martes, 18 de noviembre de 2008


Cristina mira la luna a través de la ventana, hace viento y las nubes que ya se adivinan mas que se ven, se abren para dejarla asomarse, y para ella esto siempre es un espectáculo especial, muy especial. Ya hace un rato que cenaron y su hermana esta estudiando para los exámenes de febrero tirada en su cama, al otro lado de la habitación, como ya va al Instituto y ya es mayor, esta noche no habrá los juegos de siempre, los bailoteos y las confidencias a media voz para que mama no las oiga hablar de “sus cosas” desde la habitación de arriba. Por eso mira la luna jugando al escondite con las nubes. Papá ya no vive con ellas y ahora Cristina se encuentra en uno de esos momentos en que no sabe que hacer, así que mira la luna.
Hoy fue un día muy raro, mama contó que había visto a una mujer caer como muerta en medio de la calle, y cuando Cristina le preguntó, mama le dijo que no era nada especial, como si de pronto alguien hubiese hecho “clic” en el interruptor y la señora se apagó, sin mas. No era nadie conocido, una señora en la calle, nada mas.
Cristina tiene diez años, diez años de vida en los que enfrentarse con algo así como la muerte solo ha sido a través de películas en la tele o en el cine, a veces ha oído que ha muerto tal o cual, pero nadie cercano y nunca ha visto a una persona muerta, aunque según mama es como si se hubiera desconectado, dormido.
Y ahora, mirando la luna jugar con las nubes al escondite, Cristina piensa que esa señora tendría familia, quizás una hija como ella que la echara mucho de menos y que lo mismo esa niña estará muy triste ahora. Muy triste porque no tendrá mas a su madre y muy triste porque no podrá abrazarla y darle un beso y decirla que la quiere…
Cristina mira por la ventana y el cristal le devuelve el reflejo de su imagen, la imagen de una niña con dos ojos grandes, ojos de asombro, de ganas de vivir, de ganas de soñar y de reír, aun recuerda que una vez le dijeron que la iban a llamar chispitas porque sus ojos echaban chispas de alegría cuando se reía, pero ahora los ojos no echan chispas, Cristina ha descubierto con diez años que hay una barrera que puede romper las ilusiones, que hay un fin que puede llegar en cualquier momento, y le da miedo, mucho miedo…
Mira a su hermana que sigue con su libro, y oye a mama arriba teclear en el ordenador trabajando, se levanta de la silla y sube las escaleras y desde la puerta mira a su madre.
.-¿Qué pasa Cris? Pregunta mama.
.- Nada, responde Cristina, venia a darte un beso.
Mama la achucha y la besa como siempre y el calorcillo de mama se contagia y se baja mas contenta.
Mama la llama Cris, últimamente a mama le ha dado por acortar los nombres, cuando salen a cenar al burguer de al lado de casa van al “Mac” lo demás ya se entiende.
Cristina se tumba en su cama y coge un cuaderno y un lapicero, la verdad es que no sabe para que, pero como cada uno esta a lo suyo, pues eso, y aun no tiene sueño, así que hace rayas, dibujos, cuadrados. Cosas sin sentido para matar el tiempo, mientras vuelve a sentir el miedo a esa desconocida que le puede robar lo que quiere.
Y piensa Cristina que todo el mundo ha de morirse algún día, hasta ella, porque en clase de naturales le han dicho que es así, que es el ciclo de la vida, como en el Rey León, nacer, crecer, reproducirse y morir, ese era el ciclo, pero entonces…. ¿ Por qué la muerte parece darle miedo?. No, dice Cristina, no es la muerte, en la tele veo que hay guerras y atentados y aunque me da pena, no es este miedo, es por si la muerte rondara a mi gente, a los que quiero, y mira hacia su hermana en la cama de al lado y piensa en su madre, y en su padre, y en los abuelos y en gente que conoce también y que no le gustaría nada que un día dejaran de estar.
Cristina mira las rayas dispersas en su cuaderno, y de pronto se da cuenta de una cosa, que a ella también la quiere mucha gente, y que también ella puede morirse, aunque solo tiene diez años y siempre suelen ser los mas mayores los que se van antes, pero vamos a suponer, si fuera ella la que se muriera…. Pues no le da tanto miedo, no tanto como que fueran mama o papá o su hermana, pero no le gastaría, porque aun tiene muchas cosas que hacer, muchas cosas que aprender y al final esto de morirse, pues si toca, toca pero antes hay que hacer muchas cosas…
Hace un rato no pensaba en estas cosas, lo importante era cada juego, cada salto , cada risa, cada día llegaba y daba paso a otro día que seria de nuevo estupendo si ella era capaz de saberlo disfrutar, debe ser que ya empieza a pensar como los mayores.
Cristina vuelve a levantarse y sube las escaleras a donde esta mama
.- Mama, dice Cristina, ¿Me enseñaras a pintar?
.- Claro cariño, si tu quieres
Cristina da un beso a su madre y se baja otra vez a su cama, mama esta preparando las clases de mañana, sus alumnos siempre están muy contentos con ella, entre otras cosas porque ella les intenta enseñar siempre con mucho cariño y preparando cosas y a veces hasta compra golosinas para ellos, pero es que mama es así, con Cristina también es así, pero multiplicado por mil.
Y si, quiere que mama le enseñe a pintar, y pasar tiempo con ella, y quiere ayudar al abuelo a hacer cosas, eso también le gusta, o meterse con mama y la abuela en la cocina, o correr por el parque o nadar en la piscina, porque, al final, ¿Por qué tener miedo de nada? Si lo que de verdad quiere es hacer cosas, muchas cosas y con la gente que quiere, con su familia, o con sus amigas del colegio.
Si, es febrero aun y aun el sol no calienta para jugar con los patines o montar en bicicleta, pero Cristina sabe que aunque el sol se esconda pronto por las tardes, queda aun tiempo para poder hacer muchas cosas y para haciéndolas, darle su cariño y su chispita de sonrisa a mucha gente.
No hay miedos, aunque se duerma sabe que mama bajara luego a arroparla y a darle el beso que cada noche le da pensando que ya duerme, y a veces Cristina es verdad que duerme, pero aun así lo nota, y lo sabe, y sabe que para su madre ella es muy importante y que la quiere mucho.
.- Silvia, ¿Tu tienes miedo? .Pregunta a su hermana.
.- ¿Miedo? ¿De qué?
.- No sé, de que nos pase algo malo.
.- Estate tranquila, estamos en casa, y mama no dejara que nos pase nada malo, responde Silvia.
Cristina mira por la ventana y ve en un claro la luna que la ilumina, y reflejada en el espacio justo que marca la luna ve su cara en el cristal y ve que sus ojos son dos lunitas que brillan de nuevo…

Cristina grita desde la cama…
.-Mama, que me voy a dormir ya
.-Bien, responde la voz de mama
.- Mama¡¡¡
.- ¿Qué quieres Cris?
.- Que te quiero...

lunes, 3 de noviembre de 2008

Milagros


Milagros está sentada en un banco de piedra. Se le está quedando el culo frío a través de la tela del vestido. Arrebuja el abrigo y se sienta encima. Mira el reloj en uno de esos paneles que también muestran el día y la temperatura. De eso no puedes fiarte porque cuando el sol le da de lleno en verano algún turista podría creerse que llega a hacer 52 grados. Y tal vez sea posible en otras latitudes, aquí sólo es posible si el calor se acumula en el aparato.
Un día de septiembre Milagros estaba en este mismo sitio, tal vez pensando lo mismo, también deseando de igual forma un cambio en sus días y al echar un vistazo a la temperatura comenzó a reír sin parar, se había creado un microclima justo aquí, delante de este parque arrasado de viento de otoño: el termómetro marcaba 13 grados, luego 41, después, -1 y más tarde 22. Milagros parecía ser la única en darse cuenta y por esa misma razón le costaba aún más dejar de reír.
Como si estuviese despierta en un mundo de muertos.
Se estremeció y se preguntó si tal vez el aparato funcionaba correctamente, que el mundo se vuelve loco de repente y todo falla, incluso el progreso, incluso la tecnología que nos devora para dejarnos más ocio. La gente coge el ocio y se dedica a pintar, a excavar en el jardín o a comprarse una escopeta de caza. Se dan cuenta de repente que el ocio también se hace rutina y entonces tiran las cajas de pintura contra una ventana y el cristal hiere a un anciano que pasa debajo; o excavan y encuentran huesos de ser humano, escondidos hace varios años y deciden callar, sin dar parte a la policía; o cogen la escopeta y se van de caza a la autopista. Los días de Milagros son todo ocio. Por eso cada día intenta dedicarlo a alguna parte de la ciudad, a algún elemento en el que nadie se fija ni tiene en cuenta.
Tuvo el día de las papeleras, el de las aceras, el de los edificios ruinosos, el de los portales, el de los árboles, el de las escaleras. Tuvo del día de las chimeneas y se pasó toda la mañana con el cuello estirado, comparando las de la zona de jardines con sus casas nuevas, con las de la zona vieja, con los techos combados por los años y las puertas con aldabas herrumbrosas. Cada chimenea clasificaba el tipo de humo que salía de allí: asados de sardinas repescadas en el mercado o madera de pino de primera calidad para calentar piececitos de princesa.
Milagros tiene buena memoria y no necesita escribir en ninguna parte los desconchones que ve en las paredes de algunos edificios ni darse cuenta de que la zona nueva siempre lo está, y limpia e iluminada. Que en la zona antigua y en los barrios obreros las aceras son estrechas, se levantan trozos de plaquetas del suelo, no hay contenedores de basura y las cabinas se espacian por kilómetros. También ve más coches de policía por el centro, donde por lo visto sólo la gente de dinero vota y además también paga para que estén. Se pregunta por qué en el periódico local nunca aparecen esas cosas, por qué ella parece ser la única en darse cuenta, en ver la miseria paulatina de unos lugares y el refinamiento superfluo de otros.
Milagros toca distraídamente una carpeta azul, de la tienda de todo a cien, que tiene sobre el banco y piensa en los artículos de denuncia que nadie lee nunca, que todos sienten siempre tan ajenos que parecen no vivir en esta ciudad moribunda que se nutre de cadáveres mentales. Vuelve a mirar el reloj. Son las 16:45. Los niños tardarán ya poco rato en salir del colegio.
Sigue mirando. Veintiséis de febrero. Mira una vez más. 14 grados. Temperatura suave. Oye una sirena en la calle de atrás y se gira un momento en el banco. Se pone de pie y arrastra el abrigo por el suelo. Deja la carpeta olvidada y se acerca a la parada del autobús. Mira hacia la acera de enfrente y ve pasar el autobús de siempre con la cara anhelante de siempre. Una cara que parece buscarla, buscar su compañía, su contacto de vieja conversadora.
Milagros gira en redondo y así, sin sentirlo, cae al suelo.
Oye el ruido de los coches, que no ralentizan. Pasan segundos y no siente voces a su alrededor. No siente el contacto humano porque nadie se ha parado a recogerla, como si fuese una flor marchita que tenía que caer, que tenía que dejar paso a otras flores.
Detrás de ella no viene nadie.
Porque ella no ha tenido hijos ni los tendrá, no se ha dejado esclavizar por el cariño condicional de los hijos, nunca ha querido verse en un asilo recordando dolores de parto por una criatura para la que la palabra madre sólo hace recordar malos momentos.
Milagros ve la sombra del panel y siente el sol tocando su cara. Intenta tocársela, a su vez, pero su mano sigue inerte, en un ángulo imposible, bajo su espalda. Milagros tiene los ojos abiertos y los oídos apagados. No ve más que la repetición de su día absurdo.
Del día de la protesta.
Había salido de casa con la cámara de vídeo, filmando las aceras estrechas, la basura por las calles, la aguja ausente del reloj de la iglesia, el paso de cebra borrado, los mendigos durmiendo bajo un camión abandonado, tapados parcialmente por cartones, el humo de la fábrica manchando el cielo de nieblas negras y ocres, la ambulancia parada en un semáforo mientras la gitanilla intentaba ponerse de pie, las jeringuillas al lado del quiosco del parque, el perro cojo cruzando la vía del tren, quedándose atrapado entre los hierros, los bajos del centro social desocupados, porque nadie viene a dar conferencias aquí, nadie viene a preocuparse por el futuro de nadie que no sea empresario o banquero, porque las mujeres de este barrio y los niños y los parados y los enfermos y los vagabundos no entran en las estadísticas, no se sienten incluidos en esta ciudad donde también se dan charlas para tranquilizar a la población minoritaria, esos que cambian de coche cada año, esos que asisten a las charlas con la frente alta y posan ante el periódico local, porque son generosos, porque se preocupan de su ciudad, porque escuchan a gente que no es de aquí intentando dar soluciones para una ciudad vacía de almas y llena de caretas.
Había regresado a casa para hacer copias de las realidades de esta ciudad donde las personas no existen al salir de la zona centro, de la calle del Paseo, de la Avenida del Caballo Blanco -que todos siguen llamando así, a pesar de todo-, de la Alameda, de la calle de José Rioja, donde han cambiado docenas de veces las farolas para colocarlas juntas en otra plaza, del centro, por supuesto, para que la mañana parezca empezar ahí, con tanta luz.
Había cogido las copias y las había metido en sobres, mandándolas a otras ciudades, a periódicos extranjeros, a la oposición al alcalde, al mismo alcalde, al defensor del pueblo. Había fotocopiado las cartas de denuncia, esas que ya se sabe de memoria de tanto protestar, de tanto desgañitarse para nada. Había llamado a una amiga, esa chica estupenda que se desahogó con ella en el hospital después de que le contara a Milagros cómo le diagnosticaban una cardiopatía hereditaria, esa misma amiga que suele colaborar con la Cruz Roja, y se habían puesto a pegar sellos como locas, mientras elucubraban las formas de hacer algo, de tirar piedras contra el Ayuntamiento, de incendiar coches de la policía municipal, de secuestrar a alguna ricachona para que las tuviesen en cuenta. Milagros y su amiga habían reído hasta el hartazgo imaginando las caras de las vecinas maledicientes que sólo se preocupan por los hijos de los demás mientras evitan mirar por la ventana, hacia el solar donde los suyos propios juegan entre plásticos no degradables, cristales y hierros empapados en tétanos.
Su amiga la había abrazado en el portal, le había recogido la cartera que había caído al suelo. Y ahora Milagros sufre porque no es capaz de recordar la cara ni el nombre de esta amiga.
Milagros sabe que se está muriendo.
Se acuerda de que no ha puesto remite alguno en las cintas de vídeo ni en las cartas. Sabe ahora que ha sido una estupidez. Milagros no siente las manos que la recogen, no oye el grito de espanto de una mujer que limpia la sangre que a Milagros le corre por las mejillas, que le sale de dentro de los oídos como un pequeño desbordamiento, ni ve la masa de gente, madres, padres y niños que han salido del colegio y ahora hacen corro a su alrededor. Milagros no ve la ciudad paralizada por unos minutos, no siente la camilla ni las manos de los chicos de la Cruz Roja que intentan reanimarla, no oye la voz de uno de los enfermeros que la llama por su nombre.
No recuerda haber sido profesora de natación de este chaval, pero él le cuenta una anécdota que ella tendría que recordar, porque sí, llevaba ese bañador para enseñar a los más pequeños, porque sí, ella fue la única monitora que no los tiraba de cabeza a la piscina de los mayores, fue la única que nadó con ellos, haciendo el perro, escupiendo entre risas, mientras los aupaba para que pudiesen ver cómo es el crawl, cómo la braza, cómo la mariposa.
Milagros no oye, lee en los labios que se mueven la historia no contada
Milagros no está.
En este momento se ve arrodillada en el parque, recogiendo la carpeta, anotando su nombre en los sobres, dejando una nota en correos, para que sean todas enviadas urgentes, que la chica de admisión polivalente ya la conoce y siempre anota sus gastos y Milagros viene el viernes y los paga todos, incluida una propina para la chica, que nunca la acepta.
Milagros está viviendo mientras su cuerpo languidece en la camilla, mientras las descargas se suceden y el enfermero pide más calma, pide cuidado, porque ya le han roto el esternón, pero si eso puede salvarle la vida, seguirán, seguirán aunque le rompan las costillas, porque tiene que vivir, porque esta mujer ha renunciado a su propia vida para poder denunciar las carencias en la ajena.
Porque Milagros se está entregando y nadie está ahí para verla, excepto tú que eres testigo de una muerte absurda como tantas, una muerte que deja un trozo de vida sin completar, que deja unos momentos sin saber que se decidió cambiar un poco la zona antigua y los barrios obreros, que se han hecho manifestaciones y todos gritaban su nombre, Milagros, como una invocación.
Pero ella no lo sabe.
Milagros está yéndose sintiendo que no ha servido de nada, que su último aliento ha sido en vano.

