martes, 30 de septiembre de 2008

Asun


Oye los pasos de su enfermera y como cruje el parqué en la tercera tabla viniendo de la cocina. Sabe siempre donde está, como si quien vigilase y cuidase fuese ella, Asun, y no la enfermera. Asun sonríe desde la cama y se arrastra para poder abrir con su mano llena de artritis un cajón que resbala como si estuviese encerado con mantequilla. Asun tiene miedo de que el cajón caiga al suelo, como ha ocurrido otras veces, y la enfermera entre echando chispas por los ojos, sin decir ninguna palabra más alta que la otra, como si Asun fuese una niña idiota a la que no hay que asustar ni reñir. Asun agarra el tirador de porcelana, siempre frío, como un animal muerto desde hace días, y tira suavemente, mientras oye los zuecos blancos alejándose hacia la sala. Coge una carta, la más cercana y la acerca a su nariz. Sigue oliendo a otros tiempos, a 1937, antes del nacimiento de su primera hija, de la primera de ocho criaturas que sobrevivieron a la vida pero no al frío de los inviernos después de la guerra. Asun relee la carta e intenta que no le suban a la nariz las lágrimas que siguen naciendo, como si ninguna pudiese borrar el dolor y la pérdida.
Asun cierra el cajón y se recuesta, oliendo a suavizante la almohada que su enfermera ahueca cada vez que entra en el cuarto, tropezando con la silla de ruedas, inerte en una esquina de la habitación. Asun se busca en el espejo del armario, se busca y se ve, recostada al lado de su marido, recostada al lado de 50 años de felicidad que se han ido hace 7 años ya. Asun siente las piernas desentumecerse de estar sentada, alcanza con la mano el vaso de agua y traga dos píldoras rojas y blancas. Las siente bajando por su esófago, arañando el mismo camino de cada mañana, insertándose en un compartimento que ya es suyo y de nadie más. Asun cierra los ojos, cruza las manos sobre el pecho, como un muerto y piensa. Hablar le trae recuerdos más vivos, como si pensarlos fuese inventar una película sin guión prediseñado.
Piensa en soledad porque hablar le hace daño.
Su enfermera entra en la habitación, abre las cortinas y deja que el sol de febrero entre, tímido y un poco débil todavía, torturado por el frío de diciembre. Asun se pierde en las partículas que flotan en el aire, a merced de la luz del sol, Asun mira la foto de su marido y observa la sonrisa, siempre nueva, como si cada día sonríese para ella y le hablase desde el marco de plata. La enfermera sigue su mirada y se permite sonreír un poco, sin decir palabra, atusar su edredón y retirarse con los zuecos rozando el suelo de la habitación. Vuelve, con la ropa de Asun, planchada y oliendo a primavera, con un toque de su colonia que flota por el pasillo encerado y brillante como un sol en miniatura.
Asun recuerda la primera vez que se puso ese vestido azul, lleno de diminutas flores amarillas, como pecas, recuerda las manos detrás de la espalda de su marido, la sonrisa de la foto abriéndole el corazón como una palanca de amor, la caja preciosa, plateada, el lazo gigantesco y brillante, el papel cebolla del interior, crujiendo como un pequeño fuego, la mirada de interrogación de Asun, la sonrisa perenne de su marido. Recuerda haberle oído acercarse, por detrás, posando sus manos, como alas de mariposa, en su cintura, mirando lo que ella veía por primera vez, acompañándola en el ritual, viendo su cara arrebolada a través del espejo. Asun recuerda la presión de su cabeza, apoyada en el hueco de su hombro, recuerda haberse girado como una veleta y haber abrazado a su marido con un gemido de lágrimas que le subió a los ojos. Recuerda haber visto, esa misma noche, la factura del vestido en el bolsillo de la chaqueta de su marido y haber besado su frente dormida frente a la radio de la sala. Recuerda haber intentado cambiar el vestido por comida y las palabras tranquilas de esa voz que sigue amando tanto "Es para ti. Para la flor de mi casa, la niña de mis ojos, la madre de mi hija, mi brisa en el desierto."
Asun intenta no abrir los ojos demasiado rápido, intenta atrapar esa lágrima que viene de un tiempo lejano, intenta que no resuene su corazón como las tablas que su enfermera pisa, de acá para allá, en un ambular preciso.
Asun recuerda, ahora, como un dolor de cabeza que viene y va, una foto de ambos con el vestido nuevo. Recuerda haber paseado por el parque más grande de la ciudad y haberse hecho una foto en una tarde de verano que se escurría entre las hojas de los árboles, prendida de pereza, como los paseantes del día. El aire olía a helados derritiéndose, a manos un poco sudorosas, a sentimientos que se escapan de los labios y las miradas de los amantes. Los niños eran capaces de gritar sin hacer ruido, como un crujido de hojas que se desvanece, los pájaros vibraban en sus sonidos, aleteando entre las copas de los árboles más altos. Asun vuelve a verse una mano enfundada en la de su marido, el revuelo del vestido, acariciado por el viento lateral de un niño en bicicleta. Asun mira, en sus recuerdos, a su marido y sonríe hoy de sentirle tan cerca, precisamente en esta mañana, sacado a la luz por un simple vestido.
