miércoles, 16 de abril de 2008

Lucia


Abre los ojos a la oscuridad del despacho y al tintineo de las pulseras de la pasante. Siente un apego funcional por los cascabeles dorados que brotan de su muñeca. Siente apego por un sonido antiguo que no acierta a recordar, como si una caja de música hubiera quedado prendida de su niñez. Cierra los ojos con fuerza y asoma una lágrima de miedo, un escalofrío que brota de las sombras, detrás del clasificador empotrado, lacado y hecho por encargo, especialmente para ella: Lucía R. Linares. R de Rodríguez, de un Rodríguez cualquiera que las abandonó, de niñas, a sus hermanas y a ella. Un pobre hombre en toda la extensión de la palabra probablemente muerto en la emigración, que huía de su país por cobardía y miedo a ser responsable de una familia, y no por la audacia de buscar fortuna en otra parte.
Lucía huele el café y reprime una arcada. Abre el cajón secreto y traga dos píldoras con un vaso de agua en el que ya han anidado las burbujas. Con un botón colocado al lado del cajón abre las cortinas detrás de su silla y se niega a mirar por la ventana, mirar por encima de los tejados de los edificios donde miles de Rodríguez viven sus vidas miserables, dejando escapar un eructo después de desabrocharse los pantalones. Donde, en este mismo momento, en uno de esos edificios, una mujer de Rodríguez intenta probarse la ropa de siempre y siente como las costuras se abren, crujen y muestran su carne de piel de gallina, una mujer que se pregunta si el mundo que habita ha definitivamente perdido su estructura original. Lucía siente a los Rodríguez como niños grandes, retrasados, obtusos y ciegos, pero sobre todo inválidos, inválidos no físicos sino esa invalidez que da el no tener agallas para ir un paso mas allá .
Lucía estira las piernas y se abrocha la cremallera de la falda. Dicen que no forma arrugas, que eso justifica por sí solo los ceros del precio. Y una mierda. Lucía saca la plancha de viaje, se quita la falda y, tocando con las uñas largas y pintadas de granate la base de la plancha, alisa las arrugas y se pregunta cómo, a estas alturas de la liberación feminista, puede estar planchándose un traje de cien mil pesetas en su despacho de doscientos metros cuadrados una abogada criminalista que cobra trescientos euros por una simple consulta legal. Camina descalza por el suelo enmoquetado, llama a la pasante por la puerta entreabierta: le apetece un batido de nata y coco. Sí, ya sabe que el único sitio de toda la ciudad donde lo hacen está a más de media hora de trayecto, pero para eso sirve una pasante, para colaborar con la abogada del bufete más pujante, el que está de moda por ganar todos los casos en los últimos siete meses, desde su apertura.
Lucía vuelve a cerrar la puerta, sin siquiera fijarse en el mohín de desprecio de la pasante y da unos pasos de baile sobre la moqueta. Abre una carta urgente que ha colocado encima de la mesa, ayer noche, antes de quedarse dormida después de tanto papeleo. Otro caso más, con una carta de recomendación de un gordito con mucha cartera. No vienen a ser más que gorditos con mucha cartera todos los que llaman a su despacho; porque apetece hablar un rato con una muchacha hermosa y serena, que escucha las palabras con respeto e incluso admiración, que deja que el gordito haga digresiones y vuelva a acordarse de ella más tarde, de refilón, después de haber entrevisto sus piernas bajo la mesa, que es capaz de llamar por el nombre de pila al Presidente de la Cámara y se codea con famosillos de baja estofa. Lucía nunca escucha las palabras, nunca muestra su cara real, Lucía ve a un gordito que pretende venderle la luna a Neil Armstrong.
Lucía asiente físicamente mientras mentalmente esta haciendo cuentas a ver cuanto va a cobrarle, y sonríe de verdad y no de mueca porque le está metiendo un puro de mil demonios, con el que su economía mejorará incluso más. El gordito disiente de vez en cuando de las opiniones de los demás y habla como un profeta, es un vidente de la bolsa al que nadie hace caso hasta que se hunde el barco. El gordito le agradece el favor y Lucía habla entonces de lo concreto, espeta los cuchillos y el gordito no sabe muy bien de qué va el caso, en realidad quién tiene la culpa o si sería conveniente o no recurrir ante el Supremo. El gordito no sabe nada y probablemente se llama Rodríguez. El gordito probablemente tiene una mujer frustrada que intenta representar el papel de “mujer de” en el salón de belleza y asistiendo a conferencias y exposiciones, e incluso un par de veces al año, colaborando en mercadillos benéficos, y habla de sus hijos como de su salvación, mientras se olvida de recordar que siempre se han criado fuera del país, como debe ser.
