero no hay nadie con un portátil más que ella. Ella, que se acaba de meter en terreno peligroso. Ella, que no ha considerado que ha sido la relatora de momentos de confesión manuscrita.

mañana iré a verte, Yolanda. verás lo que es contar la vida de los demás sin pedirles permiso. No escaparás. aprenderás a respetar lo ajeno y a no hacer de las personas mentiras ficcionales. me has destrozado la vida, me han echado de mi trabajo por culpa de tu libro. ni siquiera te has molestado en ocultar mi nombre, yolanda. ahora yo destrozaré tu vida
de qué novela me hablas? no te conozco y es imposible haber escrito sobre ti. tampoco se tu nombre. jamás me lo has dicho, Push
no me creeré nada más, Yolanda. ahora yo seré quien haga de tu vida una noticia que aparecerá en sucesos. te lo prometo

Yolanda intenta cerrar el programa de IRC que no responde. Antes de despedirse, Push ilumina la pantalla con un enorme smiley que rebota ante los ojos atónitos de Yolanda. Vuelve a buscar apoyo emocional a su alrededor y ve cruzar la calle a una mujer vestida de enfermera, empujando una silla de ruedas, poniendo su empeño por llevar hacia delante a la mujer dormida, sentada a su merced. Yolanda se siente a merced de su propia fantasía y de su propia inconsciencia. Cierra el portátil y sale, escapando, dejando el ordenador encima de la mesa, abandonando la oportunidad de escribir la historia de su vida, su éxito definitivo.

