lunes, 7 de abril de 2008

Julia



La doncella se coloca la cofia y musita palabras en otro idioma. Julia la ve hacer y se pregunta por qué hay gente que escapa de su país, de sus familiares aún en la justificación de buscar un trabajo y un futuro.

Cuando uno está solo no es nadie, piensa Julia.

Ella misma se mira al espejo y no ve a nadie, sólo un nombre, que escribe con el vaho de la bañera llena de sales aromática, de aceites que resbalan por su cuerpo pero no dejan huella en su alma. Julia ve las manos pequeñas y morenas de su doncella, recogiendo las pastillas tiradas por el suelo, las gasas, el frasco entornado de Betadine que mancha los azulejos inmaculados del gigantesco cuarto de baño aguamarina. Su marino lo había diseñado así, para que a Julia siempre le diese la sensación de estar en el fondo del mar, acompañando a Ariel, la sirenita, nadando entre los peces sapo y los globo, entre las burbujas que escupen las anémonas, con las algas enredándose en sus tobillos.

Él nunca entraba en este cuarto de baño, por algo cada uno de ellos tenía uno propio, donde no había motivo para mezclar los productos de belleza de Julia con los útiles de su marido. Además, él siempre tardaba horrores, como si realizase, cada mañana, ante el espejo, el ritual de reconciliarse con la parte de su alma, de su vida, que había quedado entre las sábanas, a merced del sueño.

Cuando dormían, en la inmensa cama de color crudo, en un oleaje de sábanas suaves y edredones y cojines superfluos, Julia siempre se sentía lejos de él, en otra isla en el mismo mar, pero separados por arranques de la naturaleza, por tormentas de ceños fruncidos y tempestades de silencios fríos de esos que van calando el alma. Julia sabía que la mayoría de las veces era como dormir sola, porque no había el mas mínimo contacto, y vivía así, allí en su esquina, mirando hacia fuera los árboles pálidos y perennes de hojas azules y verdes, a través de la terraza, una terraza en la que cabría otra habitación igual o incluso mayor. Veía el reverberar de las luces clavadas en el césped del piso de abajo. E intentaba escuchar, agudizando el oído, las chicharras y los grillos que no osaban aventurarse en la finca de miles de metros cuadrados.

Ella misma, aún en los momentos de mayor soledad y aburrimiento, no había podido recorrer toda la extensión del jardín. Un bosque en medio de la ciudad, decía su marido. Una fortuna en jardineros que venían, cada día, a acicalar los setos, los arbustos, los árboles, los macizos de flores siempre perfectas, siempre en su sitio, siempre hermosas y vivas.
Ahora, mirando por la ventana, mientras su doncella seguía murmurando, Julia veía los árboles un poco ajados, el césped pisoteado, las flores mustias. No se le había ocurrido que la muerte de él pudiese incluso llegar a alterar el paisaje de sus días. No había salido a pasear por el jardín desde el accidente, tan estúpido que no merecía ser analizado sino por sonrisas sarcásticas: caminaba hacia el banco, diez pasos desde el coche con chofer que utilizaba, por haber sido incapaz siempre de aprender a conducir, y una alcantarilla que debía haber estado señalizada, se abrió a sus pies y lo desnucó, entre olores, suciedades y cadáveres de ratas, las ratas de su ciudad. Julia imaginó los comentarios, una rata entre otras varias. Un juez corrupto menos en circulación.
Julia recordaba cómo untaba la mantequilla en la tostada; cómo se reconcentraba en el ordenador cuando tenía que trabajar; cómo se encerraba con celo en la habitación insonorizada para componer sus canciones infames; cómo, cada mañana, le decía lo que debía ponerse, a ella, para asistir a este o aquel acto. Julia había aprendido que, irónicamente, él siempre tenía razón, que no carecía en absoluto de buen gusto y que sabía lo que era la clase, a pesar de parecer ausente, siempre enfrascado en lo Importante. Julia lo veía así escrito en su mente, cuando su marido pronunciaba la palabra. Julia sabía lo que sí era Importante; que, cuando lloraba en silencio en la bañera de burbujas, el siguiente caso era Importante; que, cuando asistía sola a comer a casa de sus padres, la reunión de su marido era Importante; que, cuando quería saltarse alguna de sus normas, debía ceder porque lo suyo, lo de él, era Importante. En realidad, Julia no tenía mucho importante que hacer. Ni siquiera dar a luz, porque él se había esterilizado hacía ya mucho tiempo, el primer año de matrimonio. Él decía esterilizarse, como si fuese similar a limpiarse por dentro de impurezas que podrían crecer en otro, y dar lugar a algo que no fuese Importante. O no tanto como él mismo. Aunque a Julia siempre le queda el escondido dolor de que lo hizo sin consultárselo, como una decisión mas de sus muchas decisiones importantes y en lo que ella no tenia lugar, ni ella ni lo que ella pensara.
Encima de su mesa, un teléfono y un número al que no quiere llamar. No se ve en situación de decidir. Tampoco quiere hablar con nadie sin poder mirarle a los ojos y hacerle creer la verdad, la verdad absurda de unos días en los que le falta la tranquilidad, le falta el dominio de sus propias palabras. Está segura de oír una voz familiar pero fría, seca y abierta como un surco. La abogada la escuchará y ella sólo deseará ser comprendida, no escuchada ni justificada. La abogada, en su traje sin arrugas, hará garabatos al otro lado del teléfono mientras Julia estará desmayada de soledad y sorpresa. La abogada no estará a su lado para asentir a sus ojos llenos de ilusión y terror a un tiempo. La abogada seguirá en el círculo exterior que rodea a los afectos de Julia, mezclada con la dependienta provisional, el cantante en la radio, el repartidor de periódicos o el sereno.
Julia se sienta en el suelo del pasillo, mirando todavía a su doncella, de la que no sabe la procedencia ni la edad y se fija en su mano regordeta, en el dedo anular y ve brillar el oro, como un guiño a destiempo, que no viene a cuento. Se toca la frente con un dedo e intenta recordar el momento en que su marido le ha dicho que la quería. ¿Había ocurrido realmente o la fuerza de la imaginación le habían creado un momento idílico, una debilidad Importante en aquel que sería su futuro marido? Una fiesta, un ruido de fondo que también venía de su cabeza, demasiadas etiquetas detrás de cada nombre propio, un vaso que, en su belleza, se tragaba toda la luz de la habitación. "Tenemos que casarnos". En realidad, no hubo marcha atrás, no hubo sorpresas fingidas. Julia había sonreído y durante un momento creyó que podría cambiarle, ablandarle, hacerle entender lo Importante que podía resultar dejarse abrazar en público, rodeado precisamente de personas que llevaban el anzuelo colgado de la lengua. Demasiado fácil. En un mundo de luchas, donde se había dejado arrastrar por la fantasía de ser feliz, Julia lo seguía intentando.