martes, 28 de octubre de 2008

Socorro


Oye la voz por el patio de luces y saca la cabeza, todavía con un par de calcetines a punto de colgar. La vecina le chilla que está a punto de comenzar la telenovela. Socorro es muy suya para eso. No le gustan las películas donde todo parece acabar siempre bien. Los malos se arrepienten y los pobres buenos acaban siendo ricos. Y los enfados, ¿qué? Nadie se enfada. Se descubren los embarazos después, mucho después y las protagonistas, por muy hermosas y ricas que sean también sienten el peso de los días en los riñones, cuando dicen algunas que baja la regla y a Socorro lo que le parece es que la regla sube, que sube de los mismos infiernos.
Castigo de Dios.
Sólo su marido sonríe cuando ella le cuenta los cabreos que le suben de los ovarios, se sienta frente a ella y echa unas carcajadas que a Socorro la alivian, porque se sabe comprendida, o cuando menos, acompañada. Él se acerca a ella, se sienta a su lado, le coge una mano y la obliga a sentarse en su regazo. Ella acerca su cabezota a su pecho y le pasa una mano por detrás de la cabeza. Le hace dibujitos en la nuca, ahí donde el pelo empieza a clarear como en las antiguas tonsuras de los religiosos, y él tiene que adivinarlos. Mientras, Socorro le susurra lo mucho que le echa de menos, cada día, metida entre las cotidianeidades, y él le dice que salga, que se airee, que se ponga a trabajar. Pero Socorro le recuerda las pastillas, le recuerda que el corazón le funciona a ratos, a ratos y a saltos, que no podría, que nadie querría tenerla así, a punto de resquebrajarse como una marioneta de papel. Él le dice que no, que es fuerte, como una pequeña hormiga que escala los bancos del parque y a la que nadie da mérito. Pero que él la observa, cada día, cada instante, porque la siente su compañera sentimental. Que no son sólo marido y mujer, que hablan en la oscuridad del cuarto cada mañana, cuando él llega de trabajar, que lo suyo es esclavitud, es andar de noche y llegar a casa oliendo a muerto, a peces muertos, a papel muerto, a deshechos muertos que Socorro intenta quitar a base de suavizantes que no lo tapan del todo.
Por eso, en una pequeña habitación que no utilizaban para nada, han hecho la habitación del cambio, donde él deja fuera los olores, la putrefacción y el desperdicio, desde donde camina desnudo, con las nalgas perfectas al aire y camina como deben caminar los seres humanos, orgullosos de un cuerpo que funciona, que responde, que sufre y se sobrepone también. Camina y ella se siente enamorada de sus curvas, de la costilla un poco saliente, de la cicatriz de la operación de apendicitis, del vello negro salpicado con alguna cana que ella abraza en las noches de invierno, su osito particular. Él deja el olor fuera, como deja su vida de basurero, como comienza una nueva vida ante ella y le cuenta a veces las barbaridades que la gente tira y que él siempre se niega a coger, porque podrían ser de muertos, dice.
Y Socorro sonríe y le besa la frente y le dice que los que hacen daño son los vivos, no los muertos.
Él la mira un instante y le pregunta si le gusta la nueva colonia. Se acuestan juntos un rato y mientras ella espera oírle durmiendo, descansando, piensa en la fuerza que le saca la noche, que lo vampiriza y lo vuelve con ojeras, como un perro cansado de recorrer caminos. Él dice que está bien pagado y ella no lo niega, pero ella querría dormir todas las noches con él y no hacerlo cada tres meses, cuando cambian los turnos y puede llegar a casa a eso de la una de la madrugada. En las zonas ajardinadas de los ricos, no se hace ruido con el camión de la basura porque los grandes señores deben descansar, como si no tuviesen las ventanas aislantes, para no oír lo que no quieren y para que los de a pie no oigan que también en sus casas se pelea y tal vez más que en otras, porque el motivo no es el dinero sino la desidia, el aburrimiento, el hastío de tenerlo todo y no desear nada.
Socorro sigue tendiendo la ropa con la puerta cerrada para que él pueda dormir y espera, espera junto a la ventana, mirando el camión de butanero, y le hace un gesto con la mano, que no pite, que no haga ruido por Dios, pero él no la ve, como cada día y él, al levantarse, le dirá que no haga eso, que no es necesario, que el duerme aunque caiga un obús. Pero ella sabe que los sueños son mejores, mas tranquilizadores cuando no hay sonidos agudos, cuando el sonido más fuerte es el latir del corazón de un pájaro, apoyado en la mesilla de noche. Socorro le había pedido que instalasen ventanas dobles y él lo hizo por ella, creyó que el ruido la molestaba y ella pensaba en él, en su cariño que a veces, de madrugada, le deja notas de amor encima del hule, le regala flores nuevas, recién cortadas en los invernaderos que compra de camino del trabajo, flores olorosas que a veces cuando llegan a casa, ya llevan impregnado el olor del trabajo, huelen a suciedad y a descomposición.
Pero al llegar a casa, mezcladas con el aroma a hogar, se quedan prendidas de calidez, de la calidez de las moquetas recién aspiradas, los muebles brillando y oliendo a cera, las ventanas relucientes como un sol, la ropa planchada desprendiendo lavanda y pino. Él llega y se sumerge en la bañera de hidromasaje que ella también le pidió para sí y que pensaba que sólo él se merecía. Piensa en ella, piensa en la soledad de las noches y el silencio de los días, de las ocho horas que duerme, de las ocho horas que trabaja él. Piensa en la monotonía de sus días de ama de casa que no disfruta de los gritos de los niños porque él se ha quedado muerto por dentro, se le han podrido los espermatozoides, sin razón se le negado el poder sentir un bebe suyo entre los brazos y los olores de la piel de un niño, los sonidos de un llanto o el balbucear de las primeras palabras pronunciadas, ver crecer a una personita, a su personita y sentirse completo, lleno, realizado.
Ella no protestó, no lloró ni se lamentó. Se abrazó a él y le llamó "Mi niño". Él se dejó abrazar y pensó que tal vez era lo mejor. Que las vacaciones eran estupendas, que el cuerpo de ella se amoldaba al suyo y que cocinaban juntos desde el mediodía. Socorro había llorado sola, metida en la bañera, con las sales de baño desparramadas en el agua, en suspensión, rozando su cuerpo abierto en canal por los años de esperar, de ansiar, de no obtener. Socorro había callado las lágrimas porque él había callado las suyas, no había duda.
Dos silencios que gritan todo y que a la vez se ocultan para no dañar a la persona que quieres con la sensación de vacío que se ha quedado pegada a cada poro de la piel.
Aún ahora, de vez en cuando, se queda parada en blanco, en el mercado, mirando el carrito de un niño y su madre empujándolo como si empujase una piedra de penitencia. Socorro siente deseos de arrebatarle al niño y salir huyendo del mercado, llevándole hacia un futuro en una casa donde el olor muere en una habitación y el amor nace en todas las demás, cada madrugada.
Hoy hay turno de suerte, como Socorro lo llama y él vendrá a la una, cuando todavía están retransmitiendo partidos y la vida aún no ha cesado del todo en la ciudad. Dormirán juntos en una cama que huele a muguete y a sándalo, dormirán rodeados de cientos de velas olorosas que él irá apagando con un soplo, diciendo, a cada una de ellas "Estoy pidiendo un deseo." Socorro cena sola, mirando la pantalla, en las previsiones del tiempo, y se acerca al tendedero a recoger la ropa. Mira hacia arriba y ve una luna creciente preciosa, justo encima del patio de luces, mirándola, observándola y Socorro sabe que sólo se le piden deseos a las estrellas fugaces pero que esta luna no es más que una estrella muy fugaz, aunque bien recuerda las clases del colegio cuando le decían que no, no era una estrella porque no tenia luz propia, quizás como ella, sino que reflejaba la luz de la estrella que es el sol, pero esta particular estrella es suya, aunque lo niegue la ciencia, sabe que esta ahí, mirándola, y que desaparecerá tal vez dentro de tres semanas, qué más da el día.
Socorro tiende las sábanas. Abre la ventana al aire frío y deja que se airee la habitación a estas horas de la noche. Cree en el beneficio de los duendes de las ciudades, que tienen menos trabajo al haber menos personas que crean en ellos. Pero Socorro es una de ellas. Plancha el pijama favorito de él. Plancha el salto de cama con el que se siente Sharon Stone. Se lava el pelo y se lo seca despacito, metiendo los dedos para ahuecarlo y hacer volumen, como una estrella del cine. Duchada y oliendo a albahaca, Socorro cierra las ventanas, deja que su propio olor se asiente en las maderas de la cama. Faltan veinte minutos.
Enciende la cadena y pone un disco, que gira y gira y deja cantar a Sinatra, que sí es mucho más viejo que ellos dos, pero que siempre trae recuerdos de tiempos donde todo el mundo era bueno, donde todos sabían hacer favores con el corazón y no con la cartera. Oye el ruido del ascensor subiendo. Oye las llaves en la puerta. Oye su voz y responde con un susurro. No quiere moverse. Le oye caminar desnudo y meterse en el cuarto de baño.
Oye su silbido y se estremece al oír a Sinatra. "Strangers in the night". Sí, ella se siente un poco forastera, un poco distinta a la que era antes, desaliñada en el corazón, vacía de compañía sin él, su amor. Acaba pronto y entra, desnudo, impresionándola con su naturalidad, como siempre, desde hace más de diez años. Se acerca a ella y la besa en el cuello. Hunde sus manos en su pelo y le susurra su nombre hasta que ella piensa que está en peligro. Ríen ambos, de tantas veces que lo han hecho y siguen riendo juntos.
Socorro le ayuda a vestirse para desnudarle después, para sentir su cuerpo buscando el suyo, con calma, despacito, despacito, como si tuviesen todo el tiempo del mundo, y no hablan de cosas mundanas, sólo sienten el uno en el aliento de la otra la presencia de lo divino, la sorpresa de la felicidad mutua. Se acarician el pelo y se pierden en los aromas de la habitación, se pierden en sí mismos y Socorro siente, de repente, en pleno éxtasis, un olor a infancia, siente en su pituitaria una loción para bebés y se le escapan las lágrimas. Él la abraza y se pregunta qué acaba de sentir, qué escalofrío le ha dejado paralizado, poseído por una visión. Se acercan más y más y lloran juntos, preguntándose por qué, por qué si son tan felices. De madrugada Socorro se levanta y va al baño, pasa por la habitación del cambio y no nota ningún olor. Se pregunta si él ha ido hoy a trabajar. Se acuesta y duerme.
Amanece días más tarde. Febrero grita en la ventana. Socorro está despierta y le siente descansando a su lado, en la cama. Oye la voz de la vecina y corre al balcón. Una mujer se cayó esta tarde en el centro y ha muerto fulminada por un rayo interno. Socorro se acerca al baño y vomita. Saca el Predictor y sonríe, sonríe y sonríe ante el positivo. Recuerda la cara de ilusión de la farmacéutica, y no puede esperar. Salta encima de la cama, aplasta a su marido y le susurra al oído: "Nunca más olores de fuera. Tendremos nuestro propio olor de hogar. Lo tendremos porque nos lo traerá él. O ella". Su marido sonríe y Socorro piensa que la mujer de hoy ha muerto para que alguien se disponga a vivir en ella.

