martes, 8 de julio de 2008

Yolanda


Camina entre las mesas como Gulliver entre los enanos. Tiene las piernas demasiado largas, así ha sido desde siempre, verlo todo desde un punto de vista distinto a los demás, sentirse más cerca del cielo de los larguiruchos. Esquiva con su cuerpo anguloso y fibroso las sillas esparcidas por los anteriores clientes y se pregunta por qué no habrán inventado para los bares sillas como las del instituto, pegadas al suelo, clavadas con saña, una disciplina de los cuerpos que ella rompía, que ella rozaba y maltrataba cada día de clases.
Yolanda busca, desde la atalaya de su cabeza, la mirada perdida del camarero que remolonea, como siempre, como cada día. Ella utiliza la cafetería como su oficina particular, una oficina donde antes, antes de la aparición de los móviles, podía estar horas y horas sin oír el pitido estridente de los teléfonos en su cabeza, interponiéndose entre sus ideas y la materialización en la pantalla. Yolanda abre el portátil y se queda mirando un rato los iconos parpadeantes en la pantalla de cristal líquido. Si mueve la cabeza un poco a la derecha o a la izquierda, variando el ángulo de sus ojos grandes y negros, pierde lo que escribe, lo pierde como si estuviese aquejada de Alzheimer y no es capaz de recordar lo escrito, como un grifo no sería capaz de reconocer una gota de agua que ha dejado escapar. Todo suena igual, todo transpira la misma pregunta, la misma indecisión, el eterno erotema que nos invade: ¿PARA QUÉ?
Tuvo un profesor en el colegio que le daba una dieta para poder escribir, como si para ello se necesitase una buena figura. Él argumentaba que la novela perfecta, la conjunción de los ideales de toda una generación requiere cuidarse por dentro y por fuera, no dejarse sobornar por el mundo de hoy en día, de estreses y frases a medio hacer. Él no dejaba de sorprenderse de la forma tan particular de hablar de Yolanda: bajito, rápido, rápido, como un tren desbocado, omitiendo letras, inventando un idioma que muchos daban por perdido, un eterno descifrar significados.
Lo que ocurre, piensa Yolanda, es que nadie quiere misterio hoy en día, porque en las películas del cine al que le gusta ir el final se dice en el mismo trailer, ¿es posible?, para no dejar nada en el aire, para que el espectador no pueda sentir estupefacción ni desazón por no comprender. Todo bien y bien atado, como si, de repente, nos hubiésemos vuelto idiotas. Triturado hasta perder el sabor original, la verdadera esencia. Yolanda busca el misterio en cada mirada, en cada conversación ajena, curiosa como es al interior de los demás, y lo busca en lugares apartados, donde los que van allí tienen una razón de peso que tira de ellos, hasta hacerles arribar a esa verdad.
Yolanda se sienta al lado de la ventana, en un reservado extraño ya que todos los peatones pueden ver a los posibles amantes, y observa, disecciona los labios de los que articulan frases y se queda prendida de una ficción que brota de los ojos airados, de las manos revoloteantes, de los tobillos inestables, de la cabeza vuelta con sorpresa. Yolanda recibe la sombra del camarero, pálido y escuchimizado, enfermizo en su delgadez y repite lo de todos los días, las bebidas todas alineadas en su mesa, como un pequeño desfile de vidrio, para que dejen constancia de que estará durante horas, pero consumirá durante horas, pagará su parte de asiento de terciopelo, su parcela de ventana, su voltio de electricidad.
Yolanda se vuelve hacia el portátil pequeño, ligero y gris que reclama su atención. De vez en cuando, como si fuese un niño caprichoso, le manda notas, todas relacionadas con su tarea del día, un recordatorio de la poca memoria que tiene y ella gruñe mirando la pantalla, como si algo animado vibrase bajo el cristal, algo que se ríe de ella, de su torpeza, algo que abusa de su sentido del humor desgastado y un poco marchito. Yolanda maneja el ratón incrustado y se siente haciendo cosquillas a un animalillo, rozándole la barriguilla con sus dedos de uñas mordidas y descuidadas. Se siente en deuda con la técnica que la empuja hacia delante y, a la vez, la hace sentirse atrás, muy atrás en el tiempo, cuando el señor Bell tuvo una visión.
Yolanda abre los archivos y ordena lo desordenado ayer. Siempre se concede un plazo para organizarlo todo, para que, dando el beneficio de la duda, permita que cada cosa ocupe por sí misma su lugar primigenio.
El orden natural.
Y, mientras espera que los archivos se asienten cada uno en su carpeta correspondiente, abre el IRC. Se introduce un momento en la red y navega, conociendo a personas virtuales, tan virtuales como ella, que se inventa un pasado, un género, un nombre que no es verdad, que puede ser real, sin embargo en un mundo fuera del teclado y los comandos. A veces es un hombre seguro de sí mismo y un poco castigador, con sentido del humor ácido y proposiciones indecentes. Otras es una adolescente ingenua, un poco sorprendida por las palabras demasiado osadas del otro lado de la pantalla. Exhala sus personalidades según el día, según el ángulo de luz incida en el quiosco de enfrente, según el zumo esté más o menos agrio. Entra en canales al azar, buscando una palabra, un sentimiento para iniciar su siguiente relato, un disparo de salida para correr hacia la inspiración. Guarda los logs, las transcripciones de cada una de las conversaciones y anota los nicks, los nombres ficticios que utiliza ella y los y las que dan un poco de su tiempo para que ella invente vidas.
No viene a robar nada que no le quieran dar, porque las palabras fluyen del otro lado libremente, no quiere imaginarse a nadie diciendo nada de lo que pueda arrepentirse. De vez en cuando, alguna voz escrita parece decir la verdad, contar un trozo de su vida que ha dolido, que duele todavía, y Yolanda querría tocar con su mano larga y huesuda el brazo de ese otro ser que está sufriendo en soledad, que sólo puede encontrar consuelo hablando, sin conocer, sin ser juzgado tampoco. Yolanda siente que nos hemos alejado demasiado de nosotros mismos, en todo momento, de la vida que creemos vale la pena, de los silencios necesarios, de la complicidad entre dos miradas. Yolanda sabe que habría que vivir notando a los demás y dejándose caer a uno mismo.
Yolanda mira los archivos, de nuevo y selecciona uno al azar. Compone historias aleatoriamente, utilizando un programa que han diseñado especialmente para ella. El orden natural vuelve a presidir su tiempo, como ella misma afirma cuando alguien la entrevista sobre sus libros. El secreto lo lleva guardado en la memoria del disco duro y el diskette a la vista de todos que dormita encima de su cómoda, delante de las peticiones de su editor que se pregunta y se felicita por su éxito.
Yolanda escribe frases impersonales, organizadas algunas sintácticamente según las normas más estrictas y otras obedeciendo a la anarquía. Las coloca en archivos contiguos que el programa se encarga de mezclar. Yolanda recoge el cóctel de ideas que surgen entre los parpadeos de la pantalla y elabora sus historias, teje las vidas que le brotan de la casualidad y de la causalidad. Un alud de vidas rueda por la pantalla y ella recoge y selecciona las palabras, añadiendo un verbo aquí, un sujeto personal allá, haciendo juegos malabares con sus propias frases. Inventa, sin querer, una vidas que laten a distancia, que son reales sin ser aún verdad.
Enfrascada en el comienzo de un nuevo libro, Yolanda ve iluminarse el icono de mensaje. Abre el archivo y uno de sus ficticios seres del IRC le manda saludos y la invita a visitarle en un canal inventado a los efectos de compartir solos un momento. Cierra los archivos y se introduce en la habitación virtual en la que Push la espera.

