martes, 27 de mayo de 2008

Susana


El bar está lleno de humo, ya a estas horas, mezcla de olores de calamares, de cigarrillos que languidecen en los ceniceros sin cambiar, el barniz de la barra que acaban de pintar, su propio perfume, demasiado fuerte incluso en tanta barahúnda. Susana pide un bocadillo vegetal y sale con él en la mano. Siempre le ha gustado comer caminando, una práctica que no ha visto hacer mucho en la ciudad, tal vez sólo a los niños pequeños a la salida del colegio, en plena merienda, o en un parque, con los dedos de la madre pegajosos del plátano que se oxida al contacto con el aire, o en verano, todo el mundo lamiendo el helado que se derrite ante las conversaciones, ante los ojos de los enamorados que se pierden y no entienden de termodinámicas.
Susana no deja de hacerlo, de coger con una mano el bocadillo, envuelto en una servilleta siempre demasiado escueta, y de asegurar su bolso con la otra. Lo coloca en bandolera, porque le pesa de la cantidad de objetos que siempre lleva dentro, y abre, sobre una rodilla alzada, en medio de la acera, una botella de zumo que se resiste. No hay nadie, en esta acera transitada de gentes diversas, que se detenga, no ya a ayudarla, sino ofrecerse, que tan poco vale, que tan sencillo resulta decir "¿Puedo ayudarte?", aunque uno sepa que nadie va a decir que sí. Pequeñas normas sociales que nunca ha entendido.
Mira el reloj de un parquímetro y se pregunta si la dejarían comer en la biblioteca. Porque es el único lugar, excepto un cíber donde podría ir, donde no cierran a mediodía, donde el encargado, igual que ella, tiene que arreglárselas para comer de pie, detrás de un mostrador o dando vueltas por el local. Pero piensa que no le gustaría llegar a las cuatro de la tarde, con el postre todavía asentándose en el estómago y sentarse a una mesa, con un libro a punto de ser estrenado, y oler a sardinas, ni a jamón asado, ni a mayonesa. Ni siquiera a mayonesa.
Mira a derecha e izquierda para cruzar la calle, en esta ciudad donde sólo los ciegos y los niños con sus padres de la mano respetan los pasos de cebra. Susana se siente indefensa en ellos, como si fuesen las dianas que colocan los personajes de dibujos animados donde justo debe caer el obús, o el yunque, o la piedra del correcaminos. Está en medio de la carretera, siente ya el frenazo que llega desde lejos, de alguien que sí respeta a los peatones descarriados como ella, y suena otro ruido, un ruido al que aún no está acostumbrada: el móvil.
Coge el aparato y aún tiene que recordar la voz de él "El botón rojo, siempre el rojo, como si fuese el botón de la guerra nuclear". Susana acciona y oye una voz distorsionada, entre tanta cobertura sin cubrir, tanto tráfico que circula, tan pocas manos para tanta empresa. Se sienta en un banco un poco sucio, coloca el zumo en el suelo y se tapa el oído opuesto con un dedo pringoso de jugo de tomate. "¿Quién?". Apunta a duras penas en la palma de la mano la dirección y también, antes de que corte la comunicación, el número de teléfono que aparece, en esos caracteres tan extraños, a medio camino entre lo digital y lo cuadrangular. Come de dos bocados el resto de bocadillo y sorbe, a poquitos, lo que queda de zumo. Un par de gotas se le escurren por la barbilla y no puede evitar reírse y alguien que se ríe solo en medio de la calle, es objeto de miradas indiscretas.
Todas lo son, por muy inocentes que sean los ojos, todas van a inmiscuirse en terreno ajeno.
Tira la servilleta y el bote de zumo y mira de nuevo el reloj de un parquímetro. ¿Sólo han pasado dos minutos desde la llamada? O será que cada parquímetro tiene su propia hora, que no coincide con ninguna otra, sino en las muñecas de los que se pierden en la esfera, sin otra razón que el tic nervioso de desviar la mirada cuando son observados. Susana abre el bolso, todavía en bandolera, y saca el plano. Hace un año que está en la ciudad pero aún no se fía de su memoria para reconocer las calles por el nombre. La esperan para que cuide a un niño, en esta tarde de febrero. Tal vez esté un poco enfermo, tal vez un niño al que sus profesores acuden a casa, por la dirección en la zona privilegiada, rodeada de cámaras y con guardias de seguridad de la propia urbanización, que, a pesar de eso, no se libra de la suciedad nocturna ni de las pintadas ni de los ruidos de ambulancias que pasan por la autovía del este, los domingos de madrugada, todos igual al anterior. Susana cierra el plano y sigue con el móvil en la mano. Así, silencioso, parece un animalito dormido, un cachorro de dragón que está aprendiendo en sus ratos libres a escupir fuego.