Raquel


El sol cansino de febrero se proyecta sobre las lápidas y juega entre las sombras de los ángeles que extienden sus alas y tienden sus manos hacia los familiares. Los nichos se alzan entre las lápidas rendidas a la tierra. Raquel coloca los crisantemos sobre la lápida. Levanta la vista y saluda con la mano al encargado que está recogiendo las malas hierbas de los panteones del lado oeste del cementerio. Raquel traza rápidamente la señal de la cruz y sale del recinto.
Mira hacia el olmo centenario que preside la entrada y piensa que un día de estos traerá una cámara fotográfica para guardarlo para siempre en su memoria. Raquel tiene un libro lleno de fotografías de personas que ya no son nada en su vida, que han seguido las suyas por separado y no han vuelto jamás la vista atrás. Ella, sin embargo, cuando quiere saber de ellos, de ellas, que se han decidido a escapar de los recuerdos, coge el libro y habla con cada una de las fotografías. Se pierde en el momento en que las hizo. Cada una de ellas es única, irremplazable y ni el sol ni la bruma son capaces de alterarlas. Ella nunca aparece en ninguna, porque enarbola la cámara y pide que no se mire de frente, que la persona en cuestión siga hablando con ella, contándole como si nadie estuviese intentando robar un momento para plasmarlo para siempre. Raquel piensa que las fotografías son como las cartas, que tienen un momento y un lugar y sacadas de contexto son fácilmente desvirtuables. Pero en su vicio de recordar el pasado en que rió, en que se mostró transparente a la felicidad, no puede evitar sacar unas y otras de sus cajas acartonadas por el tiempo. De pequeña pegaba recortes de revistas en un cuadernillo sin rayas y debajo, con letra redonda y cuidadosa, escribía la historia de aquellos que entraban, sonreían, miraban a través de las gafas de sol, descansaban, se quedaban dormidos. Cada uno anidaba en su interior un serial de radionovela, cada uno sentía la carencia de la intranquilidad para poder sonreír abiertamente.
Raquel almacena los cuadernillos y los saca cuando está triste, preguntándose dónde estará la señora de la sombrilla amarilla, o si ha despertado por fin el hombre de la hamaca, si la mujer que espera en la estación ha encontrado el amor, o si el zapatero se levantará alguna vez de su labor. Raquel ahora no inventa historias sobre seres a los que no conoce, pero sí reconstruye un futuro probable con aquellos que se dejaron conocer, que entraron durante un instante en el salón de su vida.
Raquel pisa entre las piedrecillas de la salida del cementerio y oye el crujido con la cabeza baja. Los tacones se hunden con precisión entre la hierba que crece uniforme, gracias a los cuidadores, y siente el tacto suave de la arena húmeda, de las alfombras mullidas, de las hojas de otoño en el parque. Raquel mira hacia atrás buscando su huella en las piedras, inalterables, inalteradas a su paso. Se coloca una mano de visera contra el sol y busca su coche. El chófer, en esta época en la que ya no existen los choferes, sonríe y toca con una mano tímida la gorra de plato que pidió expresamente poder llevar.
Había entrado despacio en el despacho de Raquel y había mirado con discreción las fotos colgadas, hechas por el padre de esta, en sus viajes azarosos por el mundo. Raquel le había dejado tiempo para sentarse, para sentirse cómodo y sentir afinidad con la habitación. Raquel había abierto los ventanales de la habitación superior y se veía el campo y, a lo lejos, aletargada como una fiera cansada por la caza, la ciudad. Él había buscado con la mirada un anillo en la mano de Raquel y esta había sonreído un poco al preguntarle, intimidándole un poco por su telepatía, si estaba casado. Había sonreído y asentido con la cabeza, con las manos en el regazo, denotando una calma y una seguridad que le habían hecho confiar en él inmediatamente. Su trabajo no iba a ser demasiado pesado, eso sí, un poco monótono, ya que Raquel tenía horarios no demasiado flexibles y le gustaba hacer las cosas igual, cada día, a pesar del cansancio de la rutina.
Raquel se había preguntado si él se había preguntado a su vez de qué podía vivir una mujer como ella en una casa tan grande y tan vacía como aquella, tan lejos de la ciudad que le brindaba restaurantes, teatros, tiendas. Ella había intentado hacerle entender que cumplía una especie de penitencia, de retiro mental en el silencio del campo. Había tocado con un dedo trémulo la cadena que llevaba al cuello, con el cuerpo de Cristo colgando del oro. Se había quedado mirando su traje blanco como la nieve, refulgiendo en la claridad de la habitación de madera, había mirado sus pies pequeños enfundados en sandalias, en aquella tarde de agosto, cuando había buscado su compañía para el resto del año, para ser su chófer, su habilidad y pericia en la carretera.
- Sabe usted, no me siento capaz de emular a Sor Citröen.
Le había sonreído, haciéndole partícipe de su condición de monja, pero él no había entendido. Quedaban tan pocas cosas del pasado en este presente de prisas, engendros y racionalizaciones. Le había enseñado la salida, y él había vuelto a retractarse del sueldo, estimándolo demasiado elevado. Raquel quería compensarle por las horas muertas que pasaría en el coche, mientras ella caminaría por los cementerios, arrodillándose ante las losas verdes de humedad.
Habían pasado muchos días antes de que él se atreviese a preguntarle por qué siempre la misma ruta, siempre el café en la misma cafetería donde una mujer escribía frenética en su portátil, por qué siempre pasear por las mismas calles, en la misma dirección, saludando atentamente a la chica de los pañuelos, por qué observar siempre a la misma hora a la misma ciega que paseaba con su perro labrador, por qué siempre sentarse en el parque a observar a los niños jugando en los columpios, por qué acabar cada tarde con los ojos arrasados de lágrimas en el asiento trasero del coche, quitándose el sombrero negro, el velo negro y los guantes negros, todavía empapados del olor a flores que dejaba en las lápidas. Raquel había inclinado la cabeza, se había tocado la cruz de Cristo con una mano y había respondido simplemente "Es mi penitencia".
Raquel ha borrado de su casa todo rastro de espejos, ha quemado los colores de su ropa, ha dividido su casa en dos tierras: el reino del blanco, cuando se reconcilia con la humanidad y contesta al teléfono con la voz segura y la mano en la cruz de Cristo y el país del negro, cuando vuelve desalentada de cobardía e impotencia y vaga por la casa, golpeándose el pecho con una mano que adelgaza por momentos. Sabe de su debilidad, de saberse hermosa, de haber intentado serlo también por dentro, de haberse rendido a la debilidad de intentar gobernar un convento y terminar siendo la diosa de las vanidades.
Raquel se arrastra internamente para poder ascender al cielo que cree merecer cualquier persona de este mundo. Vuelve la mirada a las fotos y recuerda las palabras, recuerda los gestos, los desahucios emocionales que ha provocado. Recuerda la cara de orgullo de su madre, cogida de su mano, por los jardines de la ciudad antigua, un futuro de esperanza para su belleza externa. Recuerda sus años de novicia y la muerte de su madre, recuerda la mano lánguida y fría de su padre en el entierro, recuerda los ojos sin vida de un hombre que la había adorado por ser su hija. Recuerda el encierro y la penitencia del silencio por querer vencer el mal que brotaba de su propio interior. Recuerda haber aceptado con orgullo ser nombrada la superiora del convento, recuerda a la novicia más joven e impresionable que no había soportado lo estricto de las normas y se había ahorcado en su celda, recuerda su cuerpo muerto envuelto en un sudario que ella misma había bordado, recuerda la opresión en el pecho, la preocupación por su propia persona cuando un cuerpo ascendía al infierno de los suicidas. Recuerda la penitencia de aquella mano con un anillo de Dios engastado en un oro como el que ahora toca con la mano. Recuerda salir del convento maldecida interiormente por una voz que ha dominado siempre su vida, la voz de un ángel de la guardia que ahora asoma en el rostro de su chófer.
Raquel indica al chófer que siga hasta el parque más grande de la ciudad y el hombre, sorprendido por la novedad de cada uno de los días iguales a los demás, gira el volante y vuelve los ojos por el retrovisor hacia su jefa, hacia la mujer más hermosa que ha visto en su vida, hacia esos ojos que no miran desde hace mucho tiempo porque no se sienten merecedores de compasión ni de admiración, hacia esas manos huesudas que le roban la vida al Cristo de oro que ha erosionado el roce, en busca de consuelo virtual. El chófer se pregunta por qué hoy, por qué esta tarde de febrero, con el coche lleno de crisantemos, su jefa decide pasear por la calle engalanada como la viuda de Cristo y dejar que las miradas de los demás se crucen en sus pasos, sin ser consciente de ser el centro de toda la vida en la ciudad, de paralizar durante un momento el tráfico que rodea el parque, de no ver que en su sonrisa se esconde el dolor y el horror por su propia alma. Raquel se acerca al estanque y se quita la cadena de oro. Llama al chófer y este se acerca rápidamente, asustado por la mirada de desasosiego de su jefa.
-Mírese en el agua.
El chófer se mira y ve, detrás de él, la mirada pura y limpia de su jefa, que ha quitado el velo de su sombrero y sujeta en una mano la cadena de oro de Cristo. El chófer, ve el rostro de un ángel en sus propios rasgos, y siente un puñal clavársele en la espalda. Sin tiempo a girarse, ve la mirada de Raquel, ve el puñal que ella sujeta con la mano huesuda y ve que ella roza con el arma su propio cuello y cae, hacia delante, golpeándose la cabeza contra el estanque mientras él se agarra el costado y cae de rodillas, tocando con la mejilla la cruz de Cristo que se funde con la tierra y desaparece para siempre.