viernes, 17 de octubre de 2008

Ángela


La puerta de la tienda estaba abierta. Por eso Tromba se ha escapado. Ángela intenta no llorar. Intenta que nadie se dé cuenta, que su madre no salga gritando de la trastienda y se la lleve para dejarla abandonada en medio de la autopista como otros hacen con sus perros. Su madre le había dicho que cerrase la puerta, que iba a la trastienda a buscar una de las prendas que después Ángela tendría que llevar a casa de cualquiera de las clientas de su madre. Ángela lo había hecho, pero una estúpida mujer, con un abrigo que seguramente habría costado la vida de docenas de animalillos, había dejado la puerta abierta y Tromba había aprovechado. Ya de pequeña solía colarse por las puertas, dejando a Ángela cansada de tanto rastrear, como si fuese un bebé, intentando meterse en su cabeza de cocker spaniel, intentando averiguar qué sitio sería el más acogedor para una cachorra con carácter como Tromba. Ahora Ángela se pregunta qué hacer.
Va corriendo a casa, tropieza sin querer con una mujer que lleva a otra en una silla de ruedas, se para a pedir perdón y cruza el semáforo justo para escuchar un frenazo rozándole las rodillas. Intenta sonreír al taxista que grita barbaridades y sigue corriendo. Se da cuenta de que el corazón le va a salir por la boca. Se sienta en un banco helado y se mira los brazos, erizados del frío, en manga corta, porque en la tienda de su madre nunca hace frío, al contrario, siempre hace el clima ideal, como su madre dice a sus clientas, que sonríen desde las fundas dentales que les han colocado hace unos días apenas.
Ángela llora ahora. ¿Dónde estarás, Tromba? Quisiera gritar, ponerse a mirar debajo de los bancos, preguntar a la gente. Demasiado trabajo. Sigue corriendo hasta su casa. Sube en el ascensor, tamborileando en la puerta, hasta que se abre. Saca las llaves y corre por el pasillo. Se tumba en su cama y escucha el fax que resuena a través de la pared, del otro lado, del piso de la abogada más famosa de la ciudad. Tal vez ella tenga a algún detective en su nómina y pueda buscar a Tromba. Pero será demasiado tarde. Ángela tiene que encontrarla hoy mismo. Antes de la noche, antes de que se desconcierte con las luces y acabe tirándose bajo los faros de un coche. Ángela se limpia las lágrimas con el dorso de la mano. Se acerca al ordenador y lo enciende. Hace un cartel y escanea la foto de Tromba. Espera a que se imprima, en blanco y negro Tromba es preciosa, todavía más preciosa de lo que le dicen todas sus amigas. ¡Qué perra más lista y qué tonta se pone a veces! Tanto desear la libertad, que es mala amiga de Ángela que siempre le quita el collar a pesar de las prohibiciones de su madre. ¡Qué perra estúpida!, grita Ángela y siente el calor de las lágrimas.
Oye las copias saliendo por la impresora. Se pone un jersey de lana y un abrigo. Busca la bufanda que Tromba siempre le agarra con los dientes y la hace girar, como una peonza. Tiene los guantes en los bolsillos, uno con agujeros de los dientes de la perra, que tira y tira, juega a quitárselos en dos segundos. Ángela se pregunta qué hará si Tromba no aparece. No quiere ni imaginarlo.
Tromba es la hermana que Ángela nunca tendrá. Duerme en su habitación, a los pies de su cama, cree su madre, pero encima, muy pegada a su espalda, cuando la madre cierra la puerta y Tromba sabe que no hay peligro. Tromba se acerca por las mañana y coloca el hocico en los dedos calentitos de Ángela. A veces, cuando el sueño es pesado y duele entre las pestañas, a Ángela no le gustan los despertares que le da Tromba. Otras veces, cuando recuerda vacaciones que no volverán, comidas familiares en restaurantes de camareros con pajarita de terciopelo, veladas jugando al Risk con papá, Ángela se abraza al cuello de Tromba, que tiene las patazas apoyadas en el edredón de plumas. Ángela se abraza a la perra y llora bajito, llora con lágrimas que se quedan flotando dentro, como en una burbuja sin gravedad, para que su madre, que aunque debe entenderlo, no quiere ni siquiera aceptarlo, no pueda recriminarle echarle de menos.
Ángela no sabe qué lejos está ese país. Pero sabe que papá nunca estará lejos para ella, que sigue viviendo en los ojos de Tromba, en su regalo de cumpleaños cuando Ángela era todavía una mocosa. Ahora no es mucho mayor pero ya no se le permite llorar cuando está triste, como si fuese derrumbar el muro que su madre le enseña a construir. La madurez, dice la madre. La estupidez, piensa Ángela y mira hacia Tromba, que emite un mini estornudo que la hace reír aún más, de sentirse acompañada en el sentimiento.
Ángela siente que ella y Tromba son dos imágenes reflejadas en el mismo estanque.
Recoge las hojas y sale. Vuelve a entrar en casa a buscar el celo que está en la biblioteca. Corre por las escaleras, tropieza y cae. Los folios están en el suelo, algunos doblados, formando orejas. Ángela se frota la pantorrilla y el codo. Siente la piel despellejada por dentro del jersey y del abrigo. No hay tiempo de ponerse una tirita. Sin Tromba se le está despellejando el corazón.
En las calles principales, en las tiendas principales, todas las dependientas conocen a su madre y Ángela aprovecha para colocar los carteles. Antes de colocarlos, escribe con letras mayúsculas HAY RECOMPENSA. Tromba no es una forajida pero casi, quizás sea mejor decir que es una huida. Ángela no puede evitar sonreír al recordar los geranios devorados o el informe echo una bola de babas a los pies de la perra. No puede olvidar la mirada de orgullo del animal, como si dijese, detrás de los ojillos cristalinos "Lo he hecho yo sola. Me merezco un premio". Ángela la cogía y la escondía en cualquier armario hasta que los gritos de su madre se alejaban por el pasillo. Entonces sacaba a la perra y esta le lamía la cara, gracias, gracias por protegerme, parecía decirle, loca de alegría de abandonar la oscuridad y estar de nuevo con la niña.
Ángela la saca todos los días, después de ayudar a su madre en la tienda a la vuelta del colegio, ella y Tromba salen al parque o a dar una vuelta, haga sol o llueva, nieve o calor. Por la tarde hace los deberes en la trastienda con el rabo de Tromba rozando su pantalón vaquero y a veces le pregunta a la perra si sabe algo de trigonometría , o qué opina de la revolución industrial, o si entiende como funciona eso de los ácidos y las bases. Tromba ladra, da su opinión, pega un salto y se encarama a la mesa, mirando con interés los garabatos de su pequeña dueña. Ángela le acaricia la cabeza, Tromba le muerde la manga del jersey para que se agache y asi llegar a lamerle la cara y comienza la fiesta. Dos horas, o más, le llevan los deberes a Ángela, cada tarde, por culpa de la dichosa perra. ¿Dónde estarás, Tromba?
Ángela decide entrar en el aparcamiento, a preguntarle al vigilante de la tarde, que fue muy amigo de papá. El hombre se acuerda de la perra, pero no la ha visto por aquí. De todos modos, avisará en casa de Ángela en caso de verla. No debe preocuparse, dice. Pero Ángela lo está, y mucho. Tromba parece una perra adulta y cabal pero en realidad no se diferencia mucho de Ángela; dice su tía que ambas son mucho ruido y pocas nueces, como esa película en verso que tanto le había gustado a Ángela y con la que Tromba había estado quieta, como si la entendiese. El vídeo club. Ángela sabe que va mucha gente, a pesar de la dependienta, que parece más cosa que persona, de lo callada e inexpresiva que es. Ni mirándola a los ojos puede uno saber si está triste o simplemente cansada. Ángela sale de allí con el corazón encogido, como si haber estado dentro le hubiese hecho perder esperanzas de encontrar a Tromba antes de que anochezca.
Tromba. Así entró en su vida un huracán de ladridos constantes, que se colaban en la cabeza de Ángela cuando intentaba dormir. Hasta que a papá se le ocurrió que, si Ángela no era alérgica a la cachorrita, podrían dormir en la misma habitación. La madre se había negado. Al final, lo consiguieron, Tromba, papá y Ángela. La madre había mirado de reojo a la perrita, que dormía con el hocico entreabierto, expectante ante cualquier vibración, por muy lejana que estuviese. Como poseída, se levantaba del capacete y corría por la casa, persiguiendo fantasmas sólo avistados por ella, haciendo ruiditos con sus uñas en el parqué que la madre pagaba para ser abrillantado con eficacia. Tromba. ¿Dónde rayos estás?
No le gusta estar sola demasiado tiempo, se pone nerviosa y comienza a ladrar a diestro y siniestro, poseída por el deseo de ser tenida en cuenta, como un bebé que aún no sabe hablar. Claro que no sabe hablar, pero Tromba sí sabe escuchar. Cuando suena el teléfono, Tromba corre hasta la habitación de Ángela y le coge los bajos de los vaqueros con los dientes, la acerca al auricular y se sienta a sus pies. Si es alguna compañera de la niña, Tromba se va. Pero si llama él, el chico tan guapo que se sienta delante de Ángela, la perra se queda. La mira, inclina un poco la cabeza, como si dijese "Escucho para aprender como hay que tratarlos".
Tromba. Son las nueve de la noche. Hace dos horas que ha salido de la tienda de su madre. Vuelve corriendo, con un par de folios todavía bajo el brazo. Siente que se le humedecen los ojos. Y ahora la madre le gritará, la llamará irresponsable, que lo es. Pero Ángela no es aún lo suficientemente adulta para reconocer que puede equivocarse y se lamentará siempre, siempre se sentirá responsable por esta tarde de erratas y carreras a ninguna parte. Antes de llegar a la tienda de su madre, se para a comprar gusanitos en la librería de la mujer que nunca deja de sonreír, una señora muy amable con la que su madre nunca se para demasiado, como si la hiciese sentir mal. Compra gusanitos porque a Tromba le encantan y deja otro de los carteles.
En el interior de la tienda hay un hombre y su madre sentada en un sillón de los de las clientas. Tiene la cabeza entre las manos y parece llorar. Ángela se acerca y, a los pies de la mujer, está la perra. ¡Tromba! La madre grita y le pregunta dónde ha estado. Tiene los ojos rojos, grandes como lunas llenas. La abraza y Ángela se queda muda, preguntándose cuándo ha sido la última vez de un abrazo así.
La perra salta alrededor de las dos mujeres. Ángela cuenta que se ha pasado la tarde buscando a la perra. La madre cuenta que toda la tarde han estado buscándola a ella, a Ángela. Que la perra se quedó dormida detrás del mostrador y alborotó tanto a la madre que esta acabó preocupándose, preguntándose dónde estaría su niña. Su niña. Ángela es su niña. Ángela sonríe. Abraza a la perra que apoya sus patazas en los vaqueros de la niña y abraza a su madre que llora. Ángela llora también y abraza a las dos mujeres de su vida. Sólo Tromba es consciente de la alegría de estas lágrimas que ella no puede derramar.

