martes, 28 de octubre de 2008

Socorro


Oye la voz por el patio de luces y saca la cabeza, todavía con un par de calcetines a punto de colgar. La vecina le chilla que está a punto de comenzar la telenovela. Socorro es muy suya para eso. No le gustan las películas donde todo parece acabar siempre bien. Los malos se arrepienten y los pobres buenos acaban siendo ricos. Y los enfados, ¿qué? Nadie se enfada. Se descubren los embarazos después, mucho después y las protagonistas, por muy hermosas y ricas que sean también sienten el peso de los días en los riñones, cuando dicen algunas que baja la regla y a Socorro lo que le parece es que la regla sube, que sube de los mismos infiernos.
Castigo de Dios.
Sólo su marido sonríe cuando ella le cuenta los cabreos que le suben de los ovarios, se sienta frente a ella y echa unas carcajadas que a Socorro la alivian, porque se sabe comprendida, o cuando menos, acompañada. Él se acerca a ella, se sienta a su lado, le coge una mano y la obliga a sentarse en su regazo. Ella acerca su cabezota a su pecho y le pasa una mano por detrás de la cabeza. Le hace dibujitos en la nuca, ahí donde el pelo empieza a clarear como en las antiguas tonsuras de los religiosos, y él tiene que adivinarlos. Mientras, Socorro le susurra lo mucho que le echa de menos, cada día, metida entre las cotidianeidades, y él le dice que salga, que se airee, que se ponga a trabajar. Pero Socorro le recuerda las pastillas, le recuerda que el corazón le funciona a ratos, a ratos y a saltos, que no podría, que nadie querría tenerla así, a punto de resquebrajarse como una marioneta de papel. Él le dice que no, que es fuerte, como una pequeña hormiga que escala los bancos del parque y a la que nadie da mérito. Pero que él la observa, cada día, cada instante, porque la siente su compañera sentimental. Que no son sólo marido y mujer, que hablan en la oscuridad del cuarto cada mañana, cuando él llega de trabajar, que lo suyo es esclavitud, es andar de noche y llegar a casa oliendo a muerto, a peces muertos, a papel muerto, a deshechos muertos que Socorro intenta quitar a base de suavizantes que no lo tapan del todo.
Por eso, en una pequeña habitación que no utilizaban para nada, han hecho la habitación del cambio, donde él deja fuera los olores, la putrefacción y el desperdicio, desde donde camina desnudo, con las nalgas perfectas al aire y camina como deben caminar los seres humanos, orgullosos de un cuerpo que funciona, que responde, que sufre y se sobrepone también. Camina y ella se siente enamorada de sus curvas, de la costilla un poco saliente, de la cicatriz de la operación de apendicitis, del vello negro salpicado con alguna cana que ella abraza en las noches de invierno, su osito particular. Él deja el olor fuera, como deja su vida de basurero, como comienza una nueva vida ante ella y le cuenta a veces las barbaridades que la gente tira y que él siempre se niega a coger, porque podrían ser de muertos, dice.
Y Socorro sonríe y le besa la frente y le dice que los que hacen daño son los vivos, no los muertos.
Él la mira un instante y le pregunta si le gusta la nueva colonia. Se acuestan juntos un rato y mientras ella espera oírle durmiendo, descansando, piensa en la fuerza que le saca la noche, que lo vampiriza y lo vuelve con ojeras, como un perro cansado de recorrer caminos. Él dice que está bien pagado y ella no lo niega, pero ella querría dormir todas las noches con él y no hacerlo cada tres meses, cuando cambian los turnos y puede llegar a casa a eso de la una de la madrugada. En las zonas ajardinadas de los ricos, no se hace ruido con el camión de la basura porque los grandes señores deben descansar, como si no tuviesen las ventanas aislantes, para no oír lo que no quieren y para que los de a pie no oigan que también en sus casas se pelea y tal vez más que en otras, porque el motivo no es el dinero sino la desidia, el aburrimiento, el hastío de tenerlo todo y no desear nada.
Socorro sigue tendiendo la ropa con la puerta cerrada para que él pueda dormir y espera, espera junto a la ventana, mirando el camión de butanero, y le hace un gesto con la mano, que no pite, que no haga ruido por Dios, pero él no la ve, como cada día y él, al levantarse, le dirá que no haga eso, que no es necesario, que el duerme aunque caiga un obús. Pero ella sabe que los sueños son mejores, mas tranquilizadores cuando no hay sonidos agudos, cuando el sonido más fuerte es el latir del corazón de un pájaro, apoyado en la mesilla de noche. Socorro le había pedido que instalasen ventanas dobles y él lo hizo por ella, creyó que el ruido la molestaba y ella pensaba en él, en su cariño que a veces, de madrugada, le deja notas de amor encima del hule, le regala flores nuevas, recién cortadas en los invernaderos que compra de camino del trabajo, flores olorosas que a veces cuando llegan a casa, ya llevan impregnado el olor del trabajo, huelen a suciedad y a descomposición.