Lo mira un instante, antes de cruzar de nuevo, para coger un autobús, y ve una luz encendida, sin pitido. Intenta recordar las palabras de él: "Significa mensaje, dale al icono del folio". Susana acciona el icono y aparece en letras mayúsculas "TE NECESITO". Es lo malo de los mensajes por móvil, que si no pones el remitente, puedes perderte en elucubraciones y seguir perdido hasta saber el nombre. También puede ser un mensaje equivocado. A veces ruedan por el ciberespacio hasta volver al remitente cuando no encuentran el destinatario señalado. Susana abre su agenda y apunta en ella la dirección, antes de que se le borre de la mano y piensa que debería entrar en el baño de un bar para lavarse las manos, a saber con qué tipo de gente tiene que tratar hoy, de esos excéntricos que se lavan las manos compulsivamente, aquejados de algún mal moderno. Vuelve a brillar la luz "SI NO VIENES, NO SÉ QUÉ SERÁ DE MÍ". Susana cierra los ojos un momento e intenta imaginárselo gastándole una broma desde el trabajo. Demasiado serio. Demasiado imposible para ser cierto. El móvil archiva los mensajes y vuelve a guardar silencio.
Susana sube al autobús y mete el móvil en el bolso, entre los libros, entre las gafas, los guantes, la bufanda, el paquete de pañuelos, las aspirinas masticables, el bolígrafo y la agenda, el lápiz de labios contra el frío, la cartera llena de papelitos que tiene que pasar a la agenda y el monedero lleno a rebosar de calderilla. Guarda el móvil porque no entiende cómo alguien puede gastar bromas de ese tipo. Será que este siglo nos ha enseñado que no es algo tan horrible jugar con los sentimientos de la gente. Le dijeron una vez que estaba loca porque no se sentía parte de esta sociedad, porque las cosas más elementales le parecían a veces demoníacas. "Sí, debo estar loca porque me niego a creer que la gente ha perdido la buena fe, porque sigo esperando ver algún día una escena en una calle que me rompa el corazón de felicidad, de orgullo por vivir donde vivo, por pertenecer a donde dicen que debo pertenecer".
Susana está sola en este autobús lleno de gente, apretada contra el pecho de una joven que la mira desde muy adentro, desde ahí donde luchan los instintos de supervivencia y la rendición eterna. Susana se siente observada, desguazada por esa mirada, pero también cree que está viendo lo que no hay, que oye la voz de un mensaje que le llega a ella, que intenta asustarla de algún modo, del modo único que saben utilizar los fantasmas para asustar. Faltan seis paradas para llegar a la casa. Mira de nuevo a los ojos de la chica y ahora no parecen amenazadores, sino tal vez simplemente un poco miopes, sí, con la belleza extraviada de James Dean, con la indiferencia ficticia que fluctúa detrás de esa mirada que no sabe si existe realmente el mundo que está intentando descifrar.
Susana también se pone las gafas a veces, las de sol, sin que el sol asome, para no ser vista. Detrás de las gafas pocos se aventuran, pocos son capaces de guardar la compostura. Susana arquea una ceja por encima de la montura de las gafas y su interlocutor ha caído. Sobre todo él, él que le hace creer que cae cuando en realidad la rendida no deja de ser Susana. Baja del autobús y abre el bolso, coge el móvil y lee los cuatro mensajes "TE ESTOY ESPERANDO", "HOY SERÁ EL GRAN DÍA", "¿DE VERDAD VAS A VENIR?", "NO NECESITARÉ HABLAR PARA QUE ME ENTIENDAS". Susana guarda el móvil y mira hacia arriba, hacia el piso al que tiene ir, y le da miedo subir a tientas, como sube cada vez que la llaman para que cuide de un niño, de un enfermo, de un anciano. Tiene miedo de quererles y recordarles en sus noches, entre los brazos de felicidad de él, tiene miedo de echar de menos sus miradas de gratitud, de hastío o de impotencia. Tiene miedo a engancharse del cariño silencioso que le dan. Tiene miedo a estar sola como ellos y no tener nunca, sino temporalmente, alguien que lea cuentos, escuche las batallitas o le ayude a darse la vuelta en la cama ortopédica.
Susana quiere acostumbrarse a desconectar, a hacer de su trabajo un trabajo más, a intentar no sentir compasión ni involucrarse en las miserias de los demás. Susana, en el ascensor, mira de nuevo el móvil, que titila y lee "TE SIENTO LLEGAR. BIENVENIDA". Le abren la puerta y la conducen a la cama de una niña de 13 años, metida en una cama, tapada hasta los hombros, como una pequeña vampiresa de ojeras moradas y labios negruzcos, el largo pelo negro desparramado cuidadosamente por la almohada, la habitación oliendo a flores frescas, las máquinas ronroneando a su alrededor, como cachorros de león, la madre con los ojos secos y el collar de perlas alrededor del cuello de pecas, el abrigo en la mano y el cheque en la otra. "Vendremos a las 10. Puede cenar. La cocina está a su disposición. Incluso tiene una televisión aquí, al lado de la niña. Está en coma. No le dará problemas. Sólo tiene que mirar la presión y anotarla cada treinta minutos. Si oye ruidos, no se preocupe, es normal, son las terminaciones nerviosas que le agitan las cuerdas vocales. Está prácticamente muerta".
Susana cierra los ojos y dice sí, dice sí a todo, dice sí cuando cierra la puerta. Dice sí y piensa que la muerta es ella, la madre muerta por dentro, seca como una pasa, triste, tan triste de observar que Susana siente caerse en la moqueta granate. Sobre la mesa, cerca de la cama, la luz del móvil vuelve a brillar "NO LE HAGAS CASO. ME ALEGRO DE QUE ESTÉS AQUÍ, SUSANA. ME LLAMO COMO TÚ. ¡QUÉ CASUALIDAD!".