Cuando ya ha salido, Lucía hojea y ojea el caso. Homicidio involuntario. Ya. Lucía recorre con la mirada los datos del acusado: Antonio Rodríguez Serrano, respetable comerciante de las afueras, casado, ahora viudo por propia decisión, padre de dos hijos, ya fuera de casa. Sueldo neto más que adecuado, cargo político en sus ratos libres. Un escándalo de pequeña escala. Un corrupto más que trepa hasta el despacho del piso diecisiete para pedir la venia de Lucía R. Linares. Lucía cierra el cartapacio y bosteza. Sale a la entrada del despacho y busca con la mirada el correo del día. Otra vez descalza, pisa un clip que se le queda enganchado en la media y una carrera corre veloz hasta perderse en el muslo derecho. Arranca el clip y, del manotazo, tira un jarrón de flores nuevas -¿otra vez?- que reposan en la mesa de la pasante. ¿Quién coño le mandará flores a su empleaducha, y por qué no se las lleva a casa en vez de tenerlas de expositor en el trabajo?
Garrapatea con saña un "Ven al despacho" en un folio que la pasante probablemente acabará de sacar del ordenador. Si es importante, volverá a repetirlo, si no, a la trituradora. Más cartas, abultados sobres acolchados y dos paquetes pequeños de empresas de entrega inmediata. O casi. Porque este paquete ha sido enviado hace 5 días, demasiados para ser urgente, como grita el rotulador rojo del sobre.
Coge todos los sobres y paquetes y se sienta en su silla mullida, un prodigio de la ergonomía, comprada con los beneficios de un caso. De un solo caso. Lucía nunca repara en gastos para sentirse completa, para sentir la caricia del lujo y el placer en sus sentidos, mascara con la que tapa los recuerdos que le duelen . Lucía abre el archivador de caoba y rebusca el informe de los últimos casos, del último mes. Coteja los datos con el ordenador de su mesa y vuelve a mirar los nombres y apellidos. Parpadea y suda un poco debajo de la blusa de seda de 36 mil pesetas. Se levanta demasiado bruscamente y se golpea el muslo con la esquina puntiaguda de la mesa. Joder, mierda de mesa. Siente un dolor que le sube por la pierna hasta el estómago.
En la mesa de la pasante está, con su letra redondeada y monjil, el informe de los últimos siete meses, desde la constitución del bufete. Clasificados por categorías, por honorarios, por el juez que llevó el caso, por el tiempo de instrucción, por la categoría profesional del inculpado. Los apellidos aparecen al final, en una columna que desaparece del papel, tragada por los datos en vertical. Lucía se sienta en la mesa de la pasante y busca el archivo en el ordenador. Configura la página para que salga en horizontal y manda imprimir la hoja. La impresora protesta ligeramente y Lucía le da un golpe seco, con la palma de la mano rígida. Sale el folio y Lucía lo arranca literalmente de la bandeja de salida.
Cuenta los apellidos. Doce casos llevados con elegancia, con saber hacer, con una disciplina y corrección que no se esperaba de ella. Doce casos de hombres, casualmente todos hombres, que manejan hilos en los que ella se enredaría de tanto afán. Doce casos en los que el primer o segundo apellido es Rodríguez. ¿Cómo no haberse dado cuenta hasta ahora? ¿Cómo no haber saltado la información directamente a sus pupilas dilatadas por el horror y la sorpresa? Lucía va hacia la mesa de su despacho y abre el cajón secreto. Dos píldoras más. El dolor de cabeza le hace subir arcadas y corre hacia el baño. El suelo está frío, las plaquetas de diseño de Porcelanosa le queman los pies. Se arrodilla y ve, por el rabillo del ojo, entre espasmos, la carrera que ha crecido y se asienta sobre sus muslos blancos, demasiado blancos.
Muslos de abogada novata. Muslos de mujer salida de abajo en busca de un futuro, de luchadora que ya ha dejado parte de su piel en el combate y ni siquiera sabe si será capaz de dar el siguiente paso…
Lucía vomita en el váter blanco y tiembla. Ahora llegará la pasante y le contará a todos que, por una vez, Lucía ha perdido los estribos, ha encontrado algo que la ha sacado de quicio. Lucía sigue vomitando, sigue recordando el orfanato, sigue recordando los remiendos en las bragas que cosían las monjas, sigue recordando la nata flotando en la leche, sigue recordando la mantequilla agria de las galletas. Lucía, abogada de los Rodríguez, buscona de posición que jamás tuvo y de clase que nunca tendrá, sigue vomitando hasta que la encuentra la pasante, desmayada sobre el váter.























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