Pero al llegar a casa, mezcladas con el aroma a hogar, se quedan prendidas de calidez, de la calidez de las moquetas recién aspiradas, los muebles brillando y oliendo a cera, las ventanas relucientes como un sol, la ropa planchada desprendiendo lavanda y pino. Él llega y se sumerge en la bañera de hidromasaje que ella también le pidió para sí y que pensaba que sólo él se merecía. Piensa en ella, piensa en la soledad de las noches y el silencio de los días, de las ocho horas que duerme, de las ocho horas que trabaja él. Piensa en la monotonía de sus días de ama de casa que no disfruta de los gritos de los niños porque él se ha quedado muerto por dentro, se le han podrido los espermatozoides, sin razón se le negado el poder sentir un bebe suyo entre los brazos y los olores de la piel de un niño, los sonidos de un llanto o el balbucear de las primeras palabras pronunciadas, ver crecer a una personita, a su personita y sentirse completo, lleno, realizado.
Ella no protestó, no lloró ni se lamentó. Se abrazó a él y le llamó "Mi niño". Él se dejó abrazar y pensó que tal vez era lo mejor. Que las vacaciones eran estupendas, que el cuerpo de ella se amoldaba al suyo y que cocinaban juntos desde el mediodía. Socorro había llorado sola, metida en la bañera, con las sales de baño desparramadas en el agua, en suspensión, rozando su cuerpo abierto en canal por los años de esperar, de ansiar, de no obtener. Socorro había callado las lágrimas porque él había callado las suyas, no había duda.
Dos silencios que gritan todo y que a la vez se ocultan para no dañar a la persona que quieres con la sensación de vacío que se ha quedado pegada a cada poro de la piel.
Aún ahora, de vez en cuando, se queda parada en blanco, en el mercado, mirando el carrito de un niño y su madre empujándolo como si empujase una piedra de penitencia. Socorro siente deseos de arrebatarle al niño y salir huyendo del mercado, llevándole hacia un futuro en una casa donde el olor muere en una habitación y el amor nace en todas las demás, cada madrugada.
Hoy hay turno de suerte, como Socorro lo llama y él vendrá a la una, cuando todavía están retransmitiendo partidos y la vida aún no ha cesado del todo en la ciudad. Dormirán juntos en una cama que huele a muguete y a sándalo, dormirán rodeados de cientos de velas olorosas que él irá apagando con un soplo, diciendo, a cada una de ellas "Estoy pidiendo un deseo." Socorro cena sola, mirando la pantalla, en las previsiones del tiempo, y se acerca al tendedero a recoger la ropa. Mira hacia arriba y ve una luna creciente preciosa, justo encima del patio de luces, mirándola, observándola y Socorro sabe que sólo se le piden deseos a las estrellas fugaces pero que esta luna no es más que una estrella muy fugaz, aunque bien recuerda las clases del colegio cuando le decían que no, no era una estrella porque no tenia luz propia, quizás como ella, sino que reflejaba la luz de la estrella que es el sol, pero esta particular estrella es suya, aunque lo niegue la ciencia, sabe que esta ahí, mirándola, y que desaparecerá tal vez dentro de tres semanas, qué más da el día.
Socorro tiende las sábanas. Abre la ventana al aire frío y deja que se airee la habitación a estas horas de la noche. Cree en el beneficio de los duendes de las ciudades, que tienen menos trabajo al haber menos personas que crean en ellos. Pero Socorro es una de ellas. Plancha el pijama favorito de él. Plancha el salto de cama con el que se siente Sharon Stone. Se lava el pelo y se lo seca despacito, metiendo los dedos para ahuecarlo y hacer volumen, como una estrella del cine. Duchada y oliendo a albahaca, Socorro cierra las ventanas, deja que su propio olor se asiente en las maderas de la cama. Faltan veinte minutos.
Enciende la cadena y pone un disco, que gira y gira y deja cantar a Sinatra, que sí es mucho más viejo que ellos dos, pero que siempre trae recuerdos de tiempos donde todo el mundo era bueno, donde todos sabían hacer favores con el corazón y no con la cartera. Oye el ruido del ascensor subiendo. Oye las llaves en la puerta. Oye su voz y responde con un susurro. No quiere moverse. Le oye caminar desnudo y meterse en el cuarto de baño.
Oye su silbido y se estremece al oír a Sinatra. "Strangers in the night". Sí, ella se siente un poco forastera, un poco distinta a la que era antes, desaliñada en el corazón, vacía de compañía sin él, su amor. Acaba pronto y entra, desnudo, impresionándola con su naturalidad, como siempre, desde hace más de diez años. Se acerca a ella y la besa en el cuello. Hunde sus manos en su pelo y le susurra su nombre hasta que ella piensa que está en peligro. Ríen ambos, de tantas veces que lo han hecho y siguen riendo juntos.
Socorro le ayuda a vestirse para desnudarle después, para sentir su cuerpo buscando el suyo, con calma, despacito, despacito, como si tuviesen todo el tiempo del mundo, y no hablan de cosas mundanas, sólo sienten el uno en el aliento de la otra la presencia de lo divino, la sorpresa de la felicidad mutua. Se acarician el pelo y se pierden en los aromas de la habitación, se pierden en sí mismos y Socorro siente, de repente, en pleno éxtasis, un olor a infancia, siente en su pituitaria una loción para bebés y se le escapan las lágrimas. Él la abraza y se pregunta qué acaba de sentir, qué escalofrío le ha dejado paralizado, poseído por una visión. Se acercan más y más y lloran juntos, preguntándose por qué, por qué si son tan felices. De madrugada Socorro se levanta y va al baño, pasa por la habitación del cambio y no nota ningún olor. Se pregunta si él ha ido hoy a trabajar. Se acuesta y duerme.
