martes, 22 de abril de 2008

Blanca


Blanca se siente perdida, toda una vida de superarse y ahora le tiemblan los cimientos, montañas de flores adornando su mesa de trabajo cada día conjurando el mal ambiente que produce la prepotencia de su jefa, que se cree mas que nadie.
Desde pequeña, cuando siempre en el colegio la confundían con su hermana melliza, que no gemelas, Nieves, y a pesar de lo gracioso de sus padres poniendo los nombres, Blanca siempre se ha sentido como a medias, atada a una relación familiar, a una hermana que un día decidió hacer su vida y la dejo a ella como colgada, una vida compartida que no es que se pusiera punto y final, digamos mejor un punto y otro punto, así , puntos suspensivos, ahí te quedas yo empiezo otra etapa, no estaré lejos, pero tampoco podré estar como antes...
Después atada al estigma de no haberse casado ni tenido niños, atada a conseguir valerse por si misma y a la vez, con la sensación como si tuviera que demostrar al mundo que todo cuanto ella hacía era valido.
Blanca ha cambiado muchas veces de trabajo, y lo que ella pretendía al hacerlo era sentirse útil, contenta con lo que hacia, pero para todos los demás, lo que Blanca ha tenido ha sido mucha mala suerte en no conseguir adaptarse a nada de lo que ha tenido, y que ya son años para andar moviéndote y con la casa (cajón) a cuestas como los caracoles.
Pero hoy Blanca se siente perdida, insegura, una cosa es que nunca se haya casado y otra muy distinta es que nunca haya estado con algún que otro hombre, vivir sola esta bien, incluso llegas a acostumbrarte de manera que no quieres interferencias en tu espacio, que no toquen tus cosas, que tu mundo sea tuyo, tus horas, tus espacios, tus silencios...
Al salir de trabajar todo eso se convierte en algo propio que cuidas de forma casi obsesiva, sabes exactamente lo que hay en la nevera, sabes lo que hay que hacer en casa y si quieres lo haces, si no, se puede dejar para otro momento, sabes que puedes estar como quieres, y sobre todo si quieres.....
Pero Blanca se siente mujer, muy mujer y de cuando en cuando le apetece sentir el calor de otro pecho contra el suyo, las caricias de otras manos que ya no son tan conocidas, el roce de otros labios en su piel, pero así, de vez en cuando, sin que implique perder lo que tiene, su libertad, su soledad, su mundo...

Y descubrió Internet, Blanca comprobaba cada día que escudada tras la pantalla no había timidez, no existía la vergüenza de entrar sola en un pub y esperar a ver si alguien la entraba y había conversación, que ahí, sentada tras la mesa, nadie de los que la conocían la veía vagar de barra en barra o de baile en baile y eso fue una liberación, una sensación nueva de poder, de elegir, de ser quien llevaba las riendas...
Y así vestida, vestida del poder del anonimato se lanzo a fondo, hace ya mucho tiempo, Blanca ni recuerda cuanto, al principio se asustaba de los comentarios que algunos le hacían, al final, asustaba ella de lo que podía llegar a dar, y también para Blanca llego el momento en el que las letras impresas en la pantalla le decían mas bien poco así que empezó a pedir fotos, a seleccionar y de ahí a poner una web-cam fue todo un paso.

Hubo cosas graciosas para Blanca, y tristes también, como cuando recibió una foto de su cuñado, el marido de Nieves, mintiendo y con un nombre ficticio, buscando sexo fácil y sin compromiso...
Muchos hoteles, hostales y pensiones ha conocido Blanca, muchas camas distintas con cuerpos distintos en donde naufragaba y reflotaba con asco en la piel y en el sentimiento, desencantándose cada dia un poco mas, hundiéndose pese a los reflotes constantes, sin encontrar sentido a casi nada...
Ahora todo es diferente y por eso Blanca se siente perdida, porque el no es como los demás, porque tras una cita vino otra, con respeto, porque se ha perdido en los ojos marrones de un señor serio cuyos ojos sonríen, y le da lo mismo, esta bien, se encuentra bien , no hay agobios, ni prisas, cada uno esta en su lugar y cuando están juntos el reloj no corre, el tiempo no pasa aunque a veces parece que fuera todo lo contrario, que todo fuera demasiado deprisa y que los ratos juntos parezcan cortos, se queden solo en ese suspiro.
“Mira cómo ando, siempre insatisfecha, siempre buscando sorpresas brillantes que han sido tiradas por error dentro de cubos de basura. Que nado entre algas negras y me trago la saliva envenenada, y aún así abro los ojos al bucear, y grito más alto cuando escapo de tu cuerpo. Que no sé, que no sé ni sé decir, ni sé pensar qué debo pensar, porque el río se ha secado, que las sábanas acumulan el sudor de una noche tras otra y no las cambio ni las guardo. Ando a golpes por el barro, no me detengo en el placer sin mas..., sin embargo,he notado cómo se hundían mis pies, al notar la frescura húmeda de la tierra, y vivir sin dejar de soñar, y soñar y protegerme, y no encumbrar mis tristezas, sino mi ánimo alegre.
Digo: Si la alegría tuviese un nombre sería este: Ahora.