lunes, 19 de mayo de 2008

Beatriz


Está acostada en la oscuridad, en la misma oscuridad de siempre, notando el hocico frío que siempre la hace sonreír. Acaricia la cabezota de Pipo y coge las zapatillas que le trae. Este perro es increíble. Incluso nota el sentido del humor que tiene, porque, a veces, cuando ella le pide el teléfono para llamar a la asistenta, porque ha vuelto a sentirse desamparada y olvidada de todos, Pipo le tiende el mando a distancia, como si le dijese "Lo que necesitas, Beatriz, es distraerte sola y no molestar a nadie". A veces, cuando se siente al borde de las lágrimas, Pipo le tiende la correa y entonces sabe que van a salir ambos, de la mano, como siempre, a recorrer las calles de la ciudad que cada vez parecen ser más desconocidas para ella, calles llenas de farolas que llueven civilización y progreso, obras que ayer no estaban y que siempre son obstáculos y trampas ajenas a su mirada.
Pipo ladra una sola vez. "Ya voy, ya voy". No necesita despertador, Pipo le indica siempre que tiene que levantarse, que tiene que animarse, que tiene que vivir, un día más, otro día más, en la más absoluta oscuridad. Camina sin tocar los muebles, ni las paredes, porque son muchos años de estar viviendo en el mismo piso, de conocer las aristas de la puerta de la cocina, las muescas de la nevera, los nudos de la mesa del comedor. Oye una puerta que se cierra arriba, en el piso de los recién casados. También oye una voz, ahora que está en el baño, porque aquí se transmiten los sonidos, será por los azulejos, por las plaquetas, que hacen embudo y lo oye todo. Se están despidiendo, y ella todavía está en el baño, mientras él le habla desde el pasillo.
Beatriz se siente un poco malvada, desde que ha descubierto las maravillas de la acústica de su baño, pero también piensa que no hace daño a nadie. Una voyeur sin visión, ¡qué irónico!, ¿verdad, Pipo? La chica contesta con la voz quebrada, como si hubiese estado llorando y Beatriz se dice que es demasiado pronto para llorar, que hace poco que se han casado y la felicidad tarda un poco más en empañarse, en difuminarse en la rutina, en la monotonía gris de los días. Pipo no siente la monotonía, o jamás se lo reprocha. Porque Pipo es un perro empático, de eso está segura Beatriz. El perro la mira a la cara o simplemente acerca su lengua táctil a la mano de la ciega y sabe qué desea, si le apetece un helado, un paseo o simplemente si la casa se le está cayendo encima. Pipo coge la correa con los dientes y se acerca haciendo ruido adrede, para sacarla de su ensimismamiento, ladra una sola vez, sin asustarla y le oye sentarse frente a ella, con resignación, con voluntad, con un férreo convencimiento de saber lo que podrá hacerla sonreír. ¿Y por qué no encontrar esa predisposición, ese interés, esa comprensión en un ser humano, a lo largo de tantos años de conocimiento, de experimentación, de sufrimiento innecesario?
Beatriz oye la puerta de arriba, la de la calle, que se cierra con cierto estruendo y siente los pasos, un poco acelerados, que bajan por la escalera, sin esperar al ascensor. Desearía salir y decirle al joven que es normal, que algunos días no nos sentimos conformes con nosotros mismos y gritamos al que está más cerca, ese que tanto queremos e intentamos proteger de los demás. Cuando deberíamos protegerle de nosotros mismos.
Beatriz vuelve al baño porque sabe que oirá a su vecina llorando, y la oye. Pipo la sigue con pisadas lentas y tal vez se esté preguntando por qué tanto jaleo por la mañana. Beatriz oye llorar a la muchacha y oye su voz quebrada aún, que lamenta estar esclavizada al amor, que lamenta no ser ella misma sino en los deseos del que ahora es su marido y Beatriz no sólo oye una voz joven sino que oye la voz de su hermana. La muchacha de arriba es su hermana, dos semanas después de su boda con el hombre que le robó el corazón. Beatriz revive el momento de hace 20 años, revive, con la misma voz, estar en la habitación contigua a la de su hermana y su marido y oír sólo lágrimas y reproches. Beatriz se viste rápidamente y sale, con Pipo, para subir al piso de arriba, llevando un trozo de pastel. Le abre la puerta una voz quebrada, la misma voz quebrada que intenta disimularse, pero ve a Pipo y ya no le importa, como si Beatriz, junto con la visión hubiese perdido también la intuición. Le da las gracias y Beatriz se pregunta cómo puede tener exactamente la misma voz que su hermana, muerta hace tanto tiempo. La joven suspira un poco entre cada palabra, como si le costase la vida decir la verdad, una verdad, su verdad. Beatriz vuelve a bajar, y siente la mirada de Pipo, "¿Qué estás haciendo?". Acaricia la cabeza de su perro y bajan, sin pasar por el piso.
Hace años, de camino a casa, desde la playa, con su hermana y el marido de esta, Beatriz perdió la vista. Perdió la vista y a su hermana. El marido de su hermana también perdió algo, la razón. La perdió y se perdió en la locura de la culpabilidad, en el remolino en que nos entierra la furia por nuestros propios actos, en ese momento de la noche en que desearíamos poder volver atrás, en un reloj mágico y no haber gritado, no haber insultado, no haber desviado la vista, no haber arrollado un camión que venía en sentido contrario, no haber destrozado la única belleza que había en nuestra vida.
Beatriz recuerda la última vez que oyó la voz de su hermana, una voz como la del piso de arriba, a la que le costaba decir la verdad, renunciar al sufrimiento de un amor que le rasgaba los días, hasta el punto de buscar en la compañía, en el testimonio de Beatriz, su única aliada, su única defensa, su talismán. Beatriz le falló aquella tarde, a pesar de la voz de su hermana, le falló porque creyó que, una vez repuestos de tanto ocio, su hermana y su marido podrían volver a sonreír, mirándose a los ojos, y Beatriz sonreiría también.
No sonrió más al oír pasar los coches. Sigue sin hacerlo y siempre oye voces de animales, ronroneantes, dispuestos a saltar cuando ella cruza el paso de cebra. Tiene miedo por Pipo, él que no tiene miedo de nada y se pregunta si tiene algún sentido recorrer caminos harto conocidos y seguir sin sacar nada en claro, ni un atisbo de luz. Sea del tipo que sea. Aunque sabe que los que habitan las tinieblas saben a su vez que un rayo de luz los partiría en dos.
Están en el portal, donde está siempre esa señora tan amable que la ve venir y le abre la puerta y siempre le alaba la elección de la ropa, esa voz cálida, de madre antigua, y Beatriz sabe que tal vez se esté equivocando, que las voces no son el espejo del alma, ni siquiera lo fueron nunca los ojos, por mucho que digan. Incluso los espejos son grandes mentirosos a veces y se pierde la perspectiva sin saberlo.
Pero hoy la voz no es la misma, aunque la llama por su nombre y Beatriz se sorprende al reconocerla, al preguntarse de nuevo, en esta mañana extraña, si no estará perdiendo las facultades que dicen que la ceguera da a cambio de la carencia. Beatriz no puede sonreír, pero Pipo lo hace por ella, meneando la cola, siempre confiado, pero siempre alerta a los desconocidos. "Soy el chico que le sube el correo, pero hoy la señora portera me ha pedido que me quedase un rato mientras llamaba al chico del butano". Beatriz intenta sonreír ahora, pero se le queda congelada en los labios, porque la voz de este chico, antes plana y sin entonaciones fuera de lugar se ha convertido en la voz de su cuñado, del marido loco de su hermana, del exiliado de la vida que languidece probablemente en un jardín donde no ve los colores, no quiere verlos, no se siente merecedor de tanta belleza. Beatriz deja que le abra la puerta y escapa con las patas asombradas de Pipo haciéndole compañía.
El sol se está poniendo, como hace siempre en febrero, a eso de las siete y cuarto y Beatriz siente que comienza a hacer frío. Ha paseado toda la tarde, ha comido en un bar de otro barrio, donde nunca se habría atrevido a ir, Pipo ha comido también, porque todavía hay gente que mira a los demás y siente lo que ellos sienten. Acarició su cabeza, apoyada en su regazo, mientras le daba trozos de naranja, que a Pipo le vuelven loco de alegría. Ha sentido despegarse el mundo a su alrededor porque todos, el taxista, la señora que tropezó con su carro de la compra, el vendedor del cupón que tantas veces ha hablado con ella de la juventud pasada, incluso la dueña del bar que ha ordenado su comida, todos eran cacofonías de voces de aquel día, en la carretera inundada de sol, donde Beatriz no dejó de oír morirse a su hermana mientras ella notaba el calor de la sangre resbalándole por la nuca y empapándole los ojos que no podía abrir, y escuchaba la radio, que no dejó de transmitir, y el silbido extraño que salía de la voz de su cuñado, tendido en la carretera, sin nadie, una carretera muerta, muerta como su hermana, porque todos estaban en las playas cercanas y no tenían tiempo para imaginarse la muerte después de una curva. Han sido las voces del bombero que separó los trozos de hierro incrustados en la carne, han sido las voces del médico que le dijo que su hermana había muerto, las voces de las enfermeras que le leían trozos de libros que Beatriz ha olvidado para siempre, han sido las voces de los familiares dándole el pésame por haber perdido a su hermana, su única familia en el mundo, su único bien, su único motivo para sonreír, antes de Pipo.
Manda a Pipo a recorrer el parque, el único sitio donde sabe que no viene nadie a estas horas, ni enamorados, ni drogadictos, ni borrachos, ni solitarios. Donde el único sonido es el de su voz, de su propia voz que teme manifestarse para no arrepentirse con el recuerdo de otra voz que quedó marcada en el pasado de aquella tarde. Pipo ladra un poco más lejos y Beatriz camina sola, en terreno desconocido, y oye el pitido de un teléfono móvil y se aleja antes de oír la voz de un fantasma más. Beatriz se aleja rápido y tropieza. Va a caer, ella sola, tal vez deseosa de no levantarse jamás, si no fuese por Pipo, por su querido Pipo. Beatriz sonríe y se le clava la sonrisa en el rostro cuando oye gritar a Pipo.
Es Pipo, con una voz a medio formar, como quien ha aprendido a hablar al verla en peligro, quien grita por ella. Y Beatriz cae y llora en la caída por la pérdida de aquella tarde de verano.

