jueves, 21 de febrero de 2008

Ana


La luz cegadora de los expositores la recibe en la óptica. El aire acondicionado vibra con un ruidillo escurridizo y molesto y Ana no quiere estar allí; se frota ligeramente los brazos para espantar una telaraña de aprensión que la está rozando, sensación de asco de si misma, de no quererse, de no aceptarse.

Dice su novio que va a estar más guapa, que eso es lo bueno de la tecnología y el progreso. Para ella, la tecnología y el progreso son los catalizadores en los coches o la vacuna experimental del SIDA. Pero, por no discutir, le dice que sí. Que sí a todo.

Como siempre. Como siempre...

Y ahora le gustaría verlo a él en esta sala extraña, primero de mes, suma de buenas intenciones y un poquito de fuerza para atreverse a dar el paso, siempre decimos a1quello de ... de este mes no pasa, y parece como si empezar año o mes nos impusiera las manos para darnos fuerza a hacer lo que, queramos o no, hay que hacer.... Le gustaría verle a el en esta sala, si, donde no hay sillas, donde no hay nadie al otro lado del mostrador, salvo espejos y espejos para que la gente, de repente, tenga que acostumbrarse a las nuevas gafas, un espacio en que aclimatarse a la máscara de pasta o acero que encajará en el puente de la nariz y que según la publicidad, que de eso si que hay, te transformara en alguien mucho, muchísimo mas interesante.

Ella no puede dirigir la mirada hacia los espejos, porque sabe que sólo vería a un ser derrotado, vampirizado de alguna forma, esclavizado a un cariño que no le da dignidad. Y lo sabe, y tiene miedo, y lo asume, y casi se le asoman los pensamientos de ser ella misma y que la valoren por lo que es, por como es, que la admitan sin necesidad de cambios, y a la vez nota el miedo como una capa pegajosa de sudor que cubre todo su cuerpo, un cuerpo que ella no quiere, que no aprecia, que no le gusta.

Pero sabe que no tiene razón. Que ella ha nacido sin razón. Que se la quitan todos, empezando por él, que dice que la ama tanto y que no le deja pensar en nada, que no le deja hacer nada más que desear amarle, a su vez, y que pretende moldearla, hacerla a la carta, eligiendo el siempre, argumentando, exigiendo, conformando una Ana a su medida que poco tiene que ver con ella misma, aunque ni siquiera ella este conforme con ser como es .

Mira hacia la puerta y piensa en huir, pero tiene cita y no se sentiría bien si saliese hacia la luz y no volviese nunca más, aún con sus gafas de cristales gruesos, unas gafas que la han protegido desde el instituto como una barrera infranqueable que evitaba e invitaba, evitaba a los demás , a que se acercaran y la descubrieran, e invitaba a que se rieran de ella, a las burlas, a los motes. Cuando la llamaban por su inteligencia y no por su presencia. La chapona. Pero sabe que no es así. Que con los inventos de ahora, podrá salir a la calle de su mano, de la mano grande y brusca de él, viendo, sintiendo por los ojos lo que resulta tan natural a los que ven sin apósitos, sin prótesis oculares, sin pesos muertos que dejan marcas en el puente de la nariz. Porque a veces, los domingos por la ciudad, no ve a nadie sino a él, que la amarra con la suavidad y firmeza del que está seguro de un futuro juntos. Ella no ve un futuro juntos, apenas es capaz de ver el bordillo que se alza a sus pies, se siente poseída por un posesivo, atrapada en la red en la que la gran araña teje y teje a su alrededor, ella solo es una parte mas de los trofeos de la gran araña. No puede ver definida su propia sombra cuando el sol le llueve en la cabeza. Sólo puede verle a él, en esas tardes de domingo. Y a veces cree que a él le gusta, que le gusta ser el único en esa mirada minusválida, sentirse adorado, necesitado, imprescindible.

Ana mira hacia la puerta, de nuevo. Y oye, antes de no poder decidirse, una voz cálida y neutra a un tiempo:

-¿Ana Martínez? Pase a la sala tres, en la primera planta.

