viernes, 11 de julio de 2008

Carmela


El tráfico se enfurece y ruge, atronador. La gente se agolpa en los pasos de cebra, como si perennemente la ciudad estuviese en plenas rebajas. No hay un momento de respiro en una ciudad muerta que da los últimos coletazos.
Carmela empuja la silla de ruedas de la inválida y escucha los trinos tímidos de los pájaros, aún por encima de los bocinazos y los empellones. Las mañanas son horribles, llenas de terrazas a rebosar de mujeres llenas de salud que tuercen la cara a la enfermedad que Carmela empuja, pacientemente, desde hace más de 7 años. La inválida reacciona apretando el reposabrazos de su silla e intenta girar la cabeza hacia Carmela. Esta calla, hace como que no ve los intentos por comunicarse y piensa que, por lo menos, debería esperar a que estuviesen en casa para expresarse. Entre tanto barullo no puede oírse nada, salvo las hojas que comienzan a brotar y chasquean en el interior de Carmela, como un tumor haciendo eclosión.
Carmela entra con la silla en el edificio de Correos y aparca suavemente, con la experiencia de los años, mientras recoge su correo y el de la inválida. Carmela ha dejado de llamarla por su nombre hace mucho tiempo, cuando todavía sentía un poco de temor y de reverencia por la enfermedad y la muerte. Ahora sólo ojea por encima de la silla y se hace ajena a los traqueteos de la confianza. Abre su apartado y encuentra docenas de cartas. Algunas maltratadas por el tiempo, casi 6 meses ya, sin venir a cogerlas. Las mete en su mochila y recoge también las de la inválida. Sólo dos cartas, muy abultadas, con remite de un bufete de abogados. Carmela enarca una ceja, pone las cartas en el regazo de la inválida y empuja, por la rampa de salida, cogiendo un poco de carrerilla para asustarla ligeramente. La inválida intenta girar la cabeza y articula su nombre como una plegaria "Carmela, Carmela mía", antes de sentir el beso de la velocidad.
Ya en la acera, la inválida sigue aferrándose a la silla mientras musita un poema que aprendió de niña y que Carmela nunca ha oído hasta el día de hoy "Como una fontana que, eterna, en brotar persiste, como un sendero, me iré... y no acabaré de irme". Carmela escucha la voz que conoce tan bien, esa voz que ha aprendido a corroerle el alma con el desplante, y reconoce en esas palabras de Miguel Hernández la voz aguardentosa de un padre olvidado, recóndito como un mueble viejo. Recuerda su regazo cálido y sus manos grandes y callosas, recuerda el tacto de esas manos bruscas torciéndole la cara de un bofetón, el dedo señalando su vientre de prostituta, la voz aguardentosa que amaba la poesía profiriendo insultos, echándola de su propia casa. Carmela empuja más rápido y la inválida se siente intranquila. Calla y Carmela se siente mejor, como si le hubiesen vendado la herida.
Doblan la esquina y la inválida compra un cupón al ciego del barrio. Carmela coge el cambio y el cupón y escucha las palabras, siempre nuevas, como si estrenase cada día una frase: "Siempre hace sol en los ojos de aquellos que sonríen". Carmela sigue empujando y se pregunta por qué hoy vienen las voces del pasado a mezclarse en su cabeza, por qué recuerda haber visto esas mismas palabras garrapateadas en la libreta de su hermana, la hermana que se dejó vencer por la locura, que languidece en un sanatorio podrido de ratas y chinches, una hermana que le dio la espalda a ella y a su hijo, la misma hermana que escupió en su cara cuando intentó volver a casa como una sirvienta, la misma hermana que enloqueció por un hombre que acabó muriendo al cogerle una manzana en un árbol. En ese árbol del paraíso que acabó enseñándole el bien y el mal de un amor breve. Carmela oyó de nuevo de sus labios la frase, una vez, en plena tarde, tendiendo la ropa y se había echado a reír. No lo había entendido. Sigue sin entenderlo. Porque los ojos de sol no se hacen, crecen y echan raíces que colapsan el dolor y la rabia. Carmela nunca ha tenido frases en la cabeza para regalárselas a nadie, ni suyas ni robadas, porque Carmela ha sentido siempre por los dedos, acariciando, tocando, dejándose secuestrar por la pasión de una sola noche, una sola noche que no tiene cara ya, que se ha diluido con el tiempo.