Asun se pone sola el vestido, se atusa como un gato frente al espejo y echa unas gotas de perfume en su cuello, el mismo perfume que él le compró en otra ocasión, el mismo cuello que él ha besado con pasión, tantas y tantas noches de comunión. Asun nunca luchó en su vida diaria, ni contra los temores de la pobreza, ni contra la seguridad inexistente. Nunca luchó en su vida y decidió no hacerlo jamás en la cama, mezclada con el aroma de su marido y el suyo, reunidos en un terreno neutral donde sólo imperaba el deseo, la necesidad y la realidad de estar juntos, fuera del mundo que ordenaba, dentro de un orden perfecto que llevaban de la mano, ambos responsables.
Asun recuerda la mano cálida de su marido, asomando por encima de su cintura, abrazándola en la oscuridad, cada noche, durante tantos años, protegiéndola de su mundo onírico, acariciando su mejilla cuando Asun lloraba en sueños, despertándola con besos suaves, recordándole cómo la había besado la primera vez, con la dulzura de un amor por estrenar, entre los dos, un amor que no había necesitado de palabras más que otros necesitan de silencios. Asun mira la almohada y aún siente los proyectos de su marido descansando junto a su sien plateada, su nariz hermosa, su frente honesta, sus ojos directos y tranquilos, sus labios llenos de promesas cumplidas. Asun revuelve, en su memoria, buscando la foto de la tarde de verano y la ve, hace años, prendida en la esquina del espejo de la sala. Asun llama a la enfermera y le pide que vaya a mirar. La enfermera la mira, desde la distancia de su ropa nuclear, como un muro a derribar de limpieza y orden. Vuelve con las manos en blanco.
Asun se coloca sola en la silla que la enfermera ha acercado a la cama. Asun maneja con soltura la silla por el parqué perfecto en su llaneza. Abre los cajones del armario de luna y encuentra cajas de recuerdos, pero no su foto. Sale de la habitación, con la enfermera trajinando en la cocina, preparando el desayuno, y entra en el salón, donde los libros brillan con el sol de las ventanas abiertas. Asun pasa una mano temblorosa por encima de los libros, buscando, tanteando la foto, imposible haberla perdido. Imposible. Ojalá no se haya perdido, piensa Asun. Asun coge el álbum de fotos y se acerca, con él en su regazo, al balcón de cortinas que ondean ligeramente.
Mira hacia la calle y los jóvenes están entrando en la biblioteca, frente a su ventana. Ve las piernas vigorosas subiendo de dos en dos los peldaños, ávidos de silencio, hartos de memorias rellenas de necedades, necesitados de calificaciones sobresalientes. Una muchacha de pelo rojo mira hacia arriba, se encuentra con la mirada de Asun y sonríe un poco. Asun recuerda una sonrisa igual, su propia sonrisa en la foto. Asun busca en el álbum fotos hechas en la misma época. Asun encuentra un hueco, una foto que falta, que ha dejado la marca de su ausencia, el papel un poco más claro donde debería haber estado, donde Asun no recordaba haberla puesto. Tal vez su marido. Tal vez.
Asun ve la luz. Asun vuelve a la habitación, coge con dificultad una maleta debajo del armario. La enfermera la ayuda a ponerla encima de la cama ya hecha. Asun abre la maleta antigua pero resistente y rebusca. Rebusca y encuentra un sobre gastado por el tiempo, encuentra una chaqueta arrugada, con dobleces antiguas, encuentra un reloj sin cristal en la esfera y la aguja de las horas ausente, encuentra una caja llena de los dientes de leche de su niña. Asun se sienta en la cama con la ayuda de la enfermera. La enfermera sale y Asun se reúne con el pasado. Tantea la chaqueta y encuentra la foto. Asun revive la postura tal y como la había recreado, sí. Revive el sol y el olor a helados, el trino mortecino de los pájaros, pero Asun no lleva puesto ese vestido, quien está a su lado no es su marido, no sonríe ni agarra su mano, sino que está airado, mirando hacia la derecha, ausente del momento de unión ficticia. Asun vuelve a fijarse en el vestido y este está deslustrado, es pobre y asoma la miseria como los ojos tristes de Asun. Asun abre la carta y lee una letra que no reconoce, ve una firma que no le sugiere nada. Asun cierra los ojos y los abre de repente, conmocionada. Recuerda vagamente el nombre de un hombre que intentó hacerse amar, asocia ahora ese nombre con la cara enfurecida de la foto y se pregunta cuándo sintió una oleada de felicidad, y con quién, en qué parque, cuánto tiempo hace ya de la pérdida de los recuerdos...

viernes, 26 de septiembre de 2008

volver....


Que difícil se hace a veces todo....

Las hormigas han minado otra vez mis sueños y el letargo de la vida no me ha dejado escribir...

Se acabó el verano, caen las hojas y vuelvo a intentar pasar de puntillas sobre un suelo tapizado de pequeños obstáculos que crujen bajo mi peso...

No hay nada más difícil que vivir....

Ni nada tan sencillo...

He vivido al lado de una cementera para tener la excusa de volverme gris...

Pero me lava la lluvia...

He vuelto.