Un año ya.....

Parece que fue ayer cuando dio comienzo todo esto.... Y ya ha pasado un año.
Casi dos mil quinientas personas se han asomado a esta mina...
casi setenta escritos que han ido creciendo...
cuadros, dibujos, fotos...
Podría haber sido una mina mas fecunda,
hay minas que dan toneladas de materia
y otras que dan menos aunque quizás mas valiosas
pero a fin de cuentas, la mina funciona
y seguirá funcionando

Gracias a todos los que con vuestras letras de animo habéis glosado de comentarios estas páginas, gracias a todos los que cuando se para la "producción" me dais un toque de atención pidiendo mas, por todo ello pero fundamentalmente porque necesito seguir..... espero contar un año mas con vosotros....
Jesús

viernes, 16 de mayo de 2008

Rosita


Ahora, en la mayoría de los supermercados, no necesitas abrir la puerta para entrar. Hay un sensor y se abren solas. Rosita no puede evitar volver atrás y hacer que vuelva a abrirse a su paso, una y otra vez, hasta que una de las cajeras la mira, con una ceja de desdén y otra de compasión, y ella entra. Rosita ha oído hablar del consumismo y también ha oído hablar de enfermedades relacionadas con él, por ejemplo, mujeres que se vuelven locas de tanto comprar, maridos que matan a sus mujeres por ser tan derrochonas, hijas que se fugan de casa porque no les dejan comprarse los últimos modelos, abuelos que compran cosas inútiles por la tele, en la teletienda.
Lo entiende, los entiende a todos.
Porque, una vez que alguien ha entrado en un supermercado como este, en cualquier barrio de la ciudad, es difícil volver a conciliar el sueño de tantos colores preciosos y brillos y luces y promesas que saltan a la vista. Y saltan, literalmente, a la vista de Rosita, que imagina entrar en un área comercial con un carrito, o dos, y llenarlos, hasta los topes, de yogures, de chucherías, de lomo embuchado, de galletas de chocolate, de licores de pera, de sardinas en escabeche, de colonias y desodorantes, de patatas fritas, de calcetines de lana, de pinturas de colores, de bolsas de basura transparentes y fucsias y color aguamarina...
Rosita entra en los supermercados a sentirse parte de la gente.
Pero también se siente observada, porque siempre es sospechosa, de lo que sea, de coger una tableta de chocolate, de remover demasiado los cajones de compactos, de oler fuera de la caja una crema suavizante, de no llevar dinero encima, en definitiva. Por lo menos, aún de momento, no han puesto un letrero, como en algunos bares, donde se reserva el derecho de admisión. Eso quiere decir que lo más probable es que te sacudan el polvo antes de decidir si quieres o no quedarte. En los supermercados puede entrar todo el mundo, menos los perros, claro, pero ahora ya hay incluso guarderías para perros, justo al lado de la guardería para los niños y Rosita piensa que es una buena idea, porque no conoce a ningún niño al que no le gusten los perros, y así se distraen y no lloran. Claro, un niño es molesto en un sitio tan luminoso y maravilloso como este, con tanto que pedir, tanto que señalar para que los papás lo compren, tanta oferta y tanta demanda de los bebés.
Rosita hoy tiene un poco de dinero, pero no es para nada de comer, ni siquiera una bolsa de cacahuetes. Tiene que comprar pañuelos de papel, de color blanco, los más normales, los más baratos, los más ariscos a la piel. Rosita entiende de cutreces y esta es una de ellas, pero el dinero no es suyo. Ella no tiene, aunque de vez en cuando le dan algo que es para ella sola. No es lo normal, ni siquiera es normal que la gente se fije en ella, de pie en la misma esquina desde hace siete meses. Porque, ella piensa que sí, que se ha convertido en parte de la ciudad, pero así como un edificio abandonado, o una papelera, o una pintada o algo que nos recuerda que no somos perfectos del todo, que necesitamos fealdad para después apreciar más la belleza.
Los pañuelos debe separarlos en paquetes pequeños, porque nadie quiere 12 paquetes de pañuelos, nadie tiene tanta generosidad, ni tanta gripe, ni tanta necesidad de limpiarse las manos. Eso menos que nada, porque en la ciudad todo el mundo siempre va limpio, limpísimo, oliendo a colonias que ni siquiera hay en este supermercado, oliendo a libertad, a jardines llenos de flores. Así que los divide y después debe pedir la voluntad. Así hacía antes, al menos. Ahora casi nadie pide eso, ya directamente un euro, porque la gente de la ciudad tiene muy poca voluntad para acordarse de la chica de los pañuelos. Lo que más tienen es prisa. Prisa porque viven acelerados como si su tiempo fuera muchísimo mas valioso que el de cualquier otro, y nada de cambio. Ella tampoco tiene cambio, sería gracioso, una mendiga con cambio.
Bueno, no se dice mendiga ahora, también ha cambiado. Es una persona con pocos recursos. En realidad ella no tiene ningún recurso, ni siquiera tiene un anillo de plata o una cinta para el pelo con un osito de plástico. Todo lo que tiene se lo han dado las monjas que visitan el albergue social. Y el comedor social. Suena muy bien eso de social. Porque viene de sociedad. Y la sociedad la formamos todos, o eso dicen en la televisión. Hay una televisión un poco estropeada en el comedor social, aunque no la encienden hasta que todos han acabado de comer, porque sino se quedarían pasmados ante todo lo que pasa y no comerían y serían las 12 de la noche y las cocineras aún tendrían que recoger y lavar. Porque tienen que irse a sus casas. Y eso que ella se ofreció a ayudarlas, pero dijeron que no. Que ella era una de ellos y que no era su función, que debía sentirse agradecida con estar bajo techo cuando hace tanto frío fuera. Tal vez la solución sería irse a otra ciudad, donde no haga frío de noche, en ninguna época, y así podría ser independiente. Pero claro, si no hace frío, nadie necesitará pañuelos para el catarro, porque no habrá...