Amanece días más tarde. Febrero grita en la ventana. Socorro está despierta y le siente descansando a su lado, en la cama. Oye la voz de la vecina y corre al balcón. Una mujer se cayó esta tarde en el centro y ha muerto fulminada por un rayo interno. Socorro se acerca al baño y vomita. Saca el Predictor y sonríe, sonríe y sonríe ante el positivo. Recuerda la cara de ilusión de la farmacéutica, y no puede esperar. Salta encima de la cama, aplasta a su marido y le susurra al oído: "Nunca más olores de fuera. Tendremos nuestro propio olor de hogar. Lo tendremos porque nos lo traerá él. O ella". Su marido sonríe y Socorro piensa que la mujer de hoy ha muerto para que alguien se disponga a vivir en ella.

viernes, 17 de octubre de 2008

Ángela


La puerta de la tienda estaba abierta. Por eso Tromba se ha escapado. Ángela intenta no llorar. Intenta que nadie se dé cuenta, que su madre no salga gritando de la trastienda y se la lleve para dejarla abandonada en medio de la autopista como otros hacen con sus perros. Su madre le había dicho que cerrase la puerta, que iba a la trastienda a buscar una de las prendas que después Ángela tendría que llevar a casa de cualquiera de las clientas de su madre. Ángela lo había hecho, pero una estúpida mujer, con un abrigo que seguramente habría costado la vida de docenas de animalillos, había dejado la puerta abierta y Tromba había aprovechado. Ya de pequeña solía colarse por las puertas, dejando a Ángela cansada de tanto rastrear, como si fuese un bebé, intentando meterse en su cabeza de cocker spaniel, intentando averiguar qué sitio sería el más acogedor para una cachorra con carácter como Tromba. Ahora Ángela se pregunta qué hacer.
Va corriendo a casa, tropieza sin querer con una mujer que lleva a otra en una silla de ruedas, se para a pedir perdón y cruza el semáforo justo para escuchar un frenazo rozándole las rodillas. Intenta sonreír al taxista que grita barbaridades y sigue corriendo. Se da cuenta de que el corazón le va a salir por la boca. Se sienta en un banco helado y se mira los brazos, erizados del frío, en manga corta, porque en la tienda de su madre nunca hace frío, al contrario, siempre hace el clima ideal, como su madre dice a sus clientas, que sonríen desde las fundas dentales que les han colocado hace unos días apenas.
Ángela llora ahora. ¿Dónde estarás, Tromba? Quisiera gritar, ponerse a mirar debajo de los bancos, preguntar a la gente. Demasiado trabajo. Sigue corriendo hasta su casa. Sube en el ascensor, tamborileando en la puerta, hasta que se abre. Saca las llaves y corre por el pasillo. Se tumba en su cama y escucha el fax que resuena a través de la pared, del otro lado, del piso de la abogada más famosa de la ciudad. Tal vez ella tenga a algún detective en su nómina y pueda buscar a Tromba. Pero será demasiado tarde. Ángela tiene que encontrarla hoy mismo. Antes de la noche, antes de que se desconcierte con las luces y acabe tirándose bajo los faros de un coche. Ángela se limpia las lágrimas con el dorso de la mano. Se acerca al ordenador y lo enciende. Hace un cartel y escanea la foto de Tromba. Espera a que se imprima, en blanco y negro Tromba es preciosa, todavía más preciosa de lo que le dicen todas sus amigas. ¡Qué perra más lista y qué tonta se pone a veces! Tanto desear la libertad, que es mala amiga de Ángela que siempre le quita el collar a pesar de las prohibiciones de su madre. ¡Qué perra estúpida!, grita Ángela y siente el calor de las lágrimas.
Oye las copias saliendo por la impresora. Se pone un jersey de lana y un abrigo. Busca la bufanda que Tromba siempre le agarra con los dientes y la hace girar, como una peonza. Tiene los guantes en los bolsillos, uno con agujeros de los dientes de la perra, que tira y tira, juega a quitárselos en dos segundos. Ángela se pregunta qué hará si Tromba no aparece. No quiere ni imaginarlo.
Tromba es la hermana que Ángela nunca tendrá. Duerme en su habitación, a los pies de su cama, cree su madre, pero encima, muy pegada a su espalda, cuando la madre cierra la puerta y Tromba sabe que no hay peligro. Tromba se acerca por las mañana y coloca el hocico en los dedos calentitos de Ángela. A veces, cuando el sueño es pesado y duele entre las pestañas, a Ángela no le gustan los despertares que le da Tromba. Otras veces, cuando recuerda vacaciones que no volverán, comidas familiares en restaurantes de camareros con pajarita de terciopelo, veladas jugando al Risk con papá, Ángela se abraza al cuello de Tromba, que tiene las patazas apoyadas en el edredón de plumas. Ángela se abraza a la perra y llora bajito, llora con lágrimas que se quedan flotando dentro, como en una burbuja sin gravedad, para que su madre, que aunque debe entenderlo, no quiere ni siquiera aceptarlo, no pueda recriminarle echarle de menos.