Me dejas ver la ciudad desde lo más alto, volar en tu azotea y creerme mil personas, y dejo que el viento me despeine, y te hablo con voz clara, y te miro, y me callo. Y noto que algo cambia, que desvío la mirada y me crezco, tan mínima como soy, ante la ciudad que atardece, ante todos los coches, las ventanas más lejanas. Las vidas que empiezan y los cambios que vendrán mañana. Y me siento débil, pero la más grande: Lo tengo todo, míralo!... qué bonito. Y no sé tampoco si me entiendes, si eres capaz de leer entre líneas, si beberías también de Darío y Macu, si no eres una mente bonita pero hiriente de vacío, como lo fue Jorge. Me dices nervioso que te sientes bien conmigo. Titubeo y dejo que me desnudes. Y me tocas, y cierro los ojos, y te imagino, y te siento, y me olvido, y vuelvo a volar tumbada en tu cama, breve pero tan mía como mi propia habitación. Me dices que estarías mirándome todo el tiempo, y me reconozco en tus palabras, y sostengo mi imagen en el espejo. Admiro tu cuerpo como el regalo de esta noche. Pienso como una cobarde, que no todo el mundo ha dormido siempre en casa, y aprendo, y vivo, que piso este nuevo escenario y cuando salgo me llevo los momentos pasados guardados en el bolsillo. Que aún siento tu lengua y te siento entrando, que no sé, no sé decir, y me miras buscando que te diga, y solo encuentro silencio, y no sé si comprendes. Que me sentí nueva llegando a clase, con los ojos lavados y la cabeza fresca, llena de ganas, rebosando vitalidad, y deshaciéndome sorprendentemente de la superficialidad que se amontona en mi espalda, y que tanto pesa a veces. Que no sé decir, pero me encanta dormir contigo, y bailar al mismo son desde el primer compás. Que no quiero que pares, que me estremezco al recordarlo y la inercia me abre las piernas”

Blanca se siente perdida porque esta puerta abierta es a su vez un contrasentido, una posible renuncia a todo lo que lleva vivido y el miedo a arriesgarse es mucho, el la dijo de dar un paso mas, de quedarse a dormir, de traer su cepillo de dientes y algunas cosas y a Blanca eso la ha asustado, porque si lo extraordinario se convierte en rutina, en ordinario, ya no sabe si será lo mismo, si le gustara, si querrá que pase.
Hay que probar, dijo el, y a Blanca se le rompieron los esquemas, porque ahora es una noche el, luego, el tiene dos hijos de un anterior matrimonio, si el se viene a vivir, ellos van en el mismo lote, cuando le toquen claro, cuando la sentencia del divorcio les asigne estar con su padre.
Blanca piensa que si malo era andar tonteando por internet, esto no lo es menos, ya esta hecha a su independencia a su modo de vivir, le da miedo...