Había aguardado pacientemente, durante años, un asomo de ternura, de desamparo, de rendición a besos, abrazos y arrebatos. Su marido había luchado en un terreno sin hoyos, allanado por la tradición y el saber estar.
Un año ya de la muerte, del cambio definitivo e irreal. Julia había caminado por la casa sin encontrar demasiada diferencia a cuando él estaba vivo, excepto en el jardín. No se había sentido acompañada, y ahora no notaba escaparse nada, ni la ausencia de una voz en el dormitorio. Había abierto con una media sonrisa el diario en que anotaba cada acto de amor, cada caricia inusual, cada palabra dicha en susurros. 18 en 6 años. Había anotado también cada deseo de ser libre en brazos ajenos, y cada intento frustrado de ser infiel. Así que, en los últimos 5 años, había decidido vivir en sueños, ser amada y amparada en tierras de nadie, poniendo el único freno que era dar nombre, para no despertar, ni siquiera en un descuido, al marido con otro en los labios. Había dormido sola, en brazos de ángeles o demonios que brotaban cada noche, gracias a las pastillas. Había despertado y vuelto a dormir, cambiando el guión de su sueño, o recomenzando donde había terminado, o iterando el beso, el calor, la sensación de sentirse viva a la vez que medio muerta de ansias. El Predictor le dijo que estaba viva. Que había nacido en ella alguien más que una ilusión; que, de verse liberada, había soltado amarras ella sola. Sola frente a una mentira. A un milagro. Un año sin su marido. Un año de carencias, de sueños intensos y humedades vespertinas. Un año de fingimiento nocturno y un óvulo floreciendo, lanzando al viento el polen. Julia se pregunta si su doncella estará también embarazada, si estar de rodillas en el suelo de un baño gigantesco no será nocivo para el feto. Julia se arrodilla con ella y se pregunta cómo puede hacer una para comunicarse en un idioma desconocido y pedir consuelo, pedir un instante para llorar contra el hombro de alguien que no le va a pedir explicaciones, ni la acusará, ni siquiera le importará nada más que sus propios sentimientos. Julia recoge el Predictor que confirma lo imposible y mira los ojos sorprendidos de la doncella. Por una vez, en muchos años, se encuentra con una mirada que habla de un ser humano que tiene miedo, como ella.

1 comentario:

Inma Luna dijo...

Bueno, hay que tener cuidadito con los sueños, a veces son más reales que la vida misma. Si no, que se lo digan a Julia, je.