Ángela no sabe qué lejos está ese país. Pero sabe que papá nunca estará lejos para ella, que sigue viviendo en los ojos de Tromba, en su regalo de cumpleaños cuando Ángela era todavía una mocosa. Ahora no es mucho mayor pero ya no se le permite llorar cuando está triste, como si fuese derrumbar el muro que su madre le enseña a construir. La madurez, dice la madre. La estupidez, piensa Ángela y mira hacia Tromba, que emite un mini estornudo que la hace reír aún más, de sentirse acompañada en el sentimiento.
Ángela siente que ella y Tromba son dos imágenes reflejadas en el mismo estanque.
Recoge las hojas y sale. Vuelve a entrar en casa a buscar el celo que está en la biblioteca. Corre por las escaleras, tropieza y cae. Los folios están en el suelo, algunos doblados, formando orejas. Ángela se frota la pantorrilla y el codo. Siente la piel despellejada por dentro del jersey y del abrigo. No hay tiempo de ponerse una tirita. Sin Tromba se le está despellejando el corazón.
En las calles principales, en las tiendas principales, todas las dependientas conocen a su madre y Ángela aprovecha para colocar los carteles. Antes de colocarlos, escribe con letras mayúsculas HAY RECOMPENSA. Tromba no es una forajida pero casi, quizás sea mejor decir que es una huida. Ángela no puede evitar sonreír al recordar los geranios devorados o el informe echo una bola de babas a los pies de la perra. No puede olvidar la mirada de orgullo del animal, como si dijese, detrás de los ojillos cristalinos "Lo he hecho yo sola. Me merezco un premio". Ángela la cogía y la escondía en cualquier armario hasta que los gritos de su madre se alejaban por el pasillo. Entonces sacaba a la perra y esta le lamía la cara, gracias, gracias por protegerme, parecía decirle, loca de alegría de abandonar la oscuridad y estar de nuevo con la niña.
Ángela la saca todos los días, después de ayudar a su madre en la tienda a la vuelta del colegio, ella y Tromba salen al parque o a dar una vuelta, haga sol o llueva, nieve o calor. Por la tarde hace los deberes en la trastienda con el rabo de Tromba rozando su pantalón vaquero y a veces le pregunta a la perra si sabe algo de trigonometría , o qué opina de la revolución industrial, o si entiende como funciona eso de los ácidos y las bases. Tromba ladra, da su opinión, pega un salto y se encarama a la mesa, mirando con interés los garabatos de su pequeña dueña. Ángela le acaricia la cabeza, Tromba le muerde la manga del jersey para que se agache y asi llegar a lamerle la cara y comienza la fiesta. Dos horas, o más, le llevan los deberes a Ángela, cada tarde, por culpa de la dichosa perra. ¿Dónde estarás, Tromba?
Ángela decide entrar en el aparcamiento, a preguntarle al vigilante de la tarde, que fue muy amigo de papá. El hombre se acuerda de la perra, pero no la ha visto por aquí. De todos modos, avisará en casa de Ángela en caso de verla. No debe preocuparse, dice. Pero Ángela lo está, y mucho. Tromba parece una perra adulta y cabal pero en realidad no se diferencia mucho de Ángela; dice su tía que ambas son mucho ruido y pocas nueces, como esa película en verso que tanto le había gustado a Ángela y con la que Tromba había estado quieta, como si la entendiese. El vídeo club. Ángela sabe que va mucha gente, a pesar de la dependienta, que parece más cosa que persona, de lo callada e inexpresiva que es. Ni mirándola a los ojos puede uno saber si está triste o simplemente cansada. Ángela sale de allí con el corazón encogido, como si haber estado dentro le hubiese hecho perder esperanzas de encontrar a Tromba antes de que anochezca.
Tromba. Así entró en su vida un huracán de ladridos constantes, que se colaban en la cabeza de Ángela cuando intentaba dormir. Hasta que a papá se le ocurrió que, si Ángela no era alérgica a la cachorrita, podrían dormir en la misma habitación. La madre se había negado. Al final, lo consiguieron, Tromba, papá y Ángela. La madre había mirado de reojo a la perrita, que dormía con el hocico entreabierto, expectante ante cualquier vibración, por muy lejana que estuviese. Como poseída, se levantaba del capacete y corría por la casa, persiguiendo fantasmas sólo avistados por ella, haciendo ruiditos con sus uñas en el parqué que la madre pagaba para ser abrillantado con eficacia. Tromba. ¿Dónde rayos estás?
No le gusta estar sola demasiado tiempo, se pone nerviosa y comienza a ladrar a diestro y siniestro, poseída por el deseo de ser tenida en cuenta, como un bebé que aún no sabe hablar. Claro que no sabe hablar, pero Tromba sí sabe escuchar. Cuando suena el teléfono, Tromba corre hasta la habitación de Ángela y le coge los bajos de los vaqueros con los dientes, la acerca al auricular y se sienta a sus pies. Si es alguna compañera de la niña, Tromba se va. Pero si llama él, el chico tan guapo que se sienta delante de Ángela, la perra se queda. La mira, inclina un poco la cabeza, como si dijese "Escucho para aprender como hay que tratarlos".
Tromba. Son las nueve de la noche. Hace dos horas que ha salido de la tienda de su madre. Vuelve corriendo, con un par de folios todavía bajo el brazo. Siente que se le humedecen los ojos. Y ahora la madre le gritará, la llamará irresponsable, que lo es. Pero Ángela no es aún lo suficientemente adulta para reconocer que puede equivocarse y se lamentará siempre, siempre se sentirá responsable por esta tarde de erratas y carreras a ninguna parte. Antes de llegar a la tienda de su madre, se para a comprar gusanitos en la librería de la mujer que nunca deja de sonreír, una señora muy amable con la que su madre nunca se para demasiado, como si la hiciese sentir mal. Compra gusanitos porque a Tromba le encantan y deja otro de los carteles.
