martes, 18 de marzo de 2008

Isabel


El suelo está frío. La escalera se llena de pasos que suben, que bajan, de la cabeza de Isabel a sus pies enfundados en unos deportivos blancos que pierden la dignidad a cada paso, a un ritmo parecido al que va perdiéndose el lustre del betún blanco con el que ella intenta disimular los grises de los arañazos, del desgaste, de los años.
El portal está cerrado ahora. Por lo menos no tiene portero, que siempre mira a las encuestadoras desde una altura moral ficticia, que tendrá que quitarse de los ojos cuando suba a un taxi y el taxista lo mire a su vez desde la altura moral de los que conducen, así como el taxista se siente mirado desde arriba por la señorita de la ventanilla cuando recurre a la administración para renovar su licencia y todos, mas o menos nos sentimos mirados por encima del hombro cuando alguien se sitúa así, es ley de vida, de mala vida, de falta de perspectiva de creerse mas que los demás. Isabel desparrama los papeles y vuelve a contar cada cuestionario por separado. 50 encuestas, con 6 folios cada una. Hay 250 folios de las tres primeras hojas pero no de las siguientes. Isabel crispa las manos alrededor de los folios y arruga las respuestas de R. H. D.

Isabel busca en la carpeta azul y la goma rebota contra sus uñas mordidas. El dolor restalla contra las heridas producidas por los nervios y por los dientes que tiran de pellejos. Las hojas perdidas. Están aquí.

En el tercer piso esperan las encuestas: dos euros por cada una, dos euros por cada cuarto de hora que Isabel pasa haciéndolas, dos euros por cada puerta que se cierra en sus narices de estudiante en paro, de autónoma provisional, de muerta de hambre con cartilla de la Seguridad Social, dos euros por cada peldaño de escalera, por cada perro asomado y que salvar en una verja oxidada, por cada mirada inquisitiva o simplemente despectiva, dos euros para no parasitar, asqueada de vergüenza propia y ajena, con la certidumbre de que solo las completas valen esos dos euros.

Isabel se pone de pie, busca el agujero de los pantalones, después de salir de aquella urbanización, enganchada al borde de una papelera demasiado vanguardista para el barrio. Encuentra el agujero y mira las zapatillas de deporte, llenas de barro y asco de ambular deambulando en realidad, mira los dedos salpicados de tinta azul de un Bic mal nacido, mira los folios que faltan por cubrir y se mira a sí misma, en su interior, buscando un algo de voluntad, de esperanza, de sonrisa en la mañana.

Entrega y no recibe ni gracias ni sonrisa ni bien hecho. Isabel no recibe nada en el tercer piso, sino más hojas en blanco que tiene que cubrir, arrancando confesiones, a veces, en cocinas que huelen a repollo, que crepitan con la olla exprés, en salones minúsculos que atronan con la televisión y las telenovelas, en cuartos indefinibles en los que no la invitan a sentarse, sino que hace malabarismos con las hojas, el bolígrafo, los datos, la vida de una persona que se deja invadir, porque lo exigen las estadísticas. A algunos les hace ilusión, les hace gracia ver - hasta llaman a la vecina- que les incluyen en la voluntad popular, que, por una vez, desde las alturas de la administración, alguien va a registrar sus quereres, sus costumbres, también indiscretamente su vida personal y privada, muy privada. A otros, malditas las palabras que se les escapan de la boca cuando se quiere saber con qué frecuencia se lavan los dientes, si les gusta la gelatina de piña o si se sienten satisfechos con su pareja.

Esas no son preguntas para las personas, piensa Isabel. Pero a Isabel, su jefe de turno le ha dicho que nada de pensar, que no está ahí para opinar, sino que es una simple amanuense. Así se lo ha dicho. Transcribir, ser una máquina florero que además debe agradecer los insultos y no indignarse con la sorpresa y el desatino de los ciudadanos de a pie. Isabel reordena las hojas y vuelve a contarlas, con la esperanza de que sean menos esta vez.

Anota, antes de que se le olvide, que hoy lleva ya 50 encuestas, anota que mañana habrá 50 personas menos a las que asediar y violar su intimidad, anota que tal vez se vean recompensados sus esfuerzos por transmitir el pensamiento, el hábito o la perversión de una sociedad.

Son otra vez 50 hojas llenas de espacios en blanco y gris, algunas reservadas a ella, otras a la aportación y cotejo con encuestas previas. Son 50 hojas con las direcciones de los ciudadanos que deben contestar, prestar un poco de tiempo de sus vidas para poder hacernos una idea de cómo va todo aquí, en este rincón del mundo civilizado. Ja.

Isabel coge el mapa y vuelve a acordarse de sus amigas, algunas casadas, otras ya separadas, que se van de cafecitos por la mañana y de tiendas por la tarde. Isabel coge el autobús que la lleva al final de la ciudad, donde nadie se aventura por las noches y ella tiene que llamar a las puertas para cerciorarse de que se sigue siendo consumista, aunque ella vea que no hay bombillas en las escaleras, que algunos niños pequeños no llevan abrigo, que no hay tiendas sino cristales rotos en escaparates, que los coches son todos de hace más de 15 años y están aparcados sobre ladrillos porque les han robado las ruedas. Pero ella tiene que subir los peldaños donde se ha secado el vómito del fin del semana y llamar a pesar de los gritos.