hola, Push, como te va todo
bien. te echaba de menos

Yolanda evita, en el inmenso juego de transgredir las normas, poner puntos, signos de interrogación o exclamación, mayúsculas e incluso se deja tentar con algunos de sus interlocutores por cometer faltas de ortografía. Push es distinto, es correcto, es amable, es transparente, es apetecible mentalmente. Lilith, su nombre ficticio, es perversa, arrebatadora en esencia y siempre está dispuesta a dejarse escandalizar. Da de su vida todas las mentiras que Yolanda es capaz de inventar para ella. Tal vez el nombre sugiera ya de antemano más de lo que Yolanda quisiera. Pero todo está permitido en la red, todo consiste en hacer de la experiencia un momento lo más próximo y sencillo posible.

y eso. es muy galante por tu parte. que ha sido de tu vida, últimamente
sólo he pensado en ti. en desear conocerte, verte en persona y tomar un café mientras me dejas leer tu última novela
mi última novela? no soy escritora. qué te hace pensar eso de mí?
te conozco. te he vigilado. ayer te seguí hasta tu casa

Yolanda tiembla un segundo, parpadea y ve aparecer en la pantalla su dirección, con toda veracidad. Mira alrededor, pero no hay nadie con un portátil más que ella. Ella, que se acaba de meter en terreno peligroso. Ella, que no ha considerado que ha sido la relatora de momentos de confesión manuscrita.

mañana iré a verte, Yolanda. verás lo que es contar la vida de los demás sin pedirles permiso. No escaparás. aprenderás a respetar lo ajeno y a no hacer de las personas mentiras ficcionales. me has destrozado la vida, me han echado de mi trabajo por culpa de tu libro. ni siquiera te has molestado en ocultar mi nombre, yolanda. ahora yo destrozaré tu vida
de qué novela me hablas? no te conozco y es imposible haber escrito sobre ti. tampoco se tu nombre. jamás me lo has dicho, Push
no me creeré nada más, Yolanda. ahora yo seré quien haga de tu vida una noticia que aparecerá en sucesos. te lo prometo

Yolanda intenta cerrar el programa de IRC que no responde. Antes de despedirse, Push ilumina la pantalla con un enorme smiley que rebota ante los ojos atónitos de Yolanda. Vuelve a buscar apoyo emocional a su alrededor y ve cruzar la calle a una mujer vestida de enfermera, empujando una silla de ruedas, poniendo su empeño por llevar hacia delante a la mujer dormida, sentada a su merced. Yolanda se siente a merced de su propia fantasía y de su propia inconsciencia. Cierra el portátil y sale, escapando, dejando el ordenador encima de la mesa, abandonando la oportunidad de escribir la historia de su vida, su éxito definitivo.

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