En el interior de la tienda hay un hombre y su madre sentada en un sillón de los de las clientas. Tiene la cabeza entre las manos y parece llorar. Ángela se acerca y, a los pies de la mujer, está la perra. ¡Tromba! La madre grita y le pregunta dónde ha estado. Tiene los ojos rojos, grandes como lunas llenas. La abraza y Ángela se queda muda, preguntándose cuándo ha sido la última vez de un abrazo así.
La perra salta alrededor de las dos mujeres. Ángela cuenta que se ha pasado la tarde buscando a la perra. La madre cuenta que toda la tarde han estado buscándola a ella, a Ángela. Que la perra se quedó dormida detrás del mostrador y alborotó tanto a la madre que esta acabó preocupándose, preguntándose dónde estaría su niña. Su niña. Ángela es su niña. Ángela sonríe. Abraza a la perra que apoya sus patazas en los vaqueros de la niña y abraza a su madre que llora. Ángela llora también y abraza a las dos mujeres de su vida. Sólo Tromba es consciente de la alegría de estas lágrimas que ella no puede derramar.

martes, 14 de octubre de 2008

Mónica


Cierra la nevera de un portazo y, por la inercia del golpe, la nevera se cierra y vuelve a abrirse, quedándose un rato observando la rendija a través de la goma de cierre. Mónica vuelve a levantarse de la silla y vuelve a cerrar la puerta, esta vez con suavidad inusitada. Mira el plato vacío. Vuelve a levantarse, una vez más y se acerca al teléfono. Marca y espera. Habla un instante. Cuelga. Coge el monedero encima de la nevera y cuenta. Faltan doscientas pesetas. En el salón da la vuelta al jarrón vacío que está en el suelo, al lado de la ventana. Trescientas pesetas. Las coge. Cien de propina. Mira la habitación. Llena de polvo encima de los muebles, de los pocos muebles que se ha atrevido a comprar.
La televisión está apagada, incluso desconectada. Mónica no soporta ver ni oír calamidades, lleva siete meses sin enterarse de nada, ni siquiera del tiempo y viviendo en este piso interior muchas veces sale a la calle como si acabase de llegar de un país de clima muy distinto al de esta ciudad. A veces sobra la ropa. A veces falta. Cuando falta, sube las escaleras corriendo y al llegar arriba ya tiene calor y no coge el abrigo que le hace falta. Vuelve a bajar, sudorosa y el frío se le mete entre los huesos mientras ella tirita y hace caso omiso del tiempo. Es psicológico, se dice a sí misma, a veces incluso en voz alta. Han pasado cinco minutos. Mónica ha recogido las cajas que estaban en el salón, apiladas como libros de consulta. Como los libros de los estantes de la biblioteca en la que es voluntaria. Algunos de sus amigos dicen que sería mejor ayudar a la gente, o a los animales, ser voluntaria en un hospital o irse a las misiones. Mónica está harta de la gente que vive para los demás. Ella simplemente vive para los libros. ¿Qué más puede pedir?
Lo que todos buscamos, en la oscuridad de un cuarto, entre las líneas de una carta arrugada, en las inflexiones de la voz de un contestador no es más que el reposo. El reposo del alma. Sentirse merecedores de un premio invisible que sólo hace acto de presencia en soledad, cuando nada nos ha desvirtuado aún. Todo comienza de la forma más casual. Como ocurren todas las calamidades y los amores imposibles.
Regresaba de la playa y se encontró con un accidente en la carretera. Sangre en las toallas y en la nevera de playa. Mónica se había bajado de la bicicleta y se había acercado, por curiosidad malsana, como los mirones de los suicidas, invadiendo un momento que tenía que ser de intimidad, disfrutar los últimos momentos de una vida que pocos tendrán en cuenta, si no tal vez al volver a pasar por esta carretera y desearán olvidar el olor a gasolina esparcida, los hierros retorcidos, las luces naranja de las ambulancias. En una venía él. Había bajado corriendo, dispuesto a salvar a alguien. Mónica le había visto desde lejos. Y se preguntaba cómo sólo ella era la única que se fijaba en él, en el aura que desprendía alrededor. Le había visto acercarse a los heridos, dos mujeres y un hombre. Había visto sus ojos llorosos por el humo del motor y había recordado su mano ensangrentada, limpiándosela en la rodilla del pantalón de enfermero. Había visto cerrarse las puertas de la ambulancia detrás de su figura, detrás de dos de los accidentados. Había vuelto a montar en la bicicleta y le había seguido hasta donde le habían permitido sus piernas. En el hospital, al que llegó cuarenta minutos después de la ambulancia, lo buscó con hambrienta necesidad. Se había ido ya. Mónica intentó averiguar el número de habitación de los heridos pero se enteró de que una de las mujeres estaba muerta y los otros dos aún estaban en observación. Recordaba en aquel momento haber agradecido el accidente, recordaba haberse estremecido por la maldad de ese pensamiento. En el amor y en la guerra, todo vale. Recordaba haber vuelto a casa desolada por dentro y agotada por fuera, buscando con la mirada la luz naranja de una ambulancia. Aquella en la que iba él.