Isabel baja corriendo la escalera y se inventa un nombre. Cualquier nombre. Se inventa a un ser humano que contestará a sus preguntas. Isabel le pone la cara de la anciana que tropezó con ella en el autobús, con los ojos desorbitados y el pelo crespo, la falda arrugada, la barbilla temblorosa y un bolso marrón, de cuero, colgado del hombro flaco y seguramente pálido. Isabel se sienta en la escalera de un barrio en el que la gente silba y las mujeres cantan en los balcones. Isabel conoce este otro barrio en el que las mujeres son confiadas e incluso le dan de beber limonada hecha con vinagre en las tardes de agosto, cuando se le abren los pies en las sandalias de saldo. Isabel trabaja, un poco enfebrecida, con los dedos izquierdos tamborileando. Lee, y esta vez le toca a ella ser la protagonista de las preguntas indiscretas y levemente indiferentes del papel. Tacha con rapidez las respuestas, tal vez imaginando la realidad, tal vez inventándola. Nadie irá al barrio aquel a confirmar la veracidad.

Son las 6 de la tarde. El sol se pone en febrero contra las fachadas de un barrio donde el autobús pasa cada 50 minutos y se acerca al centro renqueante, como un agonizante peregrino. Isabel sube al autobús y vuelve a ver, con la frente pegada a la ventana, a la anciana de la mañana. Esta se mueve un poco y deja una marca grasienta en el cristal. Isabel ve que no es la misma mujer, aunque se parecen mucho, como si fuesen parientes. Tal vez lo sean y por eso visten igual, piensa Isabel. Isabel sigue escribiendo, llegando a la encuesta número 25.

Baja del autobús y entra en el bar de siempre, donde no le preguntan qué quiere, porque su primo trabaja allí, detrás de la barra, malhumorado y un poco insolente, pero con buena memoria. Isabel anota, haciendo un resumen estadístico, el recuento de las vidas que se está inventando. Siente el tiempo, que la quema por dentro, aquí, entre el ruido de los obreros que salen de trabajar y de los colores de la máquina tragaperras, donde nadie se fija en el silencio que nace de su mesa, de su bolígrafo Bic, otra vez asqueroso de tinta azul, y dibuja paisajes humanos que antes nunca le habían dicho gran cosa. Isabel echa azúcar al café, tres sobres que no le llegan a nada pero que asume como una condición para seguir en racha. Encuesta número 37. Acabando. A las 8 y media tendrá entregadas las falsillas. ¿Cómo atreverse a preguntar a esas familias de 6, 7, 8, 9 niños si utilizan métodos anticonceptivos y cuáles? ¿Cómo pedirles que den la cantidad exacta de salario mensual neto? ¿Cómo acercarse a las mujeres y hacerles recordar el momento de su primera regla? Isabel ríe detrás de los folios y siente una arcada de ilogicidad.

La última. En una calle cercana, extrañamente. A veces, cuando hay que rellenar el cupo, se pasa de un barrio a otro, siguiendo la poca lógica de los que organizan las encuestas. De los arrabales al centro. De un edificio ruinoso al ático imponente de una mujer de ministro, director general o cirujano jefe. Isabel se inventa las respuestas, en un alarde, pero se atreve y se levanta, con el dinero justo, que coloca frente al ceño fruncido de su primo, y se dirige a casa de la gran dama.

El ascensor tarda en llegar y el portero la mira sin disimulo. "¿Le importa?". El portero reacciona de forma exagerada y fuera de tono. "¿Y usted a quién viene a ver?". "Hago encuestas". Cierra la puerta del ascensor. El sexto. Timbra y oye pasos que vienen de lejos, de muy lejos, lentos pero seguros, como si la hubiesen estado esperando. Una cofia de las que ya creía extintas y un delantal blanco sobre uniforme negro le abren la puerta con dificultad. Tanto blindaje, ya se sabe.

En el salón cabe el piso de Isabel entero y su plaza de garaje. Aquí hay incluso un piano y una televisión del tamaño de un coche pequeño. La mujer se muerde las uñas, como Isabel, y la hace sentarse en cuero de color crudo. Isabel busca al gran Gatsby en la habitación y comienza a preguntar, sin inflexiones en la voz, como esas anónimas que anuncian las secciones en las áreas comerciales. Isabel hace que escribe y repasa con el bolígrafo Bic las respuestas de la mujer. Isabel comienza a sudar. A Isabel las letras le bailan delante de los ojos. Isabel pide agua porque se va a desmayar. Isabel dibuja un puntito azul detrás de cada respuesta. Porque la mujer da las respuestas que Isabel ya tiene apuntadas, de su propia imaginación, de su puño y letra. Isabel da las gracias a mitad del cuestionario y se despide.

Isabel se va a casa y se quita la ropa que huele a sudor acumulado de estudiante, como al volver del gimnasio. Isabel toma las pastillas, 3 más que ayer, y se tumba en la cama mientras las carcajadas la alejan del día de hoy.

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