martes, 14 de octubre de 2008

Mónica


Cierra la nevera de un portazo y, por la inercia del golpe, la nevera se cierra y vuelve a abrirse, quedándose un rato observando la rendija a través de la goma de cierre. Mónica vuelve a levantarse de la silla y vuelve a cerrar la puerta, esta vez con suavidad inusitada. Mira el plato vacío. Vuelve a levantarse, una vez más y se acerca al teléfono. Marca y espera. Habla un instante. Cuelga. Coge el monedero encima de la nevera y cuenta. Faltan doscientas pesetas. En el salón da la vuelta al jarrón vacío que está en el suelo, al lado de la ventana. Trescientas pesetas. Las coge. Cien de propina. Mira la habitación. Llena de polvo encima de los muebles, de los pocos muebles que se ha atrevido a comprar.
La televisión está apagada, incluso desconectada. Mónica no soporta ver ni oír calamidades, lleva siete meses sin enterarse de nada, ni siquiera del tiempo y viviendo en este piso interior muchas veces sale a la calle como si acabase de llegar de un país de clima muy distinto al de esta ciudad. A veces sobra la ropa. A veces falta. Cuando falta, sube las escaleras corriendo y al llegar arriba ya tiene calor y no coge el abrigo que le hace falta. Vuelve a bajar, sudorosa y el frío se le mete entre los huesos mientras ella tirita y hace caso omiso del tiempo. Es psicológico, se dice a sí misma, a veces incluso en voz alta. Han pasado cinco minutos. Mónica ha recogido las cajas que estaban en el salón, apiladas como libros de consulta. Como los libros de los estantes de la biblioteca en la que es voluntaria. Algunos de sus amigos dicen que sería mejor ayudar a la gente, o a los animales, ser voluntaria en un hospital o irse a las misiones. Mónica está harta de la gente que vive para los demás. Ella simplemente vive para los libros. ¿Qué más puede pedir?
Lo que todos buscamos, en la oscuridad de un cuarto, entre las líneas de una carta arrugada, en las inflexiones de la voz de un contestador no es más que el reposo. El reposo del alma. Sentirse merecedores de un premio invisible que sólo hace acto de presencia en soledad, cuando nada nos ha desvirtuado aún. Todo comienza de la forma más casual. Como ocurren todas las calamidades y los amores imposibles.
Regresaba de la playa y se encontró con un accidente en la carretera. Sangre en las toallas y en la nevera de playa. Mónica se había bajado de la bicicleta y se había acercado, por curiosidad malsana, como los mirones de los suicidas, invadiendo un momento que tenía que ser de intimidad, disfrutar los últimos momentos de una vida que pocos tendrán en cuenta, si no tal vez al volver a pasar por esta carretera y desearán olvidar el olor a gasolina esparcida, los hierros retorcidos, las luces naranja de las ambulancias. En una venía él. Había bajado corriendo, dispuesto a salvar a alguien. Mónica le había visto desde lejos. Y se preguntaba cómo sólo ella era la única que se fijaba en él, en el aura que desprendía alrededor. Le había visto acercarse a los heridos, dos mujeres y un hombre. Había visto sus ojos llorosos por el humo del motor y había recordado su mano ensangrentada, limpiándosela en la rodilla del pantalón de enfermero. Había visto cerrarse las puertas de la ambulancia detrás de su figura, detrás de dos de los accidentados. Había vuelto a montar en la bicicleta y le había seguido hasta donde le habían permitido sus piernas. En el hospital, al que llegó cuarenta minutos después de la ambulancia, lo buscó con hambrienta necesidad. Se había ido ya. Mónica intentó averiguar el número de habitación de los heridos pero se enteró de que una de las mujeres estaba muerta y los otros dos aún estaban en observación. Recordaba en aquel momento haber agradecido el accidente, recordaba haberse estremecido por la maldad de ese pensamiento. En el amor y en la guerra, todo vale. Recordaba haber vuelto a casa desolada por dentro y agotada por fuera, buscando con la mirada la luz naranja de una ambulancia. Aquella en la que iba él.
Meses más tarde, en una exposición le vio aparecer, solo, le vio mirar concentrado las fotografías que hablaban de minas anti-personas, de puentes derrumbados, de chabolas llenas de cólera y desnutrición. No recordaba apenas las fotografías, sólo su perfil y su ceño fruncido, sus manos en los bolsillos, apretando los nudillos, la línea de la mandíbula tensándose ante el horror de las instantáneas. Se había ido pronto, sin mirarla una sola vez. Había depositado un cheque en la urna de la puerta, había sonreído a una de las chicas de la entrada y Mónica le había seguido hasta perderle dentro de un taxi. Siguió en la biblioteca, buscando, subrayando en los libros las frases que le recordaban a él, que la hacían soñar por las noches y vivir cada día. Había comprado los muebles que creía que le podrían gustar.
Ahora no se preocupa de poder encontrarle de nuevo en la ciudad, después de la exposición sabe que donde haya algún acto benéfico seguramente él estará allí, solo y con la mirada enfurecida por tanta injusticia. Mónica se pregunta si vale la pena pasarse las tardes yendo a sitios donde los demás hablan de otros a los que no conocen y a los que compadecen. Mónica nunca ha sido capaz de asimilar la situación de los que están peor que ella. Es cuestión de suerte nacer en Suecia o en Uganda. Simple suerte y contra la suerte no se puede hacer nada. Ni siquiera se molesta en mirar a la chica de los pañuelos de la esquina. Si está en esa situación, seguramente es porque no hay nada que hacer, nada que cambiar. Una vez vio a una persona intentando ayudar a una ciega que vive cerca del parque y vio a la ciega negarse a dejarse ayudar, amparándose en la presencia de un perrazo enorme. Mónica piensa que cuando no se dejan ayudar de poco sirve tender la mano. Ella se abstiene de hacerlo. Nadie la ha ayudado. Se ha sentido sola y es consciente de que muchos otros también, pero su situación no le afecta. El mundo es egoísmo y Mónica reconoce que la mejor forma de aclimatarse es crecer uno por sí mismo, regándose como si fuese una planta, sin prestar demasiada atención a la sombra de los que crecen alrededor.
Mónica entra en su habitación y reordena los libros en las estanterías. Dicen de ella que conoce a todos los autores, de ahora y de siempre. Mónica sonríe y se alegra interiormente. Los libros le dan libertad y ahora le dan respeto. La gente admira a todos los que son capaces de utilizar palabras diferentes para decir lo mismo. Algunos a eso lo llaman carisma. Ella simplemente sabe que ha nacido bendita por ese don. Desde pequeña sólo pide libros, en Navidades, en su cumpleaños. Y esos días no está, sino abstraída en la trama, en un mundo paralelo donde nada es frío ni sórdido, donde el final es y lo demás, lo que venga después, no importa. Mónica pasa los dedos por el canto de los libros y se pregunta cómo puede haber gente que no los ama, que no los reverencia y prefiere dormir abrazada a sus páginas que a cuerpos ingratos y llenos de fluidos sucios y pegajosos. El cuerpo no es más que un amasijo de impurezas que brotan en las páginas de los libros como libélulas e hipocampos, que revolotean a su alrededor, a veces en las líneas de su diario, prendidas en el nombre imaginario que ella da a su rostro, al rostro del amor que no conoce y que espera sentir. El amor exclusivo, la entrega completa y definitiva, el gozne que cierra todas sus puertas y la hace sentir vulnerable y sensible. Sólo ante él.
Mónica mira su nombre estampado al final de cada libro y sabe que le pertenecen, como el recuerdo de él le pertenece, en los dos momentos de su vida en que se han cruzado. Mónica le ha visto varias veces ya, en una película que ha visto más de diez veces. El actor tiene la misma expresión, la misma incertidumbre de ser perfecto y Mónica se asoma a la pantalla y besa sus labios fríos y llenos de electricidad estática. La dependienta del vídeo club jamás le ha preguntado por qué alquila tantas veces la misma película. La dependienta está a su vez prendida en la pantalla de una televisión minúscula y no presta atención a las caras de los clientes ni observa que en el número de Mónica siempre, desde hace meses, ha cogido una misma película. Ni siquiera se ha dignado a conseguirle una copia y vendérsela. Mónica sabe que tenerla a mano sólo haría que la desgastase en una semana. Poniéndola una y otra vez para encontrarse, ahora sí, con la mirada de él directa a los ojos de Mónica.
Suena el timbre. Mónica abre la puerta. Se lleva una mano a la boca y con la otra se agarra al quicio. Es él. Mónica contempla su gorra que aplasta sus cabellos adorables, su mirada directa, sus uñas limpias y redondeadas, sus zapatillas deportivas gastadas, su pizza en una caja de cartón, humeante a pesar de la distancia y del frío que hace fuera. Mónica le invita a pasar pero él, sin sonreír, incluso con una mueca de incredulidad en los labios carnosos, le dice que es un repartidor, que no está de visita, que son diecisiete euros y que no se preocupe si no tiene cambio. Mónica saca el dinero del bolsillo de sus vaqueros e intenta tardar lo más posible para poder, con cada moneda, tocar la palma de la mano del chico. Su amor. Él se mueve, impaciente, sobre el felpudo de Garfield de la entrada y no dice palabra. Mira por encima de su hombro y busca con la mirada a su compañero que, casualmente, está entregando otra en el mismo rellano. Mónica le sonríe. Él le entrega la pizza, mirando la caja de cartón. Mónica susurra Hasta luego. Gracias. Él dice Adiós. No la mira. Se acerca a su compañero y Mónica le oye por la escalera: "Me estaban dando escalofríos. Como odio este trabajo. Te puedes encontrar con cada una..." Mónica oye, en su cabeza, entre sus libros "Me están dando escalofríos de amor. Como odio este trabajo por no poder abrazarla en el quicio de su piso. Te puedes encontrar con el amor al ir a repartir una pizza". Mónica cierra la puerta. Espera unos quince minutos. Coge un billete de veinte euros. Se acerca al teléfono y marca. Habla y cuelga. Dentro de un rato volverá a estar con ella y esta vez no tendrá que fingir. No con ella.

