jueves, 4 de octubre de 2007

Plagio de mi mismo


Como cada mañana, el editor estaba sentado en el sillón de cuero de su despacho, frente a media docena más uno de teléfonos, sin saber qué hacer, pues desde hacía cinco minutos los siete aparatos guardaban un terco silencio. Cinco minutos seguidos sin la oportunidad de vociferar a través del audífono: "¡No quiero leer nada suyo hasta que usted haya publicado diez o doce títulos"!. El pertinaz mutismo de los teléfonos le producía la sensación de que el mundo se había paralizado durante cinco minutos. Zarandeaba los auriculares verde, beige, azul, rojo, negro, blanco y gris, por si se les hubiera trabado algún cable. Mordisqueaba la punta de un puro, más con los nervios que con los dientes, aunque, eso sí, los babeaba . Sus nervios estaban a punto de estallar cuando al cumplirse el sexto minuto de ausencia telefónica, el aparato verde entonó un timbrazo capaz de desencajar el sistema nervioso más templado o de templar el más desencajado, lo que fue el caso. Un timbrazo como una palabrota destinada a escandalizar un oído pudibundo, pero que al editor le sonó a música celestial por la oportunidad que le proporcionaba de cumplir con el rito de su profesión que coincidía con su vocación (tengo para mí que los teléfonos emiten un timbrazo acorde con la idiosincrasia del que llama. Con un aprendizaje adecuado llegaríamos a saber quién nos llama antes de descolgar el invento).
Diga, ¿quién es? –farfulló el editor con media boca, pues la otra mitad estaba ocupada por el puro.
El editor espetó la pregunta brusca, atropellada por el ansia de recuperar los minutos perdidos. Si en los seis minutos de vacío se hubieran producido las llamadas de los implorantes de gloria, el hubiera contestado con impostada sorna: "Sí, diga, ¿quién es?", para después de oír sin escuchar: "Me llamo Marcos Martinez", preguntar en tono más severo: "Y, bien, ¿qué se le ofrece?", hasta llegar al momento culminante en que, medio confiado, el interlocutor, implorara con voz temblorosa: "Soy escritor, o quisiera serlo, porque hasta que a uno no le publican no lo es, aunque haya nacido escribiendo…tengo una obra y me gustaría que usted se dignara leerla…por si le interesara publicarla", escupir contra la distante, no por ello menos sufriente, oreja del novel: "¡No quiero leer nada suyo hasta que usted haya publicado diez o doce títulos!." Al fin tuvo su oportunidad el editor, y no la desaprovechó, después de seis interminables minutos. Desde el otro lado del hilo, el que había llamado, con pachorra y tranquilidad, le lanzó:
Pero, ¿Qué modo de dirigirse a mí es ese, so gilipuertas? ¿Es que no me conoces? Mira que, como sigas por ese camino, te mando a hacer puñetas y más vas a salir perdiendo tú, por cantamañanas.
Ante la firme ofensiva de su interlocutor, el editor fingió que le había reconocido, por aquello de curarse en salud, pero la ira contenida no le permitía ni sospechar de quién se trataba, si bien el timbre de su voz, de macho fingido, y, sobre todo, su tono, chulesco y prepotente, no le eran del todo extraños.
Perdone, ya sabe el trabajo que tengo, y son tantos los pesados que acuden a mí con vanas esperanzas…-puso el editor en su argumento un deje de disculpa, en tanto permanecía a la espera de que el otro se descubriera más, sin que ello supusiera que su enojo y su excitación hubieran cedido.
Me importa un huevo tu vida, aunque en buena medida vives gracias a mí. Pero prefiero pasar por alto lo cretino que te estas mostrando. Te llamo para comunicarte que esta misma tarde te enviaré unos cuentos, o algo parecido, que no tienen ni pies ni cabeza, es decir, como la vida misma, sin terminar. Tú, además de editarlos, te encargas de hacerles una profusa promoción en la que se acrediten como tiernos y humanos, y a venderlos como rosquillas, o sea, a forrarnos los dos.
El editor no acababa de identificar al que con tanta desfachatez así se le encaraba y mangoneaba. Su ánimo carecía de la claridad suficiente para asegurar que se burlaba de él, pero tampoco se veía con la fuerza para acabar con él por el método infalible del "no quiero leer nada suyo hasta que usted haya publicado diez o doce títulos". La entereza de su desconocido opositor le desconcertaba.
Pero, ¿Qué coño te ocurre? ¿Es que no tienes nada que decirme? El culo deberías estar dispuesto a besarme. Mira que le regalo esto a otro y te quedas con dos palmos de narices por pollaboba, ¿eh?