Rosita no nació en esta ciudad, por eso le resulta tan poco incómodo pedir en la calle. Sabe que no se encontrará con nadie que la conozca, aunque las ciudades no dejan de parecerse y al final, casi todas las caras recuerdan a alguien que uno conoció en otra vida, cuando uno podía sonreír y a nadie le chocaba que no supiese hablar. Rosita lo ha intentando y de pequeña tenía un médico que iba a casa exclusivamente para ella. Hacían ejercicios vocales pero ella no podía. Se le formaba un nudo en la garganta, como si estuviese al borde del pánico y rompía a llorar. Aprendió el lenguaje de signos, pero era bastante absurdo en su caso, ya que oía perfectamente. Aún hoy, en el albergue social, le dicen que se ponga en la ventana y avise cada vez que llega el camión de la basura. Todos está atentos a que haga un gesto con la mano. Después de las clases de dicción, su padre perdió mucho dinero en la empresa. De hecho perdió la empresa y comenzó a beber. Dejó de hablar con Rosita y con su madre y se fue perdiendo, igual que la empresa, acosado por la falta de ilusión, por la desgana, por el desanimo. No tardó en morir, casi como un perro, al volver del bar del barrio de la ciudad en la que ahora vivían, en un pisucho alquilado. Su madre le acompañó, porque nunca había sido persona de luchar por nada ni por nadie. Se dejó arrastrar por el deseo de su marido y le sobrevivió solo unas semanas, así que dejaron a Rosita sola. Ella cerró los ojos cuando los del juzgado, acompañados por dos policías vinieron a desahuciar por que nadie pagaba el alquiler y los dueños querían su piso, así que dejaron sus cosas en la acera y le dijeron que ya ni siquiera tenía un pisucho alquilado en el que dormir. No quiso llevarse nada y lo dejó todo en la acera. Se sentó al lado de los paquetes y quiso poder gritar, poder expresar su rabia, su tristeza pero sobre todo su soledad.
La encontraron un día los asistentes sociales del barrio y se preocuparon por ella. Nadie había sido tan bueno con ella como en aquel tiempo, hace apenas unos meses y aceptó la ropa que le prestaron, la comida que le dieron, la cama que le ofrecieron en el albergue. Y cada vez, a cada ofrecimiento, Rosita veía que era más y más difícil decir gracias, sonreír o mostrar algún sentimiento. Porque se sentía arrastrada al mundo en que ahora estaban sus padres, un mundo de gente sin voluntad, que se deja guiar sin importarles el camino. Cuando oye que dicen de ella algo que no le gusta, simplemente cierra los ojos y se ve de nuevo en la acera, entre los objetos de una vida muerta.
Vivir en la inopia no es doloroso sino un descanso. Entonces, baja los ojos y escapa.
Vuelve a tender la mano llena de pañuelos, se mira las uñas sucias pero siente que en este pequeño mundo que habita ya no importan esas cosas. No va a dejar de ser quien es. No va a dejar de ser como es. Pequeña, muda y abandonada. Sabe que podría dar las gracias, sonreír a los que se sienten en deuda con ella, de alguna forma. Ella necesitaba la ayuda hace unos meses, no ahora, no ahora cuando ya está pegada a esta realidad de la que no saldrá, como otros tantos que sí tenían ilusión...
Se pregunta por qué los policías van de dos en dos. Tal vez esta ciudad es tan peligrosa que no se sienten seguros de ir solos. Pero ella, Rosita, tiene que vender los pañuelos sola, aún a pesar de que algunos chicos le gritan cosas que no son de recibo, que no se merece por el simple hecho de ser pobre y estar mal vestida. Esos chicos que, si pudiesen, le darían golpes hasta hacerla sangrar. Y tal vez los mismos chicos que pegarían a la chica policía, la desquiciada. Porque Rosita la ve desquiciada, enferma por dentro de rabia y frustración. Rosita ha dejado de sentirse enferma. Ahora simplemente se siente vacía cada vez que alguien le da un euro y espera una sonrisa.
Y ahora, sentada en las escaleras del albergue, contando la miseria que le han regalado hoy, mira los árboles sin hojas del parque y también ve a la ciega de todas las tardes, acompañada de su perro, un labrador blanco, hermosísimo, que son sus ojos, da su paseo. La ciega hace siempre el mismo recorrido y ante la precisión milimétrica del perro, Rosita puede sonreír, porque sabe que nadie la ve, que nadie se preguntará por qué. La ciega viene vestida hoy de beige, y Rosita se pregunta cómo puede saber los colores y combinarlos así de bien, cada día. Tal vez tenga una asistenta. Rosita se mira las uñas sucias y se pregunta si podría acercarse a ella y pedirle trabajo.
Cuando vuelve a mirar, el perro se ha soltado de su arnés y está olisqueando las flores. La ciega camina sola hacia un banco pero tropieza, metiendo el pie en un hoyo y cae. Y cae y Rosita se levanta, se clava las uñas en las palmas de las manos y ve que, justo delante de la ciega, hay una botella de cerveza rota que se le clavará en la cara. Y Rosita grita, grita, grita y se le abren las cuerdas vocales y sangran de impotencia.