Meses más tarde, en una exposición le vio aparecer, solo, le vio mirar concentrado las fotografías que hablaban de minas anti-personas, de puentes derrumbados, de chabolas llenas de cólera y desnutrición. No recordaba apenas las fotografías, sólo su perfil y su ceño fruncido, sus manos en los bolsillos, apretando los nudillos, la línea de la mandíbula tensándose ante el horror de las instantáneas. Se había ido pronto, sin mirarla una sola vez. Había depositado un cheque en la urna de la puerta, había sonreído a una de las chicas de la entrada y Mónica le había seguido hasta perderle dentro de un taxi. Siguió en la biblioteca, buscando, subrayando en los libros las frases que le recordaban a él, que la hacían soñar por las noches y vivir cada día. Había comprado los muebles que creía que le podrían gustar.
Ahora no se preocupa de poder encontrarle de nuevo en la ciudad, después de la exposición sabe que donde haya algún acto benéfico seguramente él estará allí, solo y con la mirada enfurecida por tanta injusticia. Mónica se pregunta si vale la pena pasarse las tardes yendo a sitios donde los demás hablan de otros a los que no conocen y a los que compadecen. Mónica nunca ha sido capaz de asimilar la situación de los que están peor que ella. Es cuestión de suerte nacer en Suecia o en Uganda. Simple suerte y contra la suerte no se puede hacer nada. Ni siquiera se molesta en mirar a la chica de los pañuelos de la esquina. Si está en esa situación, seguramente es porque no hay nada que hacer, nada que cambiar. Una vez vio a una persona intentando ayudar a una ciega que vive cerca del parque y vio a la ciega negarse a dejarse ayudar, amparándose en la presencia de un perrazo enorme. Mónica piensa que cuando no se dejan ayudar de poco sirve tender la mano. Ella se abstiene de hacerlo. Nadie la ha ayudado. Se ha sentido sola y es consciente de que muchos otros también, pero su situación no le afecta. El mundo es egoísmo y Mónica reconoce que la mejor forma de aclimatarse es crecer uno por sí mismo, regándose como si fuese una planta, sin prestar demasiada atención a la sombra de los que crecen alrededor.
Mónica entra en su habitación y reordena los libros en las estanterías. Dicen de ella que conoce a todos los autores, de ahora y de siempre. Mónica sonríe y se alegra interiormente. Los libros le dan libertad y ahora le dan respeto. La gente admira a todos los que son capaces de utilizar palabras diferentes para decir lo mismo. Algunos a eso lo llaman carisma. Ella simplemente sabe que ha nacido bendita por ese don. Desde pequeña sólo pide libros, en Navidades, en su cumpleaños. Y esos días no está, sino abstraída en la trama, en un mundo paralelo donde nada es frío ni sórdido, donde el final es y lo demás, lo que venga después, no importa. Mónica pasa los dedos por el canto de los libros y se pregunta cómo puede haber gente que no los ama, que no los reverencia y prefiere dormir abrazada a sus páginas que a cuerpos ingratos y llenos de fluidos sucios y pegajosos. El cuerpo no es más que un amasijo de impurezas que brotan en las páginas de los libros como libélulas e hipocampos, que revolotean a su alrededor, a veces en las líneas de su diario, prendidas en el nombre imaginario que ella da a su rostro, al rostro del amor que no conoce y que espera sentir. El amor exclusivo, la entrega completa y definitiva, el gozne que cierra todas sus puertas y la hace sentir vulnerable y sensible. Sólo ante él.
Mónica mira su nombre estampado al final de cada libro y sabe que le pertenecen, como el recuerdo de él le pertenece, en los dos momentos de su vida en que se han cruzado. Mónica le ha visto varias veces ya, en una película que ha visto más de diez veces. El actor tiene la misma expresión, la misma incertidumbre de ser perfecto y Mónica se asoma a la pantalla y besa sus labios fríos y llenos de electricidad estática. La dependienta del vídeo club jamás le ha preguntado por qué alquila tantas veces la misma película. La dependienta está a su vez prendida en la pantalla de una televisión minúscula y no presta atención a las caras de los clientes ni observa que en el número de Mónica siempre, desde hace meses, ha cogido una misma película. Ni siquiera se ha dignado a conseguirle una copia y vendérsela. Mónica sabe que tenerla a mano sólo haría que la desgastase en una semana. Poniéndola una y otra vez para encontrarse, ahora sí, con la mirada de él directa a los ojos de Mónica.