Carmela sigue empujando con empeño, negándose a que cambien la silla de la inválida por una eléctrica, que sólo serviría para desquiciar el parqué de madera y sus nervios de mujer madura. Hace frío en la iglesia de todas las tardes y Carmela acerca una rebeca de lana a la espalda de la inválida, que agarra la prenda con dedos de águila. La mirada de la mujer en la silla se prende del Cristo de los Faroles, la imagen más idolatrada en la ciudad, en esta ciudad de ateos que se reviste de miedo cada domingo, cada Semana Santa, cada Navidad. Carmela se sienta, sin santiguarse, porque ha dejado de creer en nada que no pueda ver, ha dejado de ser paciente con cada uno de los días que le manda el Todopoderoso. A pesar de todo, cuando piensa en Él, no deja de ver su nombre, todos sus nombres, escritos en mayúsculas, como si obrase algún tipo de poder en la ortografía.
A su derecha, esculpido en la madera, lee "Arrepiéntete, Pecadora". Carmela siente que se dirige a ella, a todas las mujeres que han pensado en sí mismas antes que en la esclavitud del alma y de la familia. Piensa que nunca se había sentido pecadora y que ahora que pertenece a un reino, puede volver a ser quien era antes de entrar en esta iglesia. La iglesia la despoja siempre de su humanidad, como si sólo asomasen garras y colmillos entre sus cabellos negros y sembrados de canas blancas como la nieve. Carmela se siente una loba acorralada en la oscuridad y el frío de los cazadores de almas. Carmela no quiere vender nada porque lo poco que tiene se lo ha robado a su propio pasado, cribando las sonrisas de los horrores, las caricias de los latigazos, las mañanas de otoño a las tardes de verano abrasador.
Carmela se yergue y mira alrededor, donde cada frase le grita su indecencia, le grita la debilidad de pegarse al cuerpo de un sacerdote novicio que, con su piel lechosa y sus manos suaves, le arrancó palabras de lujuria y le regaló un hijo muerto. Carmela se recuerda quitándole la sotana, tirándola a una esquina de su habitación de enclaustrado, entornando el plato con sopa y el vaso de agua bendita. Carmela recuerda el Cristo crucificado observándoles en mitad de la oscuridad, un dios semi-fosforescente que lo veía todo y disfrutaba con el pecado. "Arrepiéntete, Pecadora", le dijo el párroco cuando confesó su amor. "Arrepiéntete", cuando al joven lo mandaron fuera de la parroquia, "Arrepiéntete", cuando le abrieron las piernas para sacarle al hijo muerto que se le había quedado aferrado a las entrañas. "Arrepiéntete", cuando el médico, años más tarde le confirmó que no podría tener hijos nunca más. Carmela, de pie detrás de la silla de la inválida, se arrepiente de no haber subido con más presteza al pretil del puente y haberse tirado antes de pasar aquel coche que la trajo a la ciudad.
Porque Carmela no sabe que cada uno se inventa su propia dimensión del pecado y su propia muerte.
Vuelve a sentarse y abre las cartas, una por una, desechando la propaganda, apartando las facturas de la casa de la inválida, que están a su nombre, rompiendo directamente las cartas que vienen del sanatorio donde muere su hermana de locura y odio, las que manda el director del asilo donde su padre ya no reconoce su propia sombra. Carmela adjunta las facturas de los dos cementerios de vivos y mira de nuevo hacia la inválida que entra en un éxtasis místico mirando el rostro de un dios inexistente. Carmela abre la última carta, y se arrepiente de nuevo, como hace más de 20 años, de leer el comienzo. "No deje de leer. Ya está tocado de la mano de Dios". Carmela no puede evitar sonreír. Una cadena de cartas, sin remite, sin su propio nombre.
Qué error haber abierto una carta que es para cualquiera.
Carmela se siente, efectivamente, tocada de la mano de Dios, pero vapuleada, abofeteada en su ingenuidad, en su confianza. Carmela sigue leyendo y lee su propia vida, lee que, si no continúa la cadena de veinte cartas, su hermana morirá en el sanatorio, agonizando de cordura; su padre tropezará y se desangrará solo en esa zona del parque a la que nadie entra ya, excepto el jardinero, de tarde en tarde; que su inválida rodará con su silla por las escaleras tortuosas del edificio; que el lunar que Carmela tiene se inflamará y estallará como una gran bola de fuego; que el edificio perderá el equilibrio y caerá a los pies de los cadáveres entre los que estará Carmela.
Carmela cierra la carta. Se limpia una lágrima que le cuelga de la nariz y grita, grita en medio de la alzada del Cuerpo de Cristo: "Me arrepiento, mi pecado de amor se arrepiente de haber muerto, mi corazón se arrepiente de haber amado, de haber olvidado. Me arrepiento." El grito resuena en la iglesia, las cabezas se vuelven, horrorizadas, y la inválida se levanta de su silla de parapléjica para recoger el cuerpo desencajado de Carmela.

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