jueves, 2 de octubre de 2008

Rebeca




Rebeca sabe que es una lunática. Reconoce que no puede dormir si siente por alguna rendija de la persiana la luz de la luna. Como no duerme, camina por la casa y abre todas las ventanas hasta que las paredes parecen azules en vez de blancas. La claridad de la luna la invade por dentro y se siente capaz de las mayores proezas, de gritar al viento frases que nadie ha dicho jamás, de soltar lágrimas de sangre que no se secan por mucho que uno las espante. Rebeca, con la suerte de vivir en las afueras de la ciudad, sale de casa, desnuda, en las noches de luna llena de primavera y camina al encuentro de la luz.
Luna. Tan lejana, es la que más hunde sus pies en la tierra de la realidad.
Un pie deja huella en la hierba y el siguiente lo sigue, acatando, siendo ahora el líder y dando paso, a su vez. Rebeca camina erguida, como una estatua, buscando con la mirada los ojos, la nariz y la boca de la luna. Cuando los encuentra, quieta, otea hasta verla sonreír, hasta sentir un calor por dentro como el de los gatos, arrebujada en la propia luz de la luna. Rebeca se hechiza en las sombras de los árboles, alza la vista y adora y vuelve a su habitación, a dormir en una casa llena de corrientes de rayos de luna.
Por la mañana, aún en febrero, en la niebla que abraza con violencia la ciudad, Rebeca busca algún rastro de la luna de ayer , que esta noche estará llena del todo, y se detiene en las aceras, mirando al cielo, buscando su norte particular. Ata su cabellera roja en una coleta baja y corre escaleras arriba hacia la biblioteca. Entra, sonríe a la dependienta, que ya la conoce por su nombre, de tanto desgastar las sillas con su cuerpo ávido de curiosidades. Saca de la mochila una libreta roja, con las hojas mermadas, arrancadas en la investigación. Nadie ronda ya los casilleros, y Rebeca ve la sombra que proyectan los cuerpos haciendo cola frente al ordenador central. Rebeca nunca busca los libros en el fichero del ordenador, porque como los humanos solemos equivocarnos más que acertar, y el ordenador, en su enorme estupidez, no reconoce el nombre, no reconoce que el acento lo hemos colocado francés y el resultado de la búsqueda es nulo, no existe ese autor, no existe con la dislexia que hemos impreso a su nombre.
Rebeca sabe que sí existe García Márquez, incluso sin acentos, que no deja de tocarle las entrañas a cada línea, y que eso no lo especifica ni el ordenador de la NASA. En los casilleros, hace listas, al azar, de temas que siempre le han interesado. Comienza anárquicamente, rebuscando tal vez en la J para volver a la D y seguir hacia la V mientras da marcha atrás en busca de la M. No importa. Tiene todo el tiempo de la mañana. Todo el tiempo del mundo. Nunca sacará su tesis ficticia. Ficticia porque no ha presentado siquiera la solicitud de petición en los cursos de doctorado. Rebeca estuvo esperando delante de la puerta del decano hasta que salió el chico que había entrado antes que ella. Y, en ese mismo momento, supo que nunca sería capaz.
Que se encontraba desbordada de tanto deseo de aprender que centrarse en algo sería hacer ofensa de olvido a lo demás.
La noche de ayer le ha traído la luna y hoy quiere buscarla, de tanto tiempo viniendo y nunca se había puesto a cuestionarse su naturaleza, su tamaño, su distancia de la tierra, que a Rebeca le parece tan pequeña que la asusta a veces, como si fuese una enorme araña colgada encima de la finca de Rebeca, encima de su cuerpo desnudo que se deja bañar por la claridad. Apunta en unas hojitas que ahora la biblioteca deja a disposición única de Rebeca, la única que vuelve a los casilleros, a pesar de todo. Son pequeños post-its blancos, que Rebeca pega en la portada de su libreta. Anota con letra infantil, inclinada ligeramente hacia la derecha y subraya el autor, con precisión, poniendo toda su atención. Oye los ruiditos del teclado del ordenador en la sala que está a su espalda y los murmullos de los que se preguntan qué han escrito mal para que la búsqueda sea nula. Rebeca sonríe un momento y fija su mirada encima de los casilleros, a la altura de su frente.
Un libro negro.
Rebeca lo toca tímidamente como si fuese una mariposa a la que pudiese asustar. Mira a su alrededor, esperando oír una voz que reclame el libro, alguien que haya recapitulado y haya vuelto a buscarlo, preocupado y asustado por la posible pérdida. Rebeca, con el brazo extendido, espera, espera aún más la voz que no llega, que no acaba de llegar y coge entre sus dedos el libro negro. Aún no ha tenido tiempo de llenarse de polvo, así que hace muy poco que está ahí. No tiene título impreso en el canto, Rebeca lo abre buscando un nombre, un autor. Nada. Ni siquiera la marca personalísima de la biblioteca, estampada en forma de cuño sobre cada diez o doce hojas. Rebeca lo hojea y se da cuenta entonces de que es un diario.
En la primera hoja, de color crudo, aparece un dibujo hecho a tinta china, una pequeña marca de personalidad: una luna abierta en canal en su cuarto creciente. Rebeca la mira y la recuerda, de la portada del disco de un grupo musical. No recuerda el nombre pero ve, como si se imprimiese en su cabeza, aparecer poco a poco el relieve de la luna de la portada, un poco aristada, y recuerda sus dedos recorriendo los salientes dolorosos de la luna. El diario empieza hace un año, exactamente. O casi.
Rebeca no comienza a leer. Mete el diario negro en su mochila y se acerca a la bibliotecaria para pedirle dos de los siete libros que ha anotado en el post-it. Mientras la mujer se retira a buscar, Rebeca se sienta en su mesa de siempre, se saca el abrigo y lo coloca en la silla de enfrente, como si fuese un interlocutor real. En cierto modo lo es, porque cada vez que Rebeca tiene que tomar la decisión de emprender un nuevo párrafo, que tal vez sea sólo la pérdida de tiempo del día o el hallazgo definitivo, alza la mirada y consulta la mole de tejido que se acomoda a las angulosas formas de la silla. La mole crepita a veces, un fuego de lienzo que se desintegra en el silencio de la sala de lectura. A veces, cae inerte como es, a sus pies y ella tiene que levantarse y recogerlo, como si fuese un cadáver. La mujer ha acabado de buscar sus dos libros y se los acerca a la mesa, antes de que Rebeca tenga tiempo de ponerse en pie e ir a buscarlos ella misma, al mostrador detrás del cual se guardan todas las mochilas y bolsos de la biblioteca, excepto la suya.
Un día, pasadas las nueve de la mañana, llegó resollando y la bibliotecaria le comentó que había creído que ese día no iría a la biblioteca. Rebeca le había sonreído y simplemente le había comentado que, cuando lograba coger el autobús después de salir del gimnasio, llegaba a su hora pero que si no, tenía que venir corriendo, para coger sitio. No sabe hasta hoy por qué ha mentido sobre lo del gimnasio, tal vez para que la bibliotecaria piense de ella que es una joven ocupada, con sus estudios, sus amigos, sus salidas, su gimnasio. Una mujer de este siglo, vaya. Rebeca sigue avergonzándose, sobre todo cuando imagina la escena de la bibliotecaria abriendo su mochila y encontrando simplemente chucherías, gominolas de chocolate y regaliz. Caramelos de regaliz por los entresijos de plástico de la mochila.
Cuando la mujer se da la vuelta, Rebeca coge uno de esos caramelos y se lo mete en la boca. Abre los dos libros que hablan de la luna, uno, abordando el tema como astro y satélite de la Tierra y el otro, considerando el lado más humano de la luna, que cuenta de alteraciones de comportamiento, de inspiraciones y musas literarias, de asesinatos y rendiciones amorosas. Rebeca misma ha sido capaz de rendirse miles de veces a ojos que la miraban simplemente por diversión, por cotejo, por comparación. Rebeca ha asesinado mentalmente en ocasiones, en la claridad de un jardín iluminado por el satélite. Ahora Rebeca se siente inspirada, mientras vuelve a tocar el diario que alguien empezó por ella hace un año. Lee ávida la anotación del primer día y reconoce lugares de la ciudad a los que jamás ha ido, a los que jamás podrá ir porque no se siente capaz de afrontar miradas interrogantes. Rebeca mira el reloj en la pared y han pasado horas, ella ha devorado días de la mujer -porque el diario pertenece a una mujer- y ahora se siente saciada de cada experiencia.
Rebeca se detiene en el día de hoy, de hace un año, . Rebeca lee lo que ella ha hecho. Lo lee y anota en su libreta roja. Se levanta. Devuelve los libros sin haberlos leído, sin haber perdido el tiempo en intentar aprender a través de las fotos y coge su abrigo. Piensa en tirarlo. En comprarse una chaqueta de piel de color granate y unos pantalones negros, un poco ajustados. Piensa en cortarse el pelo y dejar los rizos rojos a la altura de las orejas. Piensa en llamar a gente a la que no conoce para invitarlos a cenar. Piensa reproducir, a partir de hoy, cada uno de los días del diario de la mujer. Y, si algún día, la mujer se ha olvidado de anotar, Rebeca lo inventará para ella. Dispone de diez meses para construir a una mujer igual a la que la que escribió el diario. Dispone de diez meses para convertirse en otra persona, para aprender a sentir, a comportarse como una desconocida. Rebeca camina por la biblioteca mirando al frente, sin encorvar la espalda, sonríe a la bibliotecaria que se sorprende un poco al observar, de repente, un ojo de cada color en el rostro deformado por una mueca de Rebeca.

