miércoles, 12 de marzo de 2008

Marita


Un, dos, tres, una vuelta y de nuevo al comienzo. Uno, dos, tres, otra vuelta más.

Marita mira al cielo, entre las nubes blancas y esponjosas como el baño de mamá. Marita nunca se baña con mamá. Mamá dice que es desperdiciar el agua. Marita no sabe qué es desperdiciar. Porque Marita sólo tiene cinco años y, a esa edad, el despilfarro no existe. Existen las ganas de vivir, de jugar, de reírse a lo tonto por cualquier cosa hasta que se te caen las lagrimas. Existen las tristezas de diez minutos y las pataletas de tres.

Existen los regalos por Navidades y las fiestas de cumpleaños, incluso con niñas como Lorena, Leticia o Sara. Marita sube por los troncos escalonados de un nuevo juego en el parque. Ni sabiendo lo que es disfrutaría más. Porque las palabras, a los niños, no les dicen mucho. Les dicen los olores, los tactos - sobre todo los grimosos y blandengues -, los sabores... Sobre todo los sabores, piensa Marita. Mmmm. La tarta de chocolate del otro día. Riquíiiiiisima, como dice la abuela, exagerando la i. Y Marita cree que, a veces, la abuela es un poco como ella, que se parecen más que a mamá. Mamá a veces no tiene paciencia, casi menos paciencia con la abuela que con Marita. Y eso, a Marita le hace gracia y también le hace daño en la barriga, un poco más arriba del ombligo. Marita se lo dice a mamá, pero ella dice que son bobadas. Que el dolor surge por un golpe o por una enfermedad, no por las palabras, sean cuales sean.

Un, dos, tres, una vuelta y de nuevo al tronco más bajo. Son tres, de menor a mayor y Marita sabe que es muy diestra porque los pasa alternativamente, cada vez con un pie. Es difícil llegar al final y dar la vuelta, porque ahí, aunque el tronco tenga la base más ancha, también está más arriba. Y Marita no quiere ni imaginarse el porrazo si cayese desde ahí. Mamá se pondría furiosa. Además, no es un buen momento para caerse, porque ya tiene las rodillas peladas de tantos golpes. Marita no es consciente de ser tan torpe. Supone que es algo normal en los niños. Pero nadie está ahí para decírselo. Porque la abuela, de pequeña, no subía a los troncos ni se bamboleaba en los columpios o eso es lo que le cuenta a Marita. Marita la escucha con atención, porque le gusta como la abuela pronuncia las eses , como estira las ies para exagerar y también como sube y baja el volumen para hacer interesante lo que cuenta y que estés pendiente de ella, y le gustaría aprender a hacerlo. Un día, cuando mamá no esté delante, le pedirá a la abuela que le enseñe a poner los labios, así, como una profesora, para poder pronunciar igual.

Un, dos, tres, una vuelta. ¡Ay! Marita no ha visto el suelo por pocos centímetros. La falda del vestido ha hecho vuelo y casi pudo con ella. Marita, en el suelo, gira y gira sobre sí misma como una peonza. Y sabe parar justo cuando el corazón le late fuerte, fuerte. Entonces, en vez de girar ella, gira el parque, los árboles sin hojas y la arena un poco sucia. Giran los columpios y también el tobogán lleno de óxido. Gira la fuente y los niños que juegan al pilla. Sabe jugar sola. También sabe bajar sola al parque y cruzar la calle cuando en el semáforo hay un señor pequeño y verde que también quiere cruzar, como Marita. Marita querría ser ese señor, que siempre parece hacer lo que le apetece. Y que, cuando está cansado de caminar, se pone, con las manos en la cintura, a esperar, tal vez rojo del enfado, tal vez rojo del cansancio.