La voz sonríe pero no los labios y las comisuras de la mujer no se alteran en el tímido asentimiento de Ana. Ana no quiere tener nunca unas comisuras tristes e inexpresivas como esas. Ana quiere sonreír, como sonreía antes, detrás de las gafas que la han protegido del mundo hasta conocerle a él. Cuando están a solas, de un manotazo, él se las quita, como si fuesen un cinturón de castidad. Y Ana se pregunta dónde está su chaqueta, dónde el baño, dónde sus propios brazos que él le aferra a su cintura. Él la ve esclava de una montura horrible, dice, escupiendo salivazos.

Ella no se siente en desventaja, salvo cuando él le susurra, le insta con cariños a cambiar por él, a dejarse tapar los ojos con unos cristalitos minúsculos, dice, que la harán parecer guapa, por qué el maldito cine siempre a la chica fea le quita las gafas y alehop, como por arte de magia resplandece, que la harán parecer... ahora que lo piensa, nota que ni siquiera la considera guapa, o quizás sea que no la admite como ella es y que la esta intentando transformar. Y Ana se pregunta si acaso no lo es. Si nada en su rostro inspira a amarla, con o sin gafas. Pero no quiere discutir, quiere sentirse amada por él, quiere sentirse respetada y quizás ahí, en esa sala de la primera planta, pueda conseguirlo, buscar la seguridad, afianzarse en lo malo conocido, dejar de tener miedo a los demas porque ya no esta sola, alguien esta con ella.

Ana siente las rodillas más abajo de lo que las tiene y sabe que los nervios la están convirtiendo en la cegata que él zarandea cuando no se aviene a razones. No quiere que nadie le toque los ojos, no quiere cristalitos, por muy pequeños que sean, invadiendo su córnea. No quiere rendirse a la modernidad. Pero quiere estar guapa para él. Quiere sentirse así por una vez.

Ana ha renunciado a traerse un libro, para hacer más rápida la espera, porque le ha dicho él que lo mejor era descansar la vista antes de proceder al cambio, y como dice el tanto leer tanto leer, lo único que hace es atontarte la cabeza con cosas extrañas porque el mundo esta aquí, en el barrio, en la calle, en el trabajo de cada día y para eso no necesito tantos libros. Por eso, Ana intenta no fijarse en las portadas de las revistas del corazón que están desparramadas, de forma descuidada y penden algunas páginas de la mesita en que están, anticuadas y maltratadas por el uso. No quiere mirar, pero aún así, desde el rincón de su mirada, ve que es verdad, que los famosos, todos, incluso los más provisionales, no llevan gafas, tal vez por los brillos de tantos flashes a diestro y siniestro. Ninguno es miope, ni necesita nada para leer, si acaso una lupa en las páginas amarillas de las ciudades grandes. Y si ve las gafas, son de sol, todas gritando un poder, un mundo distinto que habitan, distinto al de Ana, que quiere las gafas para esconderse, no para que la vean, un poco más bella y solícita con las miradas indiscretas.

Una mano hermosa y pálida la invita a pasar. Ana no quiere mirar más rostros, porque se siente avergonzada, como si permitiese que él le robase la voluntad en algo tan nimio.

Dicen que hay quien empieza así, y que esto solo es un paso para perder su ser en detrimento de hacerse de nuevo a la imagen y semejanza que el quiere para ella.

Ana escucha la voz del rostro que la hace sentarse en la semi oscuridad, entre focos que alumbran al techo, a alguna araña incrustada en la madera de formica. Ana se deja guiar por la voz que no le dice nada a su tranquilidad, por muy melosa que suene, por muy calma y con ínfulas de ser tranquilizadora. Abre los ojos, parpadea como le dicen. Ana no está ya. Se ha quedado en el cristal un poco rayado de sus gafas de siempre, que la voz ha guardado, o simplemente colocado encima de un estante. Dice la voz que ya no las va a necesitar. Que con las lentillas, todo se ve mejor; que el ojo, gracias a unas nuevas lentes, puede transpirar y resulta todo muy cómodo, como corresponde al ritmo de vida de hoy en día. Y Ana se pregunta si la voz es una persona, si no es una grabación, porque no nota expresividad, ni un trazo de humanidad, de sentimiento, en las palabras, palabras de vendedor adiestrado, suaves pero firmes, amables pero con ese tono de poseedor de la verdad absoluta. Ana obedece cuando le dice que no abra los ojos del todo, que aún está muy sensible. Que, dentro de unos días, no notará ningún cuerpo extraño y dejará de lagrimear. Ana busca a su pesar un kleenex usado, y trata de limpiarse la agüilla que le corre por las mejillas. La voz la hace salir de la sala semi oscura recuerda, aunque oscura del todo para Ana, que apenas se atreve a abrir los ojos.