martes, 30 de septiembre de 2008

Asun


Oye los pasos de su enfermera y como cruje el parqué en la tercera tabla viniendo de la cocina. Sabe siempre donde está, como si quien vigilase y cuidase fuese ella, Asun, y no la enfermera. Asun sonríe desde la cama y se arrastra para poder abrir con su mano llena de artritis un cajón que resbala como si estuviese encerado con mantequilla. Asun tiene miedo de que el cajón caiga al suelo, como ha ocurrido otras veces, y la enfermera entre echando chispas por los ojos, sin decir ninguna palabra más alta que la otra, como si Asun fuese una niña idiota a la que no hay que asustar ni reñir. Asun agarra el tirador de porcelana, siempre frío, como un animal muerto desde hace días, y tira suavemente, mientras oye los zuecos blancos alejándose hacia la sala. Coge una carta, la más cercana y la acerca a su nariz. Sigue oliendo a otros tiempos, a 1937, antes del nacimiento de su primera hija, de la primera de ocho criaturas que sobrevivieron a la vida pero no al frío de los inviernos después de la guerra. Asun relee la carta e intenta que no le suban a la nariz las lágrimas que siguen naciendo, como si ninguna pudiese borrar el dolor y la pérdida.
Asun cierra el cajón y se recuesta, oliendo a suavizante la almohada que su enfermera ahueca cada vez que entra en el cuarto, tropezando con la silla de ruedas, inerte en una esquina de la habitación. Asun se busca en el espejo del armario, se busca y se ve, recostada al lado de su marido, recostada al lado de 50 años de felicidad que se han ido hace 7 años ya. Asun siente las piernas desentumecerse de estar sentada, alcanza con la mano el vaso de agua y traga dos píldoras rojas y blancas. Las siente bajando por su esófago, arañando el mismo camino de cada mañana, insertándose en un compartimento que ya es suyo y de nadie más. Asun cierra los ojos, cruza las manos sobre el pecho, como un muerto y piensa. Hablar le trae recuerdos más vivos, como si pensarlos fuese inventar una película sin guión prediseñado.
Piensa en soledad porque hablar le hace daño.
Su enfermera entra en la habitación, abre las cortinas y deja que el sol de febrero entre, tímido y un poco débil todavía, torturado por el frío de diciembre. Asun se pierde en las partículas que flotan en el aire, a merced de la luz del sol, Asun mira la foto de su marido y observa la sonrisa, siempre nueva, como si cada día sonríese para ella y le hablase desde el marco de plata. La enfermera sigue su mirada y se permite sonreír un poco, sin decir palabra, atusar su edredón y retirarse con los zuecos rozando el suelo de la habitación. Vuelve, con la ropa de Asun, planchada y oliendo a primavera, con un toque de su colonia que flota por el pasillo encerado y brillante como un sol en miniatura.
Asun recuerda la primera vez que se puso ese vestido azul, lleno de diminutas flores amarillas, como pecas, recuerda las manos detrás de la espalda de su marido, la sonrisa de la foto abriéndole el corazón como una palanca de amor, la caja preciosa, plateada, el lazo gigantesco y brillante, el papel cebolla del interior, crujiendo como un pequeño fuego, la mirada de interrogación de Asun, la sonrisa perenne de su marido. Recuerda haberle oído acercarse, por detrás, posando sus manos, como alas de mariposa, en su cintura, mirando lo que ella veía por primera vez, acompañándola en el ritual, viendo su cara arrebolada a través del espejo. Asun recuerda la presión de su cabeza, apoyada en el hueco de su hombro, recuerda haberse girado como una veleta y haber abrazado a su marido con un gemido de lágrimas que le subió a los ojos. Recuerda haber visto, esa misma noche, la factura del vestido en el bolsillo de la chaqueta de su marido y haber besado su frente dormida frente a la radio de la sala. Recuerda haber intentado cambiar el vestido por comida y las palabras tranquilas de esa voz que sigue amando tanto "Es para ti. Para la flor de mi casa, la niña de mis ojos, la madre de mi hija, mi brisa en el desierto."
Asun intenta no abrir los ojos demasiado rápido, intenta atrapar esa lágrima que viene de un tiempo lejano, intenta que no resuene su corazón como las tablas que su enfermera pisa, de acá para allá, en un ambular preciso.
Asun recuerda, ahora, como un dolor de cabeza que viene y va, una foto de ambos con el vestido nuevo. Recuerda haber paseado por el parque más grande de la ciudad y haberse hecho una foto en una tarde de verano que se escurría entre las hojas de los árboles, prendida de pereza, como los paseantes del día. El aire olía a helados derritiéndose, a manos un poco sudorosas, a sentimientos que se escapan de los labios y las miradas de los amantes. Los niños eran capaces de gritar sin hacer ruido, como un crujido de hojas que se desvanece, los pájaros vibraban en sus sonidos, aleteando entre las copas de los árboles más altos. Asun vuelve a verse una mano enfundada en la de su marido, el revuelo del vestido, acariciado por el viento lateral de un niño en bicicleta. Asun mira, en sus recuerdos, a su marido y sonríe hoy de sentirle tan cerca, precisamente en esta mañana, sacado a la luz por un simple vestido.
Asun se pone sola el vestido, se atusa como un gato frente al espejo y echa unas gotas de perfume en su cuello, el mismo perfume que él le compró en otra ocasión, el mismo cuello que él ha besado con pasión, tantas y tantas noches de comunión. Asun nunca luchó en su vida diaria, ni contra los temores de la pobreza, ni contra la seguridad inexistente. Nunca luchó en su vida y decidió no hacerlo jamás en la cama, mezclada con el aroma de su marido y el suyo, reunidos en un terreno neutral donde sólo imperaba el deseo, la necesidad y la realidad de estar juntos, fuera del mundo que ordenaba, dentro de un orden perfecto que llevaban de la mano, ambos responsables.
Asun recuerda la mano cálida de su marido, asomando por encima de su cintura, abrazándola en la oscuridad, cada noche, durante tantos años, protegiéndola de su mundo onírico, acariciando su mejilla cuando Asun lloraba en sueños, despertándola con besos suaves, recordándole cómo la había besado la primera vez, con la dulzura de un amor por estrenar, entre los dos, un amor que no había necesitado de palabras más que otros necesitan de silencios. Asun mira la almohada y aún siente los proyectos de su marido descansando junto a su sien plateada, su nariz hermosa, su frente honesta, sus ojos directos y tranquilos, sus labios llenos de promesas cumplidas. Asun revuelve, en su memoria, buscando la foto de la tarde de verano y la ve, hace años, prendida en la esquina del espejo de la sala. Asun llama a la enfermera y le pide que vaya a mirar. La enfermera la mira, desde la distancia de su ropa nuclear, como un muro a derribar de limpieza y orden. Vuelve con las manos en blanco.
Asun se coloca sola en la silla que la enfermera ha acercado a la cama. Asun maneja con soltura la silla por el parqué perfecto en su llaneza. Abre los cajones del armario de luna y encuentra cajas de recuerdos, pero no su foto. Sale de la habitación, con la enfermera trajinando en la cocina, preparando el desayuno, y entra en el salón, donde los libros brillan con el sol de las ventanas abiertas. Asun pasa una mano temblorosa por encima de los libros, buscando, tanteando la foto, imposible haberla perdido. Imposible. Ojalá no se haya perdido, piensa Asun. Asun coge el álbum de fotos y se acerca, con él en su regazo, al balcón de cortinas que ondean ligeramente.
Mira hacia la calle y los jóvenes están entrando en la biblioteca, frente a su ventana. Ve las piernas vigorosas subiendo de dos en dos los peldaños, ávidos de silencio, hartos de memorias rellenas de necedades, necesitados de calificaciones sobresalientes. Una muchacha de pelo rojo mira hacia arriba, se encuentra con la mirada de Asun y sonríe un poco. Asun recuerda una sonrisa igual, su propia sonrisa en la foto. Asun busca en el álbum fotos hechas en la misma época. Asun encuentra un hueco, una foto que falta, que ha dejado la marca de su ausencia, el papel un poco más claro donde debería haber estado, donde Asun no recordaba haberla puesto. Tal vez su marido. Tal vez.
Asun ve la luz. Asun vuelve a la habitación, coge con dificultad una maleta debajo del armario. La enfermera la ayuda a ponerla encima de la cama ya hecha. Asun abre la maleta antigua pero resistente y rebusca. Rebusca y encuentra un sobre gastado por el tiempo, encuentra una chaqueta arrugada, con dobleces antiguas, encuentra un reloj sin cristal en la esfera y la aguja de las horas ausente, encuentra una caja llena de los dientes de leche de su niña. Asun se sienta en la cama con la ayuda de la enfermera. La enfermera sale y Asun se reúne con el pasado. Tantea la chaqueta y encuentra la foto. Asun revive la postura tal y como la había recreado, sí. Revive el sol y el olor a helados, el trino mortecino de los pájaros, pero Asun no lleva puesto ese vestido, quien está a su lado no es su marido, no sonríe ni agarra su mano, sino que está airado, mirando hacia la derecha, ausente del momento de unión ficticia. Asun vuelve a fijarse en el vestido y este está deslustrado, es pobre y asoma la miseria como los ojos tristes de Asun. Asun abre la carta y lee una letra que no reconoce, ve una firma que no le sugiere nada. Asun cierra los ojos y los abre de repente, conmocionada. Recuerda vagamente el nombre de un hombre que intentó hacerse amar, asocia ahora ese nombre con la cara enfurecida de la foto y se pregunta cuándo sintió una oleada de felicidad, y con quién, en qué parque, cuánto tiempo hace ya de la pérdida de los recuerdos...

viernes, 26 de septiembre de 2008

volver....


Que difícil se hace a veces todo....

Las hormigas han minado otra vez mis sueños y el letargo de la vida no me ha dejado escribir...

Se acabó el verano, caen las hojas y vuelvo a intentar pasar de puntillas sobre un suelo tapizado de pequeños obstáculos que crujen bajo mi peso...

No hay nada más difícil que vivir....

Ni nada tan sencillo...

He vivido al lado de una cementera para tener la excusa de volverme gris...

Pero me lava la lluvia...

He vuelto.