Suena el timbre. Mónica abre la puerta. Se lleva una mano a la boca y con la otra se agarra al quicio. Es él. Mónica contempla su gorra que aplasta sus cabellos adorables, su mirada directa, sus uñas limpias y redondeadas, sus zapatillas deportivas gastadas, su pizza en una caja de cartón, humeante a pesar de la distancia y del frío que hace fuera. Mónica le invita a pasar pero él, sin sonreír, incluso con una mueca de incredulidad en los labios carnosos, le dice que es un repartidor, que no está de visita, que son diecisiete euros y que no se preocupe si no tiene cambio. Mónica saca el dinero del bolsillo de sus vaqueros e intenta tardar lo más posible para poder, con cada moneda, tocar la palma de la mano del chico. Su amor. Él se mueve, impaciente, sobre el felpudo de Garfield de la entrada y no dice palabra. Mira por encima de su hombro y busca con la mirada a su compañero que, casualmente, está entregando otra en el mismo rellano. Mónica le sonríe. Él le entrega la pizza, mirando la caja de cartón. Mónica susurra Hasta luego. Gracias. Él dice Adiós. No la mira. Se acerca a su compañero y Mónica le oye por la escalera: "Me estaban dando escalofríos. Como odio este trabajo. Te puedes encontrar con cada una..." Mónica oye, en su cabeza, entre sus libros "Me están dando escalofríos de amor. Como odio este trabajo por no poder abrazarla en el quicio de su piso. Te puedes encontrar con el amor al ir a repartir una pizza". Mónica cierra la puerta. Espera unos quince minutos. Coge un billete de veinte euros. Se acerca al teléfono y marca. Habla y cuelga. Dentro de un rato volverá a estar con ella y esta vez no tendrá que fingir. No con ella.

jueves, 2 de octubre de 2008

Rebeca




Rebeca sabe que es una lunática. Reconoce que no puede dormir si siente por alguna rendija de la persiana la luz de la luna. Como no duerme, camina por la casa y abre todas las ventanas hasta que las paredes parecen azules en vez de blancas. La claridad de la luna la invade por dentro y se siente capaz de las mayores proezas, de gritar al viento frases que nadie ha dicho jamás, de soltar lágrimas de sangre que no se secan por mucho que uno las espante. Rebeca, con la suerte de vivir en las afueras de la ciudad, sale de casa, desnuda, en las noches de luna llena de primavera y camina al encuentro de la luz.
Luna. Tan lejana, es la que más hunde sus pies en la tierra de la realidad.
Un pie deja huella en la hierba y el siguiente lo sigue, acatando, siendo ahora el líder y dando paso, a su vez. Rebeca camina erguida, como una estatua, buscando con la mirada los ojos, la nariz y la boca de la luna. Cuando los encuentra, quieta, otea hasta verla sonreír, hasta sentir un calor por dentro como el de los gatos, arrebujada en la propia luz de la luna. Rebeca se hechiza en las sombras de los árboles, alza la vista y adora y vuelve a su habitación, a dormir en una casa llena de corrientes de rayos de luna.
Por la mañana, aún en febrero, en la niebla que abraza con violencia la ciudad, Rebeca busca algún rastro de la luna de ayer , que esta noche estará llena del todo, y se detiene en las aceras, mirando al cielo, buscando su norte particular. Ata su cabellera roja en una coleta baja y corre escaleras arriba hacia la biblioteca. Entra, sonríe a la dependienta, que ya la conoce por su nombre, de tanto desgastar las sillas con su cuerpo ávido de curiosidades. Saca de la mochila una libreta roja, con las hojas mermadas, arrancadas en la investigación. Nadie ronda ya los casilleros, y Rebeca ve la sombra que proyectan los cuerpos haciendo cola frente al ordenador central. Rebeca nunca busca los libros en el fichero del ordenador, porque como los humanos solemos equivocarnos más que acertar, y el ordenador, en su enorme estupidez, no reconoce el nombre, no reconoce que el acento lo hemos colocado francés y el resultado de la búsqueda es nulo, no existe ese autor, no existe con la dislexia que hemos impreso a su nombre.
Rebeca sabe que sí existe García Márquez, incluso sin acentos, que no deja de tocarle las entrañas a cada línea, y que eso no lo especifica ni el ordenador de la NASA. En los casilleros, hace listas, al azar, de temas que siempre le han interesado. Comienza anárquicamente, rebuscando tal vez en la J para volver a la D y seguir hacia la V mientras da marcha atrás en busca de la M. No importa. Tiene todo el tiempo de la mañana. Todo el tiempo del mundo. Nunca sacará su tesis ficticia. Ficticia porque no ha presentado siquiera la solicitud de petición en los cursos de doctorado. Rebeca estuvo esperando delante de la puerta del decano hasta que salió el chico que había entrado antes que ella. Y, en ese mismo momento, supo que nunca sería capaz.
Que se encontraba desbordada de tanto deseo de aprender que centrarse en algo sería hacer ofensa de olvido a lo demás.
La noche de ayer le ha traído la luna y hoy quiere buscarla, de tanto tiempo viniendo y nunca se había puesto a cuestionarse su naturaleza, su tamaño, su distancia de la tierra, que a Rebeca le parece tan pequeña que la asusta a veces, como si fuese una enorme araña colgada encima de la finca de Rebeca, encima de su cuerpo desnudo que se deja bañar por la claridad. Apunta en unas hojitas que ahora la biblioteca deja a disposición única de Rebeca, la única que vuelve a los casilleros, a pesar de todo. Son pequeños post-its blancos, que Rebeca pega en la portada de su libreta. Anota con letra infantil, inclinada ligeramente hacia la derecha y subraya el autor, con precisión, poniendo toda su atención. Oye los ruiditos del teclado del ordenador en la sala que está a su espalda y los murmullos de los que se preguntan qué han escrito mal para que la búsqueda sea nula. Rebeca sonríe un momento y fija su mirada encima de los casilleros, a la altura de su frente.
Un libro negro.