viernes, 9 de mayo de 2008

Elena


Su compañero le quita la jeringuilla al chico. No es su función pero siempre se cree en el derecho de hacer más de lo que esperan sus superiores. Elena no es así. A ella lo que le digan y como se lo digan. No es un trabajo en el que se puedan saltar las cosas a la torera. Ella no es así. Todo sobre un planning y si no lo hay, pues sí, a improvisar, pero procurando no salirse nunca de su cometido. Su compañero es una especie de showman histérico y fuera de madre que es feliz provocando y haciendo que todos retengan la respiración. No es mal tipo pero desde luego no es un ser humano equilibrado. Y aún menos si uno se lo imagina empuñando un arma, aunque quizás en eso se diferencien las personas normales de los que se consideran héroes.
Elena mira a veces hacia su compañero, en las interminables rondas por la ciudad, y siempre lo sorprende sonriendo, tarareando o silbando directamente. No parece ver el horror entre los contenedores de basura que rebosan de cadáveres de fetos, no quiere apercibirse de la violencia rayante que cada vez más se apodera de la ciudad, de los colgados que se arrancan mechones de pelo en pleno ataque de ansiedad, de los padres de familia que dejan moretones en el alma y en el cuerpo a sus mujeres, en las chabolas que tienen que embargar. ¿En nombre de quién? ¿De Dios? Elena sabe que su compañero cree en Dios. Que, a pesar de todo, tiene fe en que alguien, entre los escombros de un edificio construido indecentemente en los setenta, pueda salir con una sonrisa en los labios, habiendo olvidado el horror del silencio, la soledad, las piernas aprisionadas, el hambre animal y las heces corriendo por las perneras del pantalón de pijama. Elena no es así. Elena coge la porra y pega como el que más en las manifestaciones descontroladas, Elena coge de los pelos a los ultras y los zarandea hasta hacerles caer la bufanda del equipo de fútbol, Elena coge por el brazo a los camellos y aprieta hasta que se le ponen los nudillos blancos y a ellos las marcas moradas de sus dedos.
A Elena la parió una mujer como Dios manda y un guardia civil que adoraba una bandera como quien adora a un Dios, un ideal castrense en el que convirtió aquella casa, donde todo Dios se levantaba a la misma hora que el patriarca, donde todo Dios comía lo que el patriarca, donde todo Dios sabía disparar escopetas de caza como el patriarca, donde todo Dios apretaba los dientes cuando se le hacían las curas por caerse de un árbol. Donde los únicos que gimoteaban eran los perros, hasta que se les enseñaba a callar, donde los únicos que pedían perdón eran los demás, no ellos, no la piña de fortaleza y un buen par de cojones que vivían en aquella casa. Y suerte que no tuvo más hijas que ella, que todos, los otros cinco restantes, eran chicos. Porque sino habría habido una princesita en aquella casa y no una más, una amazona a caballo de su Harley, que se la compro a los 18 años con los ahorros de los muchos trabajos que se buscaba mientras estudiaba y los mas fuertes que venían de no haber conocido vacaciones en muchos años porque los veranos los destinaba a trabajar mas y mas para poder tener ese dinero que valía su sueño, porque Elena no quiso un coche, quiso sentir el viento en la cara, tragarse el humo de los camioneros - malditos mal nacidos -, beber en bares donde se quedan pegadas las mangas de la chupa a la barra que nadie ha limpiado en meses.
Elena ha nacido fuerte y no llora de frustración cuando le llega la regla en plena ronda y tiene que ponerse el tampón en un baño de cualquier bar que haría vomitar a su madre, Elena no llora cuando la dejan tirada los pocos hombres que se atreven a mirarle a los ojos, Elena no llora cuando, en medio de una pelea, recibe los puñetazos equivocados, Elena no llora ni ante Redford y Streep en Memorias de África. Elena no ha aprendido jamás a llorar y jamás se permite encontrar una excusa para hacerlo. Elena sabe que en la ternura encuentra a veces la peor de las crueldades y por eso es dura, muy dura, y mas aun cuando sabe que alguien puede verla.
Elena y su compañero pasean a pie por el centro de la ciudad, lleno de gente ociosa, en esta ciudad de obreros, funcionarios y banqueros. Así se definen siempre las ciudades: por su industria, por su administración, por su dinero. Y los demás, peones, simples peones que difuminan un poco el paisaje pero nunca llegan a alterarlo del todo. Mujeres frígidas en terrazas repletas, con sus chaquetas de piel de animal, más animales ellas todavía; tipos encorbatados que no saben ni atarse los zapatos sin la ayuda de sus mamaítas; jóvenes sin futuro que se sientan en los bancos y escriben sus nombres en la pintura, intentando dejar constancia de su paso por la vida. Gentes que no cambian, que no desean hacer nada por el cambio. Sin embargo esta ciudad ya está bastante cambiada, tristemente. Fachadas sucias de pintadas que reivindican poco menos que el analfabetismo y la anarquía de los locos; jardines llenos de envoltorios, jeringuillas, migas de comida basura, el paraíso de los adolescentes descarriados que últimamente sólo se dedican a flipar; hospitales de urgencias llenos de alcohólicos prematuros, recién nacidos con heridas de cigarrillos encendidos, balas expósitas en cuerpos ajenos, un volante incrustado en el vientre de una adolescente embarazada.
Y también están ellos, la riada que no cesa de inmigrantes, de todos los colores, de todas las razas, de todos los países, agrupados en sus pequeños mundos donde ni hacen por integrarse, y los problemas que traen consigo. Elena ve esta invasión tranquila y se revuelve, y sabe que cada vez mas, las detenciones son de gente así, y las estadísticas dicen que de diez delitos, al menos siete son cometidos por inmigrantes.