miércoles, 16 de abril de 2008

Lucia


Abre los ojos a la oscuridad del despacho y al tintineo de las pulseras de la pasante. Siente un apego funcional por los cascabeles dorados que brotan de su muñeca. Siente apego por un sonido antiguo que no acierta a recordar, como si una caja de música hubiera quedado prendida de su niñez. Cierra los ojos con fuerza y asoma una lágrima de miedo, un escalofrío que brota de las sombras, detrás del clasificador empotrado, lacado y hecho por encargo, especialmente para ella: Lucía R. Linares. R de Rodríguez, de un Rodríguez cualquiera que las abandonó, de niñas, a sus hermanas y a ella. Un pobre hombre en toda la extensión de la palabra probablemente muerto en la emigración, que huía de su país por cobardía y miedo a ser responsable de una familia, y no por la audacia de buscar fortuna en otra parte.
Lucía huele el café y reprime una arcada. Abre el cajón secreto y traga dos píldoras con un vaso de agua en el que ya han anidado las burbujas. Con un botón colocado al lado del cajón abre las cortinas detrás de su silla y se niega a mirar por la ventana, mirar por encima de los tejados de los edificios donde miles de Rodríguez viven sus vidas miserables, dejando escapar un eructo después de desabrocharse los pantalones. Donde, en este mismo momento, en uno de esos edificios, una mujer de Rodríguez intenta probarse la ropa de siempre y siente como las costuras se abren, crujen y muestran su carne de piel de gallina, una mujer que se pregunta si el mundo que habita ha definitivamente perdido su estructura original. Lucía siente a los Rodríguez como niños grandes, retrasados, obtusos y ciegos, pero sobre todo inválidos, inválidos no físicos sino esa invalidez que da el no tener agallas para ir un paso mas allá .
Lucía estira las piernas y se abrocha la cremallera de la falda. Dicen que no forma arrugas, que eso justifica por sí solo los ceros del precio. Y una mierda. Lucía saca la plancha de viaje, se quita la falda y, tocando con las uñas largas y pintadas de granate la base de la plancha, alisa las arrugas y se pregunta cómo, a estas alturas de la liberación feminista, puede estar planchándose un traje de cien mil pesetas en su despacho de doscientos metros cuadrados una abogada criminalista que cobra trescientos euros por una simple consulta legal. Camina descalza por el suelo enmoquetado, llama a la pasante por la puerta entreabierta: le apetece un batido de nata y coco. Sí, ya sabe que el único sitio de toda la ciudad donde lo hacen está a más de media hora de trayecto, pero para eso sirve una pasante, para colaborar con la abogada del bufete más pujante, el que está de moda por ganar todos los casos en los últimos siete meses, desde su apertura.
Lucía vuelve a cerrar la puerta, sin siquiera fijarse en el mohín de desprecio de la pasante y da unos pasos de baile sobre la moqueta. Abre una carta urgente que ha colocado encima de la mesa, ayer noche, antes de quedarse dormida después de tanto papeleo. Otro caso más, con una carta de recomendación de un gordito con mucha cartera. No vienen a ser más que gorditos con mucha cartera todos los que llaman a su despacho; porque apetece hablar un rato con una muchacha hermosa y serena, que escucha las palabras con respeto e incluso admiración, que deja que el gordito haga digresiones y vuelva a acordarse de ella más tarde, de refilón, después de haber entrevisto sus piernas bajo la mesa, que es capaz de llamar por el nombre de pila al Presidente de la Cámara y se codea con famosillos de baja estofa. Lucía nunca escucha las palabras, nunca muestra su cara real, Lucía ve a un gordito que pretende venderle la luna a Neil Armstrong.
Lucía asiente físicamente mientras mentalmente esta haciendo cuentas a ver cuanto va a cobrarle, y sonríe de verdad y no de mueca porque le está metiendo un puro de mil demonios, con el que su economía mejorará incluso más. El gordito disiente de vez en cuando de las opiniones de los demás y habla como un profeta, es un vidente de la bolsa al que nadie hace caso hasta que se hunde el barco. El gordito le agradece el favor y Lucía habla entonces de lo concreto, espeta los cuchillos y el gordito no sabe muy bien de qué va el caso, en realidad quién tiene la culpa o si sería conveniente o no recurrir ante el Supremo. El gordito no sabe nada y probablemente se llama Rodríguez. El gordito probablemente tiene una mujer frustrada que intenta representar el papel de “mujer de” en el salón de belleza y asistiendo a conferencias y exposiciones, e incluso un par de veces al año, colaborando en mercadillos benéficos, y habla de sus hijos como de su salvación, mientras se olvida de recordar que siempre se han criado fuera del país, como debe ser.