Rebeca lo toca tímidamente como si fuese una mariposa a la que pudiese asustar. Mira a su alrededor, esperando oír una voz que reclame el libro, alguien que haya recapitulado y haya vuelto a buscarlo, preocupado y asustado por la posible pérdida. Rebeca, con el brazo extendido, espera, espera aún más la voz que no llega, que no acaba de llegar y coge entre sus dedos el libro negro. Aún no ha tenido tiempo de llenarse de polvo, así que hace muy poco que está ahí. No tiene título impreso en el canto, Rebeca lo abre buscando un nombre, un autor. Nada. Ni siquiera la marca personalísima de la biblioteca, estampada en forma de cuño sobre cada diez o doce hojas. Rebeca lo hojea y se da cuenta entonces de que es un diario.
En la primera hoja, de color crudo, aparece un dibujo hecho a tinta china, una pequeña marca de personalidad: una luna abierta en canal en su cuarto creciente. Rebeca la mira y la recuerda, de la portada del disco de un grupo musical. No recuerda el nombre pero ve, como si se imprimiese en su cabeza, aparecer poco a poco el relieve de la luna de la portada, un poco aristada, y recuerda sus dedos recorriendo los salientes dolorosos de la luna. El diario empieza hace un año, exactamente. O casi.
Rebeca no comienza a leer. Mete el diario negro en su mochila y se acerca a la bibliotecaria para pedirle dos de los siete libros que ha anotado en el post-it. Mientras la mujer se retira a buscar, Rebeca se sienta en su mesa de siempre, se saca el abrigo y lo coloca en la silla de enfrente, como si fuese un interlocutor real. En cierto modo lo es, porque cada vez que Rebeca tiene que tomar la decisión de emprender un nuevo párrafo, que tal vez sea sólo la pérdida de tiempo del día o el hallazgo definitivo, alza la mirada y consulta la mole de tejido que se acomoda a las angulosas formas de la silla. La mole crepita a veces, un fuego de lienzo que se desintegra en el silencio de la sala de lectura. A veces, cae inerte como es, a sus pies y ella tiene que levantarse y recogerlo, como si fuese un cadáver. La mujer ha acabado de buscar sus dos libros y se los acerca a la mesa, antes de que Rebeca tenga tiempo de ponerse en pie e ir a buscarlos ella misma, al mostrador detrás del cual se guardan todas las mochilas y bolsos de la biblioteca, excepto la suya.
Un día, pasadas las nueve de la mañana, llegó resollando y la bibliotecaria le comentó que había creído que ese día no iría a la biblioteca. Rebeca le había sonreído y simplemente le había comentado que, cuando lograba coger el autobús después de salir del gimnasio, llegaba a su hora pero que si no, tenía que venir corriendo, para coger sitio. No sabe hasta hoy por qué ha mentido sobre lo del gimnasio, tal vez para que la bibliotecaria piense de ella que es una joven ocupada, con sus estudios, sus amigos, sus salidas, su gimnasio. Una mujer de este siglo, vaya. Rebeca sigue avergonzándose, sobre todo cuando imagina la escena de la bibliotecaria abriendo su mochila y encontrando simplemente chucherías, gominolas de chocolate y regaliz. Caramelos de regaliz por los entresijos de plástico de la mochila.
Cuando la mujer se da la vuelta, Rebeca coge uno de esos caramelos y se lo mete en la boca. Abre los dos libros que hablan de la luna, uno, abordando el tema como astro y satélite de la Tierra y el otro, considerando el lado más humano de la luna, que cuenta de alteraciones de comportamiento, de inspiraciones y musas literarias, de asesinatos y rendiciones amorosas. Rebeca misma ha sido capaz de rendirse miles de veces a ojos que la miraban simplemente por diversión, por cotejo, por comparación. Rebeca ha asesinado mentalmente en ocasiones, en la claridad de un jardín iluminado por el satélite. Ahora Rebeca se siente inspirada, mientras vuelve a tocar el diario que alguien empezó por ella hace un año. Lee ávida la anotación del primer día y reconoce lugares de la ciudad a los que jamás ha ido, a los que jamás podrá ir porque no se siente capaz de afrontar miradas interrogantes. Rebeca mira el reloj en la pared y han pasado horas, ella ha devorado días de la mujer -porque el diario pertenece a una mujer- y ahora se siente saciada de cada experiencia.
Rebeca se detiene en el día de hoy, de hace un año, . Rebeca lee lo que ella ha hecho. Lo lee y anota en su libreta roja. Se levanta. Devuelve los libros sin haberlos leído, sin haber perdido el tiempo en intentar aprender a través de las fotos y coge su abrigo. Piensa en tirarlo. En comprarse una chaqueta de piel de color granate y unos pantalones negros, un poco ajustados. Piensa en cortarse el pelo y dejar los rizos rojos a la altura de las orejas. Piensa en llamar a gente a la que no conoce para invitarlos a cenar. Piensa reproducir, a partir de hoy, cada uno de los días del diario de la mujer. Y, si algún día, la mujer se ha olvidado de anotar, Rebeca lo inventará para ella. Dispone de diez meses para construir a una mujer igual a la que la que escribió el diario. Dispone de diez meses para convertirse en otra persona, para aprender a sentir, a comportarse como una desconocida. Rebeca camina por la biblioteca mirando al frente, sin encorvar la espalda, sonríe a la bibliotecaria que se sorprende un poco al observar, de repente, un ojo de cada color en el rostro deformado por una mueca de Rebeca.