viernes, 11 de julio de 2008

Carmela


El tráfico se enfurece y ruge, atronador. La gente se agolpa en los pasos de cebra, como si perennemente la ciudad estuviese en plenas rebajas. No hay un momento de respiro en una ciudad muerta que da los últimos coletazos.
Carmela empuja la silla de ruedas de la inválida y escucha los trinos tímidos de los pájaros, aún por encima de los bocinazos y los empellones. Las mañanas son horribles, llenas de terrazas a rebosar de mujeres llenas de salud que tuercen la cara a la enfermedad que Carmela empuja, pacientemente, desde hace más de 7 años. La inválida reacciona apretando el reposabrazos de su silla e intenta girar la cabeza hacia Carmela. Esta calla, hace como que no ve los intentos por comunicarse y piensa que, por lo menos, debería esperar a que estuviesen en casa para expresarse. Entre tanto barullo no puede oírse nada, salvo las hojas que comienzan a brotar y chasquean en el interior de Carmela, como un tumor haciendo eclosión.
Carmela entra con la silla en el edificio de Correos y aparca suavemente, con la experiencia de los años, mientras recoge su correo y el de la inválida. Carmela ha dejado de llamarla por su nombre hace mucho tiempo, cuando todavía sentía un poco de temor y de reverencia por la enfermedad y la muerte. Ahora sólo ojea por encima de la silla y se hace ajena a los traqueteos de la confianza. Abre su apartado y encuentra docenas de cartas. Algunas maltratadas por el tiempo, casi 6 meses ya, sin venir a cogerlas. Las mete en su mochila y recoge también las de la inválida. Sólo dos cartas, muy abultadas, con remite de un bufete de abogados. Carmela enarca una ceja, pone las cartas en el regazo de la inválida y empuja, por la rampa de salida, cogiendo un poco de carrerilla para asustarla ligeramente. La inválida intenta girar la cabeza y articula su nombre como una plegaria "Carmela, Carmela mía", antes de sentir el beso de la velocidad.
Ya en la acera, la inválida sigue aferrándose a la silla mientras musita un poema que aprendió de niña y que Carmela nunca ha oído hasta el día de hoy "Como una fontana que, eterna, en brotar persiste, como un sendero, me iré... y no acabaré de irme". Carmela escucha la voz que conoce tan bien, esa voz que ha aprendido a corroerle el alma con el desplante, y reconoce en esas palabras de Miguel Hernández la voz aguardentosa de un padre olvidado, recóndito como un mueble viejo. Recuerda su regazo cálido y sus manos grandes y callosas, recuerda el tacto de esas manos bruscas torciéndole la cara de un bofetón, el dedo señalando su vientre de prostituta, la voz aguardentosa que amaba la poesía profiriendo insultos, echándola de su propia casa. Carmela empuja más rápido y la inválida se siente intranquila. Calla y Carmela se siente mejor, como si le hubiesen vendado la herida.
Doblan la esquina y la inválida compra un cupón al ciego del barrio. Carmela coge el cambio y el cupón y escucha las palabras, siempre nuevas, como si estrenase cada día una frase: "Siempre hace sol en los ojos de aquellos que sonríen". Carmela sigue empujando y se pregunta por qué hoy vienen las voces del pasado a mezclarse en su cabeza, por qué recuerda haber visto esas mismas palabras garrapateadas en la libreta de su hermana, la hermana que se dejó vencer por la locura, que languidece en un sanatorio podrido de ratas y chinches, una hermana que le dio la espalda a ella y a su hijo, la misma hermana que escupió en su cara cuando intentó volver a casa como una sirvienta, la misma hermana que enloqueció por un hombre que acabó muriendo al cogerle una manzana en un árbol. En ese árbol del paraíso que acabó enseñándole el bien y el mal de un amor breve. Carmela oyó de nuevo de sus labios la frase, una vez, en plena tarde, tendiendo la ropa y se había echado a reír. No lo había entendido. Sigue sin entenderlo. Porque los ojos de sol no se hacen, crecen y echan raíces que colapsan el dolor y la rabia. Carmela nunca ha tenido frases en la cabeza para regalárselas a nadie, ni suyas ni robadas, porque Carmela ha sentido siempre por los dedos, acariciando, tocando, dejándose secuestrar por la pasión de una sola noche, una sola noche que no tiene cara ya, que se ha diluido con el tiempo.
Carmela sigue empujando con empeño, negándose a que cambien la silla de la inválida por una eléctrica, que sólo serviría para desquiciar el parqué de madera y sus nervios de mujer madura. Hace frío en la iglesia de todas las tardes y Carmela acerca una rebeca de lana a la espalda de la inválida, que agarra la prenda con dedos de águila. La mirada de la mujer en la silla se prende del Cristo de los Faroles, la imagen más idolatrada en la ciudad, en esta ciudad de ateos que se reviste de miedo cada domingo, cada Semana Santa, cada Navidad. Carmela se sienta, sin santiguarse, porque ha dejado de creer en nada que no pueda ver, ha dejado de ser paciente con cada uno de los días que le manda el Todopoderoso. A pesar de todo, cuando piensa en Él, no deja de ver su nombre, todos sus nombres, escritos en mayúsculas, como si obrase algún tipo de poder en la ortografía.
A su derecha, esculpido en la madera, lee "Arrepiéntete, Pecadora". Carmela siente que se dirige a ella, a todas las mujeres que han pensado en sí mismas antes que en la esclavitud del alma y de la familia. Piensa que nunca se había sentido pecadora y que ahora que pertenece a un reino, puede volver a ser quien era antes de entrar en esta iglesia. La iglesia la despoja siempre de su humanidad, como si sólo asomasen garras y colmillos entre sus cabellos negros y sembrados de canas blancas como la nieve. Carmela se siente una loba acorralada en la oscuridad y el frío de los cazadores de almas. Carmela no quiere vender nada porque lo poco que tiene se lo ha robado a su propio pasado, cribando las sonrisas de los horrores, las caricias de los latigazos, las mañanas de otoño a las tardes de verano abrasador.
Carmela se yergue y mira alrededor, donde cada frase le grita su indecencia, le grita la debilidad de pegarse al cuerpo de un sacerdote novicio que, con su piel lechosa y sus manos suaves, le arrancó palabras de lujuria y le regaló un hijo muerto. Carmela se recuerda quitándole la sotana, tirándola a una esquina de su habitación de enclaustrado, entornando el plato con sopa y el vaso de agua bendita. Carmela recuerda el Cristo crucificado observándoles en mitad de la oscuridad, un dios semi-fosforescente que lo veía todo y disfrutaba con el pecado. "Arrepiéntete, Pecadora", le dijo el párroco cuando confesó su amor. "Arrepiéntete", cuando al joven lo mandaron fuera de la parroquia, "Arrepiéntete", cuando le abrieron las piernas para sacarle al hijo muerto que se le había quedado aferrado a las entrañas. "Arrepiéntete", cuando el médico, años más tarde le confirmó que no podría tener hijos nunca más. Carmela, de pie detrás de la silla de la inválida, se arrepiente de no haber subido con más presteza al pretil del puente y haberse tirado antes de pasar aquel coche que la trajo a la ciudad.
Porque Carmela no sabe que cada uno se inventa su propia dimensión del pecado y su propia muerte.
Vuelve a sentarse y abre las cartas, una por una, desechando la propaganda, apartando las facturas de la casa de la inválida, que están a su nombre, rompiendo directamente las cartas que vienen del sanatorio donde muere su hermana de locura y odio, las que manda el director del asilo donde su padre ya no reconoce su propia sombra. Carmela adjunta las facturas de los dos cementerios de vivos y mira de nuevo hacia la inválida que entra en un éxtasis místico mirando el rostro de un dios inexistente. Carmela abre la última carta, y se arrepiente de nuevo, como hace más de 20 años, de leer el comienzo. "No deje de leer. Ya está tocado de la mano de Dios". Carmela no puede evitar sonreír. Una cadena de cartas, sin remite, sin su propio nombre.
Qué error haber abierto una carta que es para cualquiera.
Carmela se siente, efectivamente, tocada de la mano de Dios, pero vapuleada, abofeteada en su ingenuidad, en su confianza. Carmela sigue leyendo y lee su propia vida, lee que, si no continúa la cadena de veinte cartas, su hermana morirá en el sanatorio, agonizando de cordura; su padre tropezará y se desangrará solo en esa zona del parque a la que nadie entra ya, excepto el jardinero, de tarde en tarde; que su inválida rodará con su silla por las escaleras tortuosas del edificio; que el lunar que Carmela tiene se inflamará y estallará como una gran bola de fuego; que el edificio perderá el equilibrio y caerá a los pies de los cadáveres entre los que estará Carmela.
Carmela cierra la carta. Se limpia una lágrima que le cuelga de la nariz y grita, grita en medio de la alzada del Cuerpo de Cristo: "Me arrepiento, mi pecado de amor se arrepiente de haber muerto, mi corazón se arrepiente de haber amado, de haber olvidado. Me arrepiento." El grito resuena en la iglesia, las cabezas se vuelven, horrorizadas, y la inválida se levanta de su silla de parapléjica para recoger el cuerpo desencajado de Carmela.

martes, 8 de julio de 2008

Yolanda


Camina entre las mesas como Gulliver entre los enanos. Tiene las piernas demasiado largas, así ha sido desde siempre, verlo todo desde un punto de vista distinto a los demás, sentirse más cerca del cielo de los larguiruchos. Esquiva con su cuerpo anguloso y fibroso las sillas esparcidas por los anteriores clientes y se pregunta por qué no habrán inventado para los bares sillas como las del instituto, pegadas al suelo, clavadas con saña, una disciplina de los cuerpos que ella rompía, que ella rozaba y maltrataba cada día de clases.
Yolanda busca, desde la atalaya de su cabeza, la mirada perdida del camarero que remolonea, como siempre, como cada día. Ella utiliza la cafetería como su oficina particular, una oficina donde antes, antes de la aparición de los móviles, podía estar horas y horas sin oír el pitido estridente de los teléfonos en su cabeza, interponiéndose entre sus ideas y la materialización en la pantalla. Yolanda abre el portátil y se queda mirando un rato los iconos parpadeantes en la pantalla de cristal líquido. Si mueve la cabeza un poco a la derecha o a la izquierda, variando el ángulo de sus ojos grandes y negros, pierde lo que escribe, lo pierde como si estuviese aquejada de Alzheimer y no es capaz de recordar lo escrito, como un grifo no sería capaz de reconocer una gota de agua que ha dejado escapar. Todo suena igual, todo transpira la misma pregunta, la misma indecisión, el eterno erotema que nos invade: ¿PARA QUÉ?
Tuvo un profesor en el colegio que le daba una dieta para poder escribir, como si para ello se necesitase una buena figura. Él argumentaba que la novela perfecta, la conjunción de los ideales de toda una generación requiere cuidarse por dentro y por fuera, no dejarse sobornar por el mundo de hoy en día, de estreses y frases a medio hacer. Él no dejaba de sorprenderse de la forma tan particular de hablar de Yolanda: bajito, rápido, rápido, como un tren desbocado, omitiendo letras, inventando un idioma que muchos daban por perdido, un eterno descifrar significados.
Lo que ocurre, piensa Yolanda, es que nadie quiere misterio hoy en día, porque en las películas del cine al que le gusta ir el final se dice en el mismo trailer, ¿es posible?, para no dejar nada en el aire, para que el espectador no pueda sentir estupefacción ni desazón por no comprender. Todo bien y bien atado, como si, de repente, nos hubiésemos vuelto idiotas. Triturado hasta perder el sabor original, la verdadera esencia. Yolanda busca el misterio en cada mirada, en cada conversación ajena, curiosa como es al interior de los demás, y lo busca en lugares apartados, donde los que van allí tienen una razón de peso que tira de ellos, hasta hacerles arribar a esa verdad.
Yolanda se sienta al lado de la ventana, en un reservado extraño ya que todos los peatones pueden ver a los posibles amantes, y observa, disecciona los labios de los que articulan frases y se queda prendida de una ficción que brota de los ojos airados, de las manos revoloteantes, de los tobillos inestables, de la cabeza vuelta con sorpresa. Yolanda recibe la sombra del camarero, pálido y escuchimizado, enfermizo en su delgadez y repite lo de todos los días, las bebidas todas alineadas en su mesa, como un pequeño desfile de vidrio, para que dejen constancia de que estará durante horas, pero consumirá durante horas, pagará su parte de asiento de terciopelo, su parcela de ventana, su voltio de electricidad.
Yolanda se vuelve hacia el portátil pequeño, ligero y gris que reclama su atención. De vez en cuando, como si fuese un niño caprichoso, le manda notas, todas relacionadas con su tarea del día, un recordatorio de la poca memoria que tiene y ella gruñe mirando la pantalla, como si algo animado vibrase bajo el cristal, algo que se ríe de ella, de su torpeza, algo que abusa de su sentido del humor desgastado y un poco marchito. Yolanda maneja el ratón incrustado y se siente haciendo cosquillas a un animalillo, rozándole la barriguilla con sus dedos de uñas mordidas y descuidadas. Se siente en deuda con la técnica que la empuja hacia delante y, a la vez, la hace sentirse atrás, muy atrás en el tiempo, cuando el señor Bell tuvo una visión.
Yolanda abre los archivos y ordena lo desordenado ayer. Siempre se concede un plazo para organizarlo todo, para que, dando el beneficio de la duda, permita que cada cosa ocupe por sí misma su lugar primigenio.
El orden natural.
Y, mientras espera que los archivos se asienten cada uno en su carpeta correspondiente, abre el IRC. Se introduce un momento en la red y navega, conociendo a personas virtuales, tan virtuales como ella, que se inventa un pasado, un género, un nombre que no es verdad, que puede ser real, sin embargo en un mundo fuera del teclado y los comandos. A veces es un hombre seguro de sí mismo y un poco castigador, con sentido del humor ácido y proposiciones indecentes. Otras es una adolescente ingenua, un poco sorprendida por las palabras demasiado osadas del otro lado de la pantalla. Exhala sus personalidades según el día, según el ángulo de luz incida en el quiosco de enfrente, según el zumo esté más o menos agrio. Entra en canales al azar, buscando una palabra, un sentimiento para iniciar su siguiente relato, un disparo de salida para correr hacia la inspiración. Guarda los logs, las transcripciones de cada una de las conversaciones y anota los nicks, los nombres ficticios que utiliza ella y los y las que dan un poco de su tiempo para que ella invente vidas.
No viene a robar nada que no le quieran dar, porque las palabras fluyen del otro lado libremente, no quiere imaginarse a nadie diciendo nada de lo que pueda arrepentirse. De vez en cuando, alguna voz escrita parece decir la verdad, contar un trozo de su vida que ha dolido, que duele todavía, y Yolanda querría tocar con su mano larga y huesuda el brazo de ese otro ser que está sufriendo en soledad, que sólo puede encontrar consuelo hablando, sin conocer, sin ser juzgado tampoco. Yolanda siente que nos hemos alejado demasiado de nosotros mismos, en todo momento, de la vida que creemos vale la pena, de los silencios necesarios, de la complicidad entre dos miradas. Yolanda sabe que habría que vivir notando a los demás y dejándose caer a uno mismo.
Yolanda mira los archivos, de nuevo y selecciona uno al azar. Compone historias aleatoriamente, utilizando un programa que han diseñado especialmente para ella. El orden natural vuelve a presidir su tiempo, como ella misma afirma cuando alguien la entrevista sobre sus libros. El secreto lo lleva guardado en la memoria del disco duro y el diskette a la vista de todos que dormita encima de su cómoda, delante de las peticiones de su editor que se pregunta y se felicita por su éxito.
Yolanda escribe frases impersonales, organizadas algunas sintácticamente según las normas más estrictas y otras obedeciendo a la anarquía. Las coloca en archivos contiguos que el programa se encarga de mezclar. Yolanda recoge el cóctel de ideas que surgen entre los parpadeos de la pantalla y elabora sus historias, teje las vidas que le brotan de la casualidad y de la causalidad. Un alud de vidas rueda por la pantalla y ella recoge y selecciona las palabras, añadiendo un verbo aquí, un sujeto personal allá, haciendo juegos malabares con sus propias frases. Inventa, sin querer, una vidas que laten a distancia, que son reales sin ser aún verdad.
Enfrascada en el comienzo de un nuevo libro, Yolanda ve iluminarse el icono de mensaje. Abre el archivo y uno de sus ficticios seres del IRC le manda saludos y la invita a visitarle en un canal inventado a los efectos de compartir solos un momento. Cierra los archivos y se introduce en la habitación virtual en la que Push la espera.