Cuando ya ha salido, Lucía hojea y ojea el caso. Homicidio involuntario. Ya. Lucía recorre con la mirada los datos del acusado: Antonio Rodríguez Serrano, respetable comerciante de las afueras, casado, ahora viudo por propia decisión, padre de dos hijos, ya fuera de casa. Sueldo neto más que adecuado, cargo político en sus ratos libres. Un escándalo de pequeña escala. Un corrupto más que trepa hasta el despacho del piso diecisiete para pedir la venia de Lucía R. Linares. Lucía cierra el cartapacio y bosteza. Sale a la entrada del despacho y busca con la mirada el correo del día. Otra vez descalza, pisa un clip que se le queda enganchado en la media y una carrera corre veloz hasta perderse en el muslo derecho. Arranca el clip y, del manotazo, tira un jarrón de flores nuevas -¿otra vez?- que reposan en la mesa de la pasante. ¿Quién coño le mandará flores a su empleaducha, y por qué no se las lleva a casa en vez de tenerlas de expositor en el trabajo?
Garrapatea con saña un "Ven al despacho" en un folio que la pasante probablemente acabará de sacar del ordenador. Si es importante, volverá a repetirlo, si no, a la trituradora. Más cartas, abultados sobres acolchados y dos paquetes pequeños de empresas de entrega inmediata. O casi. Porque este paquete ha sido enviado hace 5 días, demasiados para ser urgente, como grita el rotulador rojo del sobre.
Coge todos los sobres y paquetes y se sienta en su silla mullida, un prodigio de la ergonomía, comprada con los beneficios de un caso. De un solo caso. Lucía nunca repara en gastos para sentirse completa, para sentir la caricia del lujo y el placer en sus sentidos, mascara con la que tapa los recuerdos que le duelen . Lucía abre el archivador de caoba y rebusca el informe de los últimos casos, del último mes. Coteja los datos con el ordenador de su mesa y vuelve a mirar los nombres y apellidos. Parpadea y suda un poco debajo de la blusa de seda de 36 mil pesetas. Se levanta demasiado bruscamente y se golpea el muslo con la esquina puntiaguda de la mesa. Joder, mierda de mesa. Siente un dolor que le sube por la pierna hasta el estómago.
En la mesa de la pasante está, con su letra redondeada y monjil, el informe de los últimos siete meses, desde la constitución del bufete. Clasificados por categorías, por honorarios, por el juez que llevó el caso, por el tiempo de instrucción, por la categoría profesional del inculpado. Los apellidos aparecen al final, en una columna que desaparece del papel, tragada por los datos en vertical. Lucía se sienta en la mesa de la pasante y busca el archivo en el ordenador. Configura la página para que salga en horizontal y manda imprimir la hoja. La impresora protesta ligeramente y Lucía le da un golpe seco, con la palma de la mano rígida. Sale el folio y Lucía lo arranca literalmente de la bandeja de salida.
Cuenta los apellidos. Doce casos llevados con elegancia, con saber hacer, con una disciplina y corrección que no se esperaba de ella. Doce casos de hombres, casualmente todos hombres, que manejan hilos en los que ella se enredaría de tanto afán. Doce casos en los que el primer o segundo apellido es Rodríguez. ¿Cómo no haberse dado cuenta hasta ahora? ¿Cómo no haber saltado la información directamente a sus pupilas dilatadas por el horror y la sorpresa? Lucía va hacia la mesa de su despacho y abre el cajón secreto. Dos píldoras más. El dolor de cabeza le hace subir arcadas y corre hacia el baño. El suelo está frío, las plaquetas de diseño de Porcelanosa le queman los pies. Se arrodilla y ve, por el rabillo del ojo, entre espasmos, la carrera que ha crecido y se asienta sobre sus muslos blancos, demasiado blancos.
Muslos de abogada novata. Muslos de mujer salida de abajo en busca de un futuro, de luchadora que ya ha dejado parte de su piel en el combate y ni siquiera sabe si será capaz de dar el siguiente paso…
Lucía vomita en el váter blanco y tiembla. Ahora llegará la pasante y le contará a todos que, por una vez, Lucía ha perdido los estribos, ha encontrado algo que la ha sacado de quicio. Lucía sigue vomitando, sigue recordando el orfanato, sigue recordando los remiendos en las bragas que cosían las monjas, sigue recordando la nata flotando en la leche, sigue recordando la mantequilla agria de las galletas. Lucía, abogada de los Rodríguez, buscona de posición que jamás tuvo y de clase que nunca tendrá, sigue vomitando hasta que la encuentra la pasante, desmayada sobre el váter.