La ciudad se está tragando a sus hijos, como Laoconte, piensa Elena y también piensa en una solución rápida, un gatillo accionado, un incendio provocado, una eutanasia social definitiva y rotunda. Contra los fracasados, contra los apáticos, contra los parásitos de la vida, contra los perezosos de sentimientos y los exacerbados mentales, contra los que vienen de fuera y no son trigo limpio, pero que no hay manera de quitárselos de encima. Que no quede ni uno, que ni uno solo pueda empañar el futuro.
Elena sigue reacia a instalarse en la vanguardia; sus compulsiones son difíciles de manejar. Por eso Elena milita en un partido que aún es clandestino. Allí nadie conoce a nadie, porque las caretas siguen el juego: una contraseña, y entras, a una sala oscura, con una mesa ovalada, como los caballeros antiguos y a jugar a rol. Ella jugó una vez y sabe que es más o menos igual, sólo que aquí desbaratas un poco de realidad, prendes fuego a un ideal vivo. Elena no le cuenta ni a su padre sus correrías clandestinas, no tiene tiempo de intentar convencerle. Últimamente, con tanto atentado, en vez de recrudecerse, parece estar apagándose, como una velita. Sus hermanos y ella intentan convencerle, si bien sólo ella es quien habla en las reuniones familiares donde las mujeres de sus hermanos y sus hijos quedan fuera, en la otra habitación, porque son cosas de familia, son la cossa nostra. Mira que le hizo gracia la primera vez que vio el Padrino, peliculón.
Sus hermanos le tienen respeto, eso lo sabe desde pequeña. Ella era la que instigaba a subirse al árbol más alto, a tirarse al mar desde el peñasco más cortante, a jugar en serio y sin reproches ni marcha atrás. Elena es una tía dura, fuerte como el acero, segura de sí misma y de lo que pretende. Pero también tiene las ideas muy claras y sabe que, de vez en cuando, hay que obedecer aunque uno no esté muy de acuerdo. Así se lleva ganando el respeto de sus compañeros, muy a su pesar, y la confianza de su jefe más directo.
Elena mira a través de las gafas de sol y se nota un poco pálida, se ve más delgada en el escaparate de la farmacia. Su compañero entra a buscar unas pastillas para la ansiedad y ella se pregunta cómo puede un policía deprimido soportar tan bien cada uno de los días, y fingir tanta calma y transparencia. Elena nunca esconde lo que su corazón le grita. Tampoco necesita pastillas ni frases de ánimo. No puede entender un piropo, porque no puede confiar en nadie, el no fiarse es casi lo primero que aprendió en esta vida, no puede aceptar un halago sin que se le asomen las uñas debajo de los guantes negros de este febrero cálido. Elena conoce las palabras de los que algo pretenden, de los que fingen respeto y sumisión. Las conoce porque las ha oído a los que se dirigían a su padre. Las archiva y sigue adelante, mirando a las mujeres que toman un refresco en la terraza demasiado precoz para la época.
Su compañero sigue silbando a su lado, mira a los peatones con gesto de ser un vigilante en el paraíso. Elena ve, en la esquina de la pastelería, a la chica de los pañuelos. Mira a su compañero que se acerca con pasos rápidos a la chica. Le pide un paquete y también chicles de fresa. La chica no sonríe, no da las gracias cuando él entra en la pastelería y le compra una caña de nata y chocolate. La chica simplemente parece asumir que ese es el papel de todo ciudadano: dar, dar y siempre dar, para lavar conciencias, para acariciar la vanidad, para dormir mejor por la noche, para tener algo de lo que hablar con los amigos, en la sobremesa de la cena. Elena mira las uñas sucias y largas de la chica y los pañuelos, que recibe por un euro cuando los compra por diez céntimos. Tal vez se esté haciendo rica, detrás de esa cara de niña desvalida. Elena acaricia la porra con la mano y siente el olor de la caña de nata y chocolate que se funde un poco en la mano de su compañero. La chica de los pañuelos coge el pastel y le da el paquete. No mira a la cara a su compañero, no da las gracias, simplemente con sus ojos bajos se retira un poco para, con el pastel todavía en la mano, tender la otra a los que pasan. Su compañero sonríe un poco, tal vez condescientemente, sabedor de que ha hecho bien y que no lo ha hecho por nada en especial, sencillamente porque si y volviéndose le da un golpecito en el brazo para que reanuden la marcha. Pero Elena sigue quieta, muda y sorda al tacto.
Detrás de las gafas de sol le corren por las mejillas dos lágrimas que la sorprenden, que la paralizan, que la sacan de su centro y ve, en una sucesión infinitesimal, las caras de los chicos de las manifestaciones, oye los gritos de las sirenas, siente el aliento putrefacto del seropositivo del callejón, nota el frío debajo de los cartones. Una película muy vieja ya porque lleva años acumulándose dentro de ella, creando diálogos, poniendo luces, añadiendo sonido y parece que en este preciso momento el director ha dicho la frase famosa de corten y ha colgado el titulo de fin. Ahí está la obra, completa, conclusa y esperando la sentencia de un publico tan minoritario que en realidad solo Elena es el publico
Elena deja escapar la ternura, muy a su pesar. Lo hace a sabiendas de que este mundo es un fraude, una pesadilla con una esquina fuera de la realidad. El más cuerdo se vuelve loco y acaba con su vida en una simple tarde de ira celestial.
Intenta resistirse, intenta vencer el hastío de la repetición cíclica de la putrefacción de su propia alma, pero algo se ha roto dentro, como si hubiera explotado en su cabeza una pequeña bomba que la ha dejado al descubierto rompiendo las murallas que se había creado. Elena siente y llora de novedad.