hola, Push, como te va todo
bien. te echaba de menos

Yolanda evita, en el inmenso juego de transgredir las normas, poner puntos, signos de interrogación o exclamación, mayúsculas e incluso se deja tentar con algunos de sus interlocutores por cometer faltas de ortografía. Push es distinto, es correcto, es amable, es transparente, es apetecible mentalmente. Lilith, su nombre ficticio, es perversa, arrebatadora en esencia y siempre está dispuesta a dejarse escandalizar. Da de su vida todas las mentiras que Yolanda es capaz de inventar para ella. Tal vez el nombre sugiera ya de antemano más de lo que Yolanda quisiera. Pero todo está permitido en la red, todo consiste en hacer de la experiencia un momento lo más próximo y sencillo posible.

y eso. es muy galante por tu parte. que ha sido de tu vida, últimamente
sólo he pensado en ti. en desear conocerte, verte en persona y tomar un café mientras me dejas leer tu última novela
mi última novela? no soy escritora. qué te hace pensar eso de mí?
te conozco. te he vigilado. ayer te seguí hasta tu casa

Yolanda tiembla un segundo, parpadea y ve aparecer en la pantalla su dirección, con toda veracidad. Mira alrededor, pero no hay nadie con un portátil más que ella. Ella, que se acaba de meter en terreno peligroso. Ella, que no ha considerado que ha sido la relatora de momentos de confesión manuscrita.

mañana iré a verte, Yolanda. verás lo que es contar la vida de los demás sin pedirles permiso. No escaparás. aprenderás a respetar lo ajeno y a no hacer de las personas mentiras ficcionales. me has destrozado la vida, me han echado de mi trabajo por culpa de tu libro. ni siquiera te has molestado en ocultar mi nombre, yolanda. ahora yo destrozaré tu vida
de qué novela me hablas? no te conozco y es imposible haber escrito sobre ti. tampoco se tu nombre. jamás me lo has dicho, Push
no me creeré nada más, Yolanda. ahora yo seré quien haga de tu vida una noticia que aparecerá en sucesos. te lo prometo

Yolanda intenta cerrar el programa de IRC que no responde. Antes de despedirse, Push ilumina la pantalla con un enorme smiley que rebota ante los ojos atónitos de Yolanda. Vuelve a buscar apoyo emocional a su alrededor y ve cruzar la calle a una mujer vestida de enfermera, empujando una silla de ruedas, poniendo su empeño por llevar hacia delante a la mujer dormida, sentada a su merced. Yolanda se siente a merced de su propia fantasía y de su propia inconsciencia. Cierra el portátil y sale, escapando, dejando el ordenador encima de la mesa, abandonando la oportunidad de escribir la historia de su vida, su éxito definitivo.

Raquel


El sol cansino de febrero se proyecta sobre las lápidas y juega entre las sombras de los ángeles que extienden sus alas y tienden sus manos hacia los familiares. Los nichos se alzan entre las lápidas rendidas a la tierra. Raquel coloca los crisantemos sobre la lápida. Levanta la vista y saluda con la mano al encargado que está recogiendo las malas hierbas de los panteones del lado oeste del cementerio. Raquel traza rápidamente la señal de la cruz y sale del recinto.
Mira hacia el olmo centenario que preside la entrada y piensa que un día de estos traerá una cámara fotográfica para guardarlo para siempre en su memoria. Raquel tiene un libro lleno de fotografías de personas que ya no son nada en su vida, que han seguido las suyas por separado y no han vuelto jamás la vista atrás. Ella, sin embargo, cuando quiere saber de ellos, de ellas, que se han decidido a escapar de los recuerdos, coge el libro y habla con cada una de las fotografías. Se pierde en el momento en que las hizo. Cada una de ellas es única, irremplazable y ni el sol ni la bruma son capaces de alterarlas. Ella nunca aparece en ninguna, porque enarbola la cámara y pide que no se mire de frente, que la persona en cuestión siga hablando con ella, contándole como si nadie estuviese intentando robar un momento para plasmarlo para siempre. Raquel piensa que las fotografías son como las cartas, que tienen un momento y un lugar y sacadas de contexto son fácilmente desvirtuables. Pero en su vicio de recordar el pasado en que rió, en que se mostró transparente a la felicidad, no puede evitar sacar unas y otras de sus cajas acartonadas por el tiempo. De pequeña pegaba recortes de revistas en un cuadernillo sin rayas y debajo, con letra redonda y cuidadosa, escribía la historia de aquellos que entraban, sonreían, miraban a través de las gafas de sol, descansaban, se quedaban dormidos. Cada uno anidaba en su interior un serial de radionovela, cada uno sentía la carencia de la intranquilidad para poder sonreír abiertamente.
Raquel almacena los cuadernillos y los saca cuando está triste, preguntándose dónde estará la señora de la sombrilla amarilla, o si ha despertado por fin el hombre de la hamaca, si la mujer que espera en la estación ha encontrado el amor, o si el zapatero se levantará alguna vez de su labor. Raquel ahora no inventa historias sobre seres a los que no conoce, pero sí reconstruye un futuro probable con aquellos que se dejaron conocer, que entraron durante un instante en el salón de su vida.
Raquel pisa entre las piedrecillas de la salida del cementerio y oye el crujido con la cabeza baja. Los tacones se hunden con precisión entre la hierba que crece uniforme, gracias a los cuidadores, y siente el tacto suave de la arena húmeda, de las alfombras mullidas, de las hojas de otoño en el parque. Raquel mira hacia atrás buscando su huella en las piedras, inalterables, inalteradas a su paso. Se coloca una mano de visera contra el sol y busca su coche. El chófer, en esta época en la que ya no existen los choferes, sonríe y toca con una mano tímida la gorra de plato que pidió expresamente poder llevar.
Había entrado despacio en el despacho de Raquel y había mirado con discreción las fotos colgadas, hechas por el padre de esta, en sus viajes azarosos por el mundo. Raquel le había dejado tiempo para sentarse, para sentirse cómodo y sentir afinidad con la habitación. Raquel había abierto los ventanales de la habitación superior y se veía el campo y, a lo lejos, aletargada como una fiera cansada por la caza, la ciudad. Él había buscado con la mirada un anillo en la mano de Raquel y esta había sonreído un poco al preguntarle, intimidándole un poco por su telepatía, si estaba casado. Había sonreído y asentido con la cabeza, con las manos en el regazo, denotando una calma y una seguridad que le habían hecho confiar en él inmediatamente. Su trabajo no iba a ser demasiado pesado, eso sí, un poco monótono, ya que Raquel tenía horarios no demasiado flexibles y le gustaba hacer las cosas igual, cada día, a pesar del cansancio de la rutina.
Raquel se había preguntado si él se había preguntado a su vez de qué podía vivir una mujer como ella en una casa tan grande y tan vacía como aquella, tan lejos de la ciudad que le brindaba restaurantes, teatros, tiendas. Ella había intentado hacerle entender que cumplía una especie de penitencia, de retiro mental en el silencio del campo. Había tocado con un dedo trémulo la cadena que llevaba al cuello, con el cuerpo de Cristo colgando del oro. Se había quedado mirando su traje blanco como la nieve, refulgiendo en la claridad de la habitación de madera, había mirado sus pies pequeños enfundados en sandalias, en aquella tarde de agosto, cuando había buscado su compañía para el resto del año, para ser su chófer, su habilidad y pericia en la carretera.
- Sabe usted, no me siento capaz de emular a Sor Citröen.
Le había sonreído, haciéndole partícipe de su condición de monja, pero él no había entendido. Quedaban tan pocas cosas del pasado en este presente de prisas, engendros y racionalizaciones. Le había enseñado la salida, y él había vuelto a retractarse del sueldo, estimándolo demasiado elevado. Raquel quería compensarle por las horas muertas que pasaría en el coche, mientras ella caminaría por los cementerios, arrodillándose ante las losas verdes de humedad.
Habían pasado muchos días antes de que él se atreviese a preguntarle por qué siempre la misma ruta, siempre el café en la misma cafetería donde una mujer escribía frenética en su portátil, por qué siempre pasear por las mismas calles, en la misma dirección, saludando atentamente a la chica de los pañuelos, por qué observar siempre a la misma hora a la misma ciega que paseaba con su perro labrador, por qué siempre sentarse en el parque a observar a los niños jugando en los columpios, por qué acabar cada tarde con los ojos arrasados de lágrimas en el asiento trasero del coche, quitándose el sombrero negro, el velo negro y los guantes negros, todavía empapados del olor a flores que dejaba en las lápidas. Raquel había inclinado la cabeza, se había tocado la cruz de Cristo con una mano y había respondido simplemente "Es mi penitencia".
Raquel ha borrado de su casa todo rastro de espejos, ha quemado los colores de su ropa, ha dividido su casa en dos tierras: el reino del blanco, cuando se reconcilia con la humanidad y contesta al teléfono con la voz segura y la mano en la cruz de Cristo y el país del negro, cuando vuelve desalentada de cobardía e impotencia y vaga por la casa, golpeándose el pecho con una mano que adelgaza por momentos. Sabe de su debilidad, de saberse hermosa, de haber intentado serlo también por dentro, de haberse rendido a la debilidad de intentar gobernar un convento y terminar siendo la diosa de las vanidades.
Raquel se arrastra internamente para poder ascender al cielo que cree merecer cualquier persona de este mundo. Vuelve la mirada a las fotos y recuerda las palabras, recuerda los gestos, los desahucios emocionales que ha provocado. Recuerda la cara de orgullo de su madre, cogida de su mano, por los jardines de la ciudad antigua, un futuro de esperanza para su belleza externa. Recuerda sus años de novicia y la muerte de su madre, recuerda la mano lánguida y fría de su padre en el entierro, recuerda los ojos sin vida de un hombre que la había adorado por ser su hija. Recuerda el encierro y la penitencia del silencio por querer vencer el mal que brotaba de su propio interior. Recuerda haber aceptado con orgullo ser nombrada la superiora del convento, recuerda a la novicia más joven e impresionable que no había soportado lo estricto de las normas y se había ahorcado en su celda, recuerda su cuerpo muerto envuelto en un sudario que ella misma había bordado, recuerda la opresión en el pecho, la preocupación por su propia persona cuando un cuerpo ascendía al infierno de los suicidas. Recuerda la penitencia de aquella mano con un anillo de Dios engastado en un oro como el que ahora toca con la mano. Recuerda salir del convento maldecida interiormente por una voz que ha dominado siempre su vida, la voz de un ángel de la guardia que ahora asoma en el rostro de su chófer.
Raquel indica al chófer que siga hasta el parque más grande de la ciudad y el hombre, sorprendido por la novedad de cada uno de los días iguales a los demás, gira el volante y vuelve los ojos por el retrovisor hacia su jefa, hacia la mujer más hermosa que ha visto en su vida, hacia esos ojos que no miran desde hace mucho tiempo porque no se sienten merecedores de compasión ni de admiración, hacia esas manos huesudas que le roban la vida al Cristo de oro que ha erosionado el roce, en busca de consuelo virtual. El chófer se pregunta por qué hoy, por qué esta tarde de febrero, con el coche lleno de crisantemos, su jefa decide pasear por la calle engalanada como la viuda de Cristo y dejar que las miradas de los demás se crucen en sus pasos, sin ser consciente de ser el centro de toda la vida en la ciudad, de paralizar durante un momento el tráfico que rodea el parque, de no ver que en su sonrisa se esconde el dolor y el horror por su propia alma. Raquel se acerca al estanque y se quita la cadena de oro. Llama al chófer y este se acerca rápidamente, asustado por la mirada de desasosiego de su jefa.
-Mírese en el agua.
El chófer se mira y ve, detrás de él, la mirada pura y limpia de su jefa, que ha quitado el velo de su sombrero y sujeta en una mano la cadena de oro de Cristo. El chófer, ve el rostro de un ángel en sus propios rasgos, y siente un puñal clavársele en la espalda. Sin tiempo a girarse, ve la mirada de Raquel, ve el puñal que ella sujeta con la mano huesuda y ve que ella roza con el arma su propio cuello y cae, hacia delante, golpeándose la cabeza contra el estanque mientras él se agarra el costado y cae de rodillas, tocando con la mejilla la cruz de Cristo que se funde con la tierra y desaparece para siempre.