lunes, 7 de abril de 2008

Julia



La doncella se coloca la cofia y musita palabras en otro idioma. Julia la ve hacer y se pregunta por qué hay gente que escapa de su país, de sus familiares aún en la justificación de buscar un trabajo y un futuro.

Cuando uno está solo no es nadie, piensa Julia.

Ella misma se mira al espejo y no ve a nadie, sólo un nombre, que escribe con el vaho de la bañera llena de sales aromática, de aceites que resbalan por su cuerpo pero no dejan huella en su alma. Julia ve las manos pequeñas y morenas de su doncella, recogiendo las pastillas tiradas por el suelo, las gasas, el frasco entornado de Betadine que mancha los azulejos inmaculados del gigantesco cuarto de baño aguamarina. Su marino lo había diseñado así, para que a Julia siempre le diese la sensación de estar en el fondo del mar, acompañando a Ariel, la sirenita, nadando entre los peces sapo y los globo, entre las burbujas que escupen las anémonas, con las algas enredándose en sus tobillos.

Él nunca entraba en este cuarto de baño, por algo cada uno de ellos tenía uno propio, donde no había motivo para mezclar los productos de belleza de Julia con los útiles de su marido. Además, él siempre tardaba horrores, como si realizase, cada mañana, ante el espejo, el ritual de reconciliarse con la parte de su alma, de su vida, que había quedado entre las sábanas, a merced del sueño.

Cuando dormían, en la inmensa cama de color crudo, en un oleaje de sábanas suaves y edredones y cojines superfluos, Julia siempre se sentía lejos de él, en otra isla en el mismo mar, pero separados por arranques de la naturaleza, por tormentas de ceños fruncidos y tempestades de silencios fríos de esos que van calando el alma. Julia sabía que la mayoría de las veces era como dormir sola, porque no había el mas mínimo contacto, y vivía así, allí en su esquina, mirando hacia fuera los árboles pálidos y perennes de hojas azules y verdes, a través de la terraza, una terraza en la que cabría otra habitación igual o incluso mayor. Veía el reverberar de las luces clavadas en el césped del piso de abajo. E intentaba escuchar, agudizando el oído, las chicharras y los grillos que no osaban aventurarse en la finca de miles de metros cuadrados.

Ella misma, aún en los momentos de mayor soledad y aburrimiento, no había podido recorrer toda la extensión del jardín. Un bosque en medio de la ciudad, decía su marido. Una fortuna en jardineros que venían, cada día, a acicalar los setos, los arbustos, los árboles, los macizos de flores siempre perfectas, siempre en su sitio, siempre hermosas y vivas.
Ahora, mirando por la ventana, mientras su doncella seguía murmurando, Julia veía los árboles un poco ajados, el césped pisoteado, las flores mustias. No se le había ocurrido que la muerte de él pudiese incluso llegar a alterar el paisaje de sus días. No había salido a pasear por el jardín desde el accidente, tan estúpido que no merecía ser analizado sino por sonrisas sarcásticas: caminaba hacia el banco, diez pasos desde el coche con chofer que utilizaba, por haber sido incapaz siempre de aprender a conducir, y una alcantarilla que debía haber estado señalizada, se abrió a sus pies y lo desnucó, entre olores, suciedades y cadáveres de ratas, las ratas de su ciudad. Julia imaginó los comentarios, una rata entre otras varias. Un juez corrupto menos en circulación.
Julia recordaba cómo untaba la mantequilla en la tostada; cómo se reconcentraba en el ordenador cuando tenía que trabajar; cómo se encerraba con celo en la habitación insonorizada para componer sus canciones infames; cómo, cada mañana, le decía lo que debía ponerse, a ella, para asistir a este o aquel acto. Julia había aprendido que, irónicamente, él siempre tenía razón, que no carecía en absoluto de buen gusto y que sabía lo que era la clase, a pesar de parecer ausente, siempre enfrascado en lo Importante. Julia lo veía así escrito en su mente, cuando su marido pronunciaba la palabra. Julia sabía lo que sí era Importante; que, cuando lloraba en silencio en la bañera de burbujas, el siguiente caso era Importante; que, cuando asistía sola a comer a casa de sus padres, la reunión de su marido era Importante; que, cuando quería saltarse alguna de sus normas, debía ceder porque lo suyo, lo de él, era Importante. En realidad, Julia no tenía mucho importante que hacer. Ni siquiera dar a luz, porque él se había esterilizado hacía ya mucho tiempo, el primer año de matrimonio. Él decía esterilizarse, como si fuese similar a limpiarse por dentro de impurezas que podrían crecer en otro, y dar lugar a algo que no fuese Importante. O no tanto como él mismo. Aunque a Julia siempre le queda el escondido dolor de que lo hizo sin consultárselo, como una decisión mas de sus muchas decisiones importantes y en lo que ella no tenia lugar, ni ella ni lo que ella pensara.
Encima de su mesa, un teléfono y un número al que no quiere llamar. No se ve en situación de decidir. Tampoco quiere hablar con nadie sin poder mirarle a los ojos y hacerle creer la verdad, la verdad absurda de unos días en los que le falta la tranquilidad, le falta el dominio de sus propias palabras. Está segura de oír una voz familiar pero fría, seca y abierta como un surco. La abogada la escuchará y ella sólo deseará ser comprendida, no escuchada ni justificada. La abogada, en su traje sin arrugas, hará garabatos al otro lado del teléfono mientras Julia estará desmayada de soledad y sorpresa. La abogada no estará a su lado para asentir a sus ojos llenos de ilusión y terror a un tiempo. La abogada seguirá en el círculo exterior que rodea a los afectos de Julia, mezclada con la dependienta provisional, el cantante en la radio, el repartidor de periódicos o el sereno.
Julia se sienta en el suelo del pasillo, mirando todavía a su doncella, de la que no sabe la procedencia ni la edad y se fija en su mano regordeta, en el dedo anular y ve brillar el oro, como un guiño a destiempo, que no viene a cuento. Se toca la frente con un dedo e intenta recordar el momento en que su marido le ha dicho que la quería. ¿Había ocurrido realmente o la fuerza de la imaginación le habían creado un momento idílico, una debilidad Importante en aquel que sería su futuro marido? Una fiesta, un ruido de fondo que también venía de su cabeza, demasiadas etiquetas detrás de cada nombre propio, un vaso que, en su belleza, se tragaba toda la luz de la habitación. "Tenemos que casarnos". En realidad, no hubo marcha atrás, no hubo sorpresas fingidas. Julia había sonreído y durante un momento creyó que podría cambiarle, ablandarle, hacerle entender lo Importante que podía resultar dejarse abrazar en público, rodeado precisamente de personas que llevaban el anzuelo colgado de la lengua. Demasiado fácil. En un mundo de luchas, donde se había dejado arrastrar por la fantasía de ser feliz, Julia lo seguía intentando.