Un, dos, tres. Pero ahora ya resulta aburrido. Marita se sienta en la arena. Si mamá no está, ¿porqué no ir a jugar con aquellos niños del pilla? Marita sabe que mamá, de alguna forma misteriosa, siempre sabe cuando se porta mal. Pero hoy Marita quiere portarse mal adrede. Quiere que la castigue por haber sido mala. Pero, por lo menos, habrá jugado con otros. Marita está aburrida de jugar sola. Marita no tiene hermanos. Mamá no soporta a los niños, dice. Y Marita cree a veces que ella no es hija de mamá. Porque, sino, ¿cómo iba a estar aquí, con ella, si no la quisiese? A lo mejor Marita es hija de otra señora y por pereza le llama mamá a esa que conoce. Pero, ¿y la abuela? La abuela, Marita se ha fijado, siempre lleva la misma ropa, la misma chaqueta azul, la misma falda gris, la misma blusa blanca. Marita no sabe si la abuela tiene muchas iguales y se uniforma cada mañana ante el espejo de su minúsculo cuarto en casa de mamá. La abuela sale a pasear, muchas veces sola, en el autobús. A Marita los autobuses le dan miedo. A papá lo mató un autobús, porque él no quiso hacer caso al hombrecillo del semáforo, piensa Marita.

Marita camina hacia los columpios, contando los pasos como le ha enseñado la abuela. Pero pronto tiene que volver a recomenzar porque no sabe tantos números y los pocos que sabe, le cuesta retenerlos, sobre todo al pasar del cinco. El cinco para Marita es el más grande, el más importante: ella tiene cinco años, hace cinco años que no ve a su padre, hace cinco años que la abuela vive con ellos, hace cinco años que viene a jugar a este parque, hace cinco años que desea tener un hermano mayor.

Los columpios están desvencijados, abandonados a la intemperie que los mancha de oxido en las cadenas. Pero no hay nadie aquí para arreglarlos. Sería un poco extraño ver a alguien preocupado por arreglar un columpio. A los adultos, las cosas de niños siempre les parecen lejanas e insustanciales. Marita sube en el vaivén. Así le llama ella. Un columpio fijo al suelo en el medio y con dos brazos que, cuando uno sube hacia el cielo, el otro rebota contra la arena del parque. A Marita siempre le gusta más subir, parece implicarle algún tipo de promesa, tal vez que nunca volverá a bajar entre los gritos de mamá. Las bajadas... bueno, son otra cosa, si no pones cuidado baja muy rápido y te llevas un golpetazo en el culo, o dos, porque es como si rebotara contra el suelo. Pero si no bajas, imposible volver a subir. Estar ahí arriba, colgada como un búho no es divertido, piensa Marita.

Marita pasa una de sus piernecillas y sube al columpio, mirando a la fuente. Está ahí, quieta, inmóvil, esperando algo. Tal vez esperando nada. No hay viento y nadie que la impulse. Tiene las rodillas dobladas y siente que, si sigue así, se le llenarán de hormigas por dentro y tendrá que llorar. Siempre la hacen lloran las hormigas en las piernas. Espera. Mira hacia la fuente, donde dos niños pelean por beber a la vez, acercando los labios al chorro minúsculo que languidece a ratos. Uno de ellos, el más bruto, coloca un dedo en la salida del chorro y este sale disparado a presión, en todas direcciones. Ríe y a Marita le corre un escalofrío por la espalda. El vestido, ya un poco sucio, se le arremolina en las rodillas. Entonces, de repente, el vaivén se mueve un poco, imperceptiblemente.

Marita mira y ve un señor que la sonríe. Siente. Siente que se va a elevar por los aires. Que siempre le ha estado esperando para hacerla volar. No pasa nada, aunque no lo reconozca, sabe quien es. El parque está quedándose vacío, a estas horas antes de cenar. Los niños se están yendo a casa, después del colegio. Ella también tendrá que irse pronto, la cena de hoy es especial, es el cumpleaños de la abuela y seguro que tiene una tarta para postre que se comerán casi entre las dos, porque su madre la probara nada mas, como hace siempre. Marita siente el impulso y vuela, vuela como cuando la abuela le hace de contrapeso. Marita vuela y ni su madre ni la abuela están en el parque para regañarla por dejar que este señor, al que siempre ha estado esperando, da impulso en un columpio para dos. Marita ríe y esparce su risa nueva por todo el parque, haciendo revolotear a los pájaros y mirar a la señora que esta sentada llorando en un banco.

Un pájaro mira hacia Marita. El chorro de agua de la fuente titila un instante.

1 comentario:

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