jueves, 8 de mayo de 2008

Nieves


Nada, que no quiere el desayuno. Este chico la tiene harta. Todavía todos tienen que estar pendientes de él. Hace cinco meses que ha empezado en la Universidad y aún hay que estarle encima para que desayune, para que crezca, para que se convierta en un hombre. Nieves tiene ganas, cuando le ve refunfuñando delante de la taza de leche y cereales con miel, de empujarle por el cogote y meterle la cabeza redonda y llena de grandes palabras y demasiados granos dentro, hasta ahogarle con sus propias tonterías.
Nieves siente que hay momentos en los que odia a su propio hijo, en los que no puede sentir ternura al recordar ningún día del embarazo, llena de bultos extraños por las piernas, los pechos doloridos hasta parecer reventar, el deseo por el suelo, y su marido más desagradable que nunca, vamos, que no entendía por que no quería que la tocara las tetas, si remotamente supiera el cuanto dolían....
Nieves no ha querido volver a tener más hijos. Dios la libre, de estar esclavizada otra vez a una cuna que no deja de gritar, patalear, gimotear, ponerse enferma de tanta rabia, amen de echar por todos lados suciedad y mas suciedad que ella tenia que limpiar una y otra vez. Porque los niños son monstruos que absorben la energía, vampiros psicológicos ante los cuales uno se siente cansado siempre, de bebe, por lo que es y cuando van creciendo casi peor, simplemente al verlos correr, saltar, gritar, comer, jugar, entrar en tromba en la casa, arramblando con todo, dejando huellas pequeñas y sucias en el suelo recién fregado. "¿Quién te mandará fregar cuando sabes que viene el niño del colegio?" "Porque me da la gana, joder. Porque es mi casa y friego cuando no tengo que remendarte los calzoncillos, o limpiar lo que tú manchas, histérico de los cojones. Porque tú vienes y te sientas y pides vino y tu comida favorita que a mí me da prurito, porque sales por la mañana a meterte en ese almacén donde eres el encargado y el gallito del corral. Y yo ando sola con este piso estúpido lleno de gilipuerteces que nos han ido endilgando las mujeres de tu familia, con tan buen gusto como tú". Nieves sabe que todavía le faltan un par de karmas para atrever siquiera a imaginarlo. Eso lo piensa cuando baja las escaleras y se olvida de un escalón y se caga en todo mentalmente, porque hacerlo en voz alta sería ideal para alguna vecina, de esas que seguramente duermen pegadas a la puerta, con el oído puesto.
Nieves cierra la nevera, recoge la mesa y pasa el trapo por el hule, que huele a años de no irse de vacaciones, que huele a carencia de vídeo, que huele igual que el piso en el que está enterrada, como una momia egipcia de los documentales de la 2. Nieves recoge la ropa del tendedero y piensa en irse al bingo. Pero no, porque el bingo es un vicio y ya tiene bastante con intentar que su marido no fume, que deje de oler a ascos cuando intenta ser cariñoso y su boca huele a rayos. Nieves no es capaz de besar esa boca que le resulta repulsiva, que un día, no hace mucho, le pareció el nido ideal donde dejar sus huevos y comenzar una nueva vida. O sí, hace mucho de eso, cuando se quedaba quieta, en los semáforos, recordando las palabras que él le decía, a media voz, con esa voz profunda, que la arropaba y le distinguía de los demás. Esa voz profunda que llevaba años tragando un humo que se le ha quedado prendido en los pulmones, que le hace toser por las mañanas, cuando Nieves entierra la cabeza en la almohada y pide a Dios que la deje despertar, en su cuarto de niña, con el leve ronquido de su hermanita, durmiendo aún, en una mañana de domingo, antes de irse a misa y ver los vestidos tan bonitos de las chicas mayores, esas que miran con ilusión los ojos de los chicos que están en los bancos de atrás, cuando vuelven de la comunión.
Nieves se quita la bata, esa de la que se ríen los Martes y Trece, pero que no saben cómo alivia, cómo cubre la necesidad de ir arreglada para un hombre que ya ha dejado de serlo hace años, cómo tapa la belleza que aún descansa en sus huesos de mujer madura, porque ella es hermosa, no tanto como las que se potinguean en la tele, pero sí, que escucha piropos cuando van los dos a los toros, un par de veces al año, y él ni siquiera se molesta. Porque ya no hay pasión, ni ilusión, ni temor a perderla, porque tal vez piense que nadie desee ya robársela, porque está bien atada a ese hombre aún guapo pero que ya no es capaz de sonreír con los ojos.
Nieves camina, desnuda del todo, por la habitación de matrimonio. Busca su blusa favorita, esa que le da suerte cuando se va de compras, cuando el espíritu le da para animarse, para salir a la calle, una calle que hoy, aunque es martes y es febrero, también se ha animado a brillar con el sol. Nieves se la prueba y le queda pequeña. ¿Cómo es posible? Se la puso hace una semana, para ir con una amiga del colegio a tomar helados a una terraza, en esa terraza donde es tan caro sentarse en verano, porque el helado te cuesta el doble, pero donde en invierno, con el solecito extraño que asoma, te cuesta igual que de pie, en la barra, donde los camareros se hablan de rollos por encima de los sabores, mientras una parece no existir, de lo poco que les importe que se enteren los demás de sus conquistas, sus devaneos, sus tristezas sexuales.
Una semana. El cuerpo no engorda tanto en una semana, imposible, ha debido ser que ha encogido al lavarla. Ni los hombros. Nieves tiene unos hombros finos, como una damisela, como la actriz de esa película de caballeros medievales. Imposible. La deja y coge la de pintitas, porque parece una niña con ella y siempre sienta bien volver a la infancia. Tampoco. Nieves se mira en el espejo y no ve sus pechos más grandes ni su cintura más gruesa. Nieves mira sus piernas y están igual, un poco más fláccidas, porque todo pasa y la gravedad sigue ahí, maldita, tirando de lo poco que uno ha sido en la juventud, de las flores que una lucía en el pelo y que han muerto en una tarde. Maldita.
Nieves no quiere llorar ante el espejo, porque, que a una la vean llorar es lastimar al orgullo, pero verse llorando en soledad es matar la dignidad. Bueno, pues el jersey de canalé que siempre se adapta. Es granate y Nieves ve que hace juego con sus labios, con unos labios que no pinta, que se curvan un poco hacia abajo, como si les hubiesen cortado los hilos que los hacían sonreír. Nieves se acuesta en la cama para ponerse el pantalón, porque lo vio hacer en una película y le pareció increíblemente sensual, le gustó la actriz que lo hizo, le hizo sentir un cosquilleo en la boca del estómago y, durante unos segundos, se preguntó cómo sería estar tumbada debajo de esos pechos perfectos, de ese ombligo redondo y tentador, y después, ruborizada, se levantó para ir a la cocina, avergonzada, preguntándose si su marido o su hijo podrían haberse dado cuenta, aunque sus ojos, los de ellos, seguían, ávidos, en la pantalla. Y ella, una noche, antes de salir a cenar a casa de sus cuñados, se puso así el pantalón beige del traje y su marido se puso hecho una furia, como si le hubiese insultado de algún modo. "¿Quién te crees que eres, Raquel Welch?". Ella le había tirado el joyero de plástico y llegaron un poco tarde a la cena, ella irritada con ese ser humano que ya no reconocía y él... Bueno, lo que él pensase le traía sin cuidado, hacía muchos años, cuando el respeto se escapó por el desagüe en que escurría las verduras.
Nieves tampoco puede con el pantalón de pinzas y se pone uno que tiene una goma ancha en la cintura. No se siente distinta a ayer, no se siente mayor ni más desgraciada porque calibrar la infelicidad es hacerla real. Baja por las escaleras y, en la calle, que es un vacío de gentes atronadoras que pasan corriendo, gira a la izquierda, hacia las tiendas caras, porque sí, porque hoy se lo va a gastar todo y después que grite, que grite él y podrá encontrar excusas para irse y no volver jamás. Pero, de momento, a sentirse guapa y rica. Entra en la tienda y una sonrisa la recibe y la hace sentarse. ¿Dónde se habría visto tanta amabilidad, tanta cortesía sino donde uno vale por lo que piensa gastar? Le enamora una blusa, una falda, un traje, un foulard que conjunta con todo, que esta temporada todo va a venir muy combinable, dice la sonrisa. Se miran y se consultan la talla. La sonrisa asiente y le pide que pase a un vestidor. Le da la ropa doblada y perfectamente planchada.
No le sirve.
Nieves pide una talla mayor, un poco avergonzada, y la sonrisa le pasa la ropa, un poco más grande, imperceptiblemente más grande. Tampoco. Nieves pide otra talla más y ahora la sonrisa vacila: "¿De verdad no le sirve?". Nieves piensa que si le explica lo que le pasó en la casa no va a creerla. Nieves piensa que está demasiado alterada para poder explicar y que alguien la entienda.
Nieves ve a través del cristal del escaparate una pareja de policías, un hombre y una mujer que parece un poco enferma, y piensa que tal vez la sonrisa les llame para que se lleven de la tienda a esta loca, esta loca de los suburbios que tal vez no tiene dinero ni intención de comprarse nada. Nieves sabe que hoy no es un buen día para salir de compras, que así se ahorrará la bronca de su marido. Nieves intenta volver a ponerse su jersey y le sirve apenas, haciendo crujir las costuras y la sonrisa ha desaparecido y se ha llevado la ropa preciosa y suave. El pantalón cruje también, quizás demasiado y Nieves sabe que, entre las piernas, lleva una abertura que la avergonzará de camino a casa, una abertura como un corazón que sangra. Nieves recoge el bolso y mira hacia la sonrisa. Pero la sonrisa ha desaparecido y sólo hay unos ojos que la miran como la miró su marido, de apellido Rodríguez, cuando intentó parecer especial.
El día ha sido largo, tal y como Nieves esperaba, pero aún así no lo considera suficiente. Nieves advierte que aún no se ha marchado del todo, que todavía conserva algo de luz en la parte más baja de las ventanas.
Lástima.