Había aguardado pacientemente, durante años, un asomo de ternura, de desamparo, de rendición a besos, abrazos y arrebatos. Su marido había luchado en un terreno sin hoyos, allanado por la tradición y el saber estar.
Un año ya de la muerte, del cambio definitivo e irreal. Julia había caminado por la casa sin encontrar demasiada diferencia a cuando él estaba vivo, excepto en el jardín. No se había sentido acompañada, y ahora no notaba escaparse nada, ni la ausencia de una voz en el dormitorio. Había abierto con una media sonrisa el diario en que anotaba cada acto de amor, cada caricia inusual, cada palabra dicha en susurros. 18 en 6 años. Había anotado también cada deseo de ser libre en brazos ajenos, y cada intento frustrado de ser infiel. Así que, en los últimos 5 años, había decidido vivir en sueños, ser amada y amparada en tierras de nadie, poniendo el único freno que era dar nombre, para no despertar, ni siquiera en un descuido, al marido con otro en los labios. Había dormido sola, en brazos de ángeles o demonios que brotaban cada noche, gracias a las pastillas. Había despertado y vuelto a dormir, cambiando el guión de su sueño, o recomenzando donde había terminado, o iterando el beso, el calor, la sensación de sentirse viva a la vez que medio muerta de ansias. El Predictor le dijo que estaba viva. Que había nacido en ella alguien más que una ilusión; que, de verse liberada, había soltado amarras ella sola. Sola frente a una mentira. A un milagro. Un año sin su marido. Un año de carencias, de sueños intensos y humedades vespertinas. Un año de fingimiento nocturno y un óvulo floreciendo, lanzando al viento el polen. Julia se pregunta si su doncella estará también embarazada, si estar de rodillas en el suelo de un baño gigantesco no será nocivo para el feto. Julia se arrodilla con ella y se pregunta cómo puede hacer una para comunicarse en un idioma desconocido y pedir consuelo, pedir un instante para llorar contra el hombro de alguien que no le va a pedir explicaciones, ni la acusará, ni siquiera le importará nada más que sus propios sentimientos. Julia recoge el Predictor que confirma lo imposible y mira los ojos sorprendidos de la doncella. Por una vez, en muchos años, se encuentra con una mirada que habla de un ser humano que tiene miedo, como ella.