- No levante la mirada. Mire al suelo y, progresivamente, vaya ampliando su campo de visión. En unos minutos, será más sencillo. Dentro de dos horas vuelva para que se las quite y así los ojos descansarán.

Dos horas. DOS HORAS... Ana baja a tientas la escalera, con las lágrimas estúpidas y sin motivo por sus mejillas pálidas por el terror. Siente la moqueta, que era azul oscura, cree recordar. E intenta recordar también si había obstáculos al final de la escalera, ligeramente de caracol. Oye el tintineo de la puerta y se dirige hacia fuera. Oye voces y dice adiós. Tal vez debería decir sólo hasta luego, pero ya no sabe si va a volver. Debe volver, piensa. Porque sus gafas, las únicas que la comunican con el mundo, están en alguna parte en la sala de la primera planta.

Su pie choca con un peldaño que había olvidado y su mano toca el cristal frío de la puerta entreabierta. Oye las voces en la calle pero no siente que pertenece a la ciudad, al mundo. En su pavor aún piensa que puede conseguirlo, que la óptica está en una calle peatonal, céntrica, pero sin riesgo para los ciegos. Ana sigue caminando, entreabriendo apenas los ojos, pero el dolor tiene nombre de cristal incrustado en el párpado que la obliga a lagrimear, a parpadear casi furibunda, a limpiarse con hastío las mejillas. Siente las miradas de los demás peatones, se siente como una Magdalena expósita perdida en la ciudad, en su ciudad. Camina, siguiendo el gentío de niños que la llevan a un jardín, muy cercano, donde podrá sentarse en un banco y esperar dos horas de suplicio.

Ana busca en su memoria el recuerdo de una cabina por aquí, cerca. En su desesperación piensa en él, que la ha obligado y la ha dejado sola, ciega y llorosa en medio de una calle céntrica a la hora de la salida del colegio de los niños. Ana toca apenas el monedero y siente monedas grandes. Y siente el desasosiego y siente que lo que debe hacer es volver a la óptica y quitarse estas malditas lentillas. Pero ha girado sobre sí misma y ya no sabe muy bien en que dirección está. Tal vez si sigue caminado choque de frente con un cajero automático o una de esos árboles sin esperanza de respirar que adornan la calle enfundados en enormes tiestos de cemento que mas parecen contenedores. Tal vez alguien, en este momento, pueda apiadarse de ella, de sus pasos azarosos, de su bolso descolgado del hombro, de sus ojos hermosos y cerrados, de sus lágrimas patéticas. Sus lágrimas ciertas ahora, porque no hay nadie más. Ni lentillas, ni voces cálidas y neutras, ni él siquiera.

Ana se sienta en un resalte y espera.

Espera el ruido contaminado, el silencio ausente que cruje en su oscuridad de ojos cerrado. Oye, a sus espaldas la risa de una niña. Ana, en su oscuridad espúrea, la imagina columpiándose. Ana no quiere seguir en la oscuridad de un día lleno de sol.

Hace ademán de quitarse las lentillas y oye el sonido inaudible del peso que se quita de encima, a la vez que descubre que nada ha quedado pegado en su dedo. Abre los ojos, con suavidad, como si lo hiciese por primera vez. Y piensa que, no hace mucho, podía sentirse afortunada en soledad, en medio de las risas de un niño.

Siente que se difumina la niebla que llevaba dentro. Siente los colores cercanos y tristes de un vestido de niña. Ana ve. Ana ve, por primera vez. Ana siente el dolor de ver. Ana ha abandonado sus gafas y ha perdido sus lentillas.

Y se siente ahora más hermosa, como él diría, y también agotada y segura. Agotada de llorar por un deseo que ya no le pertenece, porque ha descubierto que viendo, o sin ver, ella ha de ser Ana y su vida parece que quiere comenzar en el punto exacto donde un día extravió su camino, ella sola, no necesita mas, solo saberse ella.

Segura de no volver a ser quien es.

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