No se ponga a sí hombre, es que estaba tomando nota de cuanto me ha dicho. ¿Y cuántos folios dice que me envía?
No lo he dicho, pero son 50, a doble espacio, por una sola cara y amplio margen.
Pero usted sabrá que la colección más reducida de esta editorial exige originales de 100 folios como mínimo –el editor vio una puerta abierta para despacharle y quedar bien.
Me estás inflando los cojones, ¿sabes? Pero no tengo ganas de discutir con un mamón como tú, que ya te conozco. Cuelga que voy a ver si lo arreglo y te vuelvo a llamar. Puedes dar gracias a que hoy estoy de buen humor, debe de ser por los rumores que, como cada año, llegan desde Estocolmo. Y ten en cuenta, cacho maricón, que si se cumplen los pronósticos, tu editorial no me publica más después de esta jodienda.
Colgó. Al editor le temblaban las mandíbulas de rabia, pues estaba convencido de que le habían tomado el pelo y, por si eso no bastara, en ese tiempo no había podido largar a nadie un "¡no quiero leer nada suyo hasta que usted haya publicado diez o doce títulos! Apenas había comenzado a morder otro puro, apagado, cuando sonó de nuevo un teléfono, esta vez el negro:
Óyeme bien, zoquete, ya tengo resuelto tu problema, a mi modo, claro. Como ahora no tengo muchas ganas de escribir, he arrancado unas cuantas páginas dispersas de libros anteriores míos, que juntas forman una historia, o así. Añadidas a las que te anuncié antes suman 85 páginas. No hay más, así que las imprimes con letras muy grande para que llenen 100, y no se hable más del asunto.
Usted, perdone, pero eso no es muy decente.
No me seas tan escrupuloso, que otras veces no lo has sido tanto, joder. Y observa que aún no te he hablado de dinero. Además, las obras, de las que extraigo un cachito son de hace más de treinta años y la gente ya no se acuerda ni de los títulos. Ahora lo titulamos Los viejos amigos y el público que lo descubra incluso se enternecerá. Y, ¿sabes qué te digo? Pues que si esos grupos de melenudos capados editan discos con canciones repetidas de otros discos, yo, con mis pelotas, publico con tu complicidad, como cuentos independientes lo que eran partes de novelas. ¿No ha grabado Waldo de los Ríos y, lo que es peor, Miguel Ríos una parte de la Novena de Beethoven, arreglándola como les ha salido de los huevos? Pues yo vuelvo a publicar como relatos nuevos fragmentos de mi obra vieja.
No, si a lo mejor tiene usted razón, pero, siguiendo con su ejemplo, Waldo de los Ríos ha dado al Himno de la Alegría un toque distinto, otra orquestación, otra cosa, no sé.
Bueno, hombre, mira: para que te quedes tranquilo, aunque nunca me has sido simpático, voy yo a hacer algunas modificaciones para que parezca una obra inédita. Toma nota: donde ponía Martín, pongo ahora Juan; donde figuraba Nati Robles, ahora invento a Josefina Domínguez; donde doña Rosa, doña Luisa; donde Pepe, Ortiz; donde Seoane, Félix; donde Rómo, dejo Rómo, y donde Rodríguez Entrena, permanece Rodríguez Entrena, no vaya a ser que sigan vivos. Y para terminar, donde Macario, simplemente el pianista y así acabo de contribuir al despiste. ¿Qué, más tranquilo, pobre imbécil? No está mal la idea, ¿eh? Después de todo, si un día me encuentro cachondo, me denuncio de plagiarme a mí mismo, y hundo tu editorial.
El editor ya se había comido el puro y no pudo contenerse más
Ya está bien de bromas de mal gusto. Si no se identifica usted, hasta aquí hemos llegado.
Pero, leche, si soy tu buen amigo y benefactor Camilo José, pedazo de bestezuela, que sólo te falta rebuznar.
Oh. Señor Cela, pues no faltaba más: letra grande, no, enorme, una edición de bolsillo y otra de lujo, mucho más cara, una primera edición de un millón de ejemplares. A propósito, usted tan discreto siempre, ¿Cuánto exige como adelanto? ¿Cómo desea que le liquide, al año, al mes, a la semana, al día, a la hora, al minuto, al segundo? Usted no se plagia, don Camilo, es genial ese cambio de nombres, un acto creativo propio de un genio. Perdone mi atrevimiento, pero ¿No se anima a meter uno de esos paseítos de antaño por la Alcarria?
No, ya lo había pensado, pero prefiero tenerlo en reserva, por si alguna otra vez me quedo también sin ideas.
A mandar, don Camilo.
Colgó. La tensión del editor había desaparecido ante la perspectiva del negocio. Pero, de nuevo, el estímulo del timbrazo le catapultó a la lucha de cada día:
Sí, diga, ¿quién es?
Soy Francisco Umbral y quiero proponerte….
¡No quiero leer nada suyo hasta que haya publicado diez o doce títulos!
¡A mi me van a tomar el pelo, faltaria mas¡¡.

No hay comentarios: