lunes, 3 de noviembre de 2008

Milagros


Milagros está sentada en un banco de piedra. Se le está quedando el culo frío a través de la tela del vestido. Arrebuja el abrigo y se sienta encima. Mira el reloj en uno de esos paneles que también muestran el día y la temperatura. De eso no puedes fiarte porque cuando el sol le da de lleno en verano algún turista podría creerse que llega a hacer 52 grados. Y tal vez sea posible en otras latitudes, aquí sólo es posible si el calor se acumula en el aparato.
Un día de septiembre Milagros estaba en este mismo sitio, tal vez pensando lo mismo, también deseando de igual forma un cambio en sus días y al echar un vistazo a la temperatura comenzó a reír sin parar, se había creado un microclima justo aquí, delante de este parque arrasado de viento de otoño: el termómetro marcaba 13 grados, luego 41, después, -1 y más tarde 22. Milagros parecía ser la única en darse cuenta y por esa misma razón le costaba aún más dejar de reír.
Como si estuviese despierta en un mundo de muertos.
Se estremeció y se preguntó si tal vez el aparato funcionaba correctamente, que el mundo se vuelve loco de repente y todo falla, incluso el progreso, incluso la tecnología que nos devora para dejarnos más ocio. La gente coge el ocio y se dedica a pintar, a excavar en el jardín o a comprarse una escopeta de caza. Se dan cuenta de repente que el ocio también se hace rutina y entonces tiran las cajas de pintura contra una ventana y el cristal hiere a un anciano que pasa debajo; o excavan y encuentran huesos de ser humano, escondidos hace varios años y deciden callar, sin dar parte a la policía; o cogen la escopeta y se van de caza a la autopista. Los días de Milagros son todo ocio. Por eso cada día intenta dedicarlo a alguna parte de la ciudad, a algún elemento en el que nadie se fija ni tiene en cuenta.
Tuvo el día de las papeleras, el de las aceras, el de los edificios ruinosos, el de los portales, el de los árboles, el de las escaleras. Tuvo del día de las chimeneas y se pasó toda la mañana con el cuello estirado, comparando las de la zona de jardines con sus casas nuevas, con las de la zona vieja, con los techos combados por los años y las puertas con aldabas herrumbrosas. Cada chimenea clasificaba el tipo de humo que salía de allí: asados de sardinas repescadas en el mercado o madera de pino de primera calidad para calentar piececitos de princesa.
Milagros tiene buena memoria y no necesita escribir en ninguna parte los desconchones que ve en las paredes de algunos edificios ni darse cuenta de que la zona nueva siempre lo está, y limpia e iluminada. Que en la zona antigua y en los barrios obreros las aceras son estrechas, se levantan trozos de plaquetas del suelo, no hay contenedores de basura y las cabinas se espacian por kilómetros. También ve más coches de policía por el centro, donde por lo visto sólo la gente de dinero vota y además también paga para que estén. Se pregunta por qué en el periódico local nunca aparecen esas cosas, por qué ella parece ser la única en darse cuenta, en ver la miseria paulatina de unos lugares y el refinamiento superfluo de otros.
Milagros toca distraídamente una carpeta azul, de la tienda de todo a cien, que tiene sobre el banco y piensa en los artículos de denuncia que nadie lee nunca, que todos sienten siempre tan ajenos que parecen no vivir en esta ciudad moribunda que se nutre de cadáveres mentales. Vuelve a mirar el reloj. Son las 16:45. Los niños tardarán ya poco rato en salir del colegio.
Sigue mirando. Veintiséis de febrero. Mira una vez más. 14 grados. Temperatura suave. Oye una sirena en la calle de atrás y se gira un momento en el banco. Se pone de pie y arrastra el abrigo por el suelo. Deja la carpeta olvidada y se acerca a la parada del autobús. Mira hacia la acera de enfrente y ve pasar el autobús de siempre con la cara anhelante de siempre. Una cara que parece buscarla, buscar su compañía, su contacto de vieja conversadora.
Milagros gira en redondo y así, sin sentirlo, cae al suelo.
Oye el ruido de los coches, que no ralentizan. Pasan segundos y no siente voces a su alrededor. No siente el contacto humano porque nadie se ha parado a recogerla, como si fuese una flor marchita que tenía que caer, que tenía que dejar paso a otras flores.
Detrás de ella no viene nadie.
Porque ella no ha tenido hijos ni los tendrá, no se ha dejado esclavizar por el cariño condicional de los hijos, nunca ha querido verse en un asilo recordando dolores de parto por una criatura para la que la palabra madre sólo hace recordar malos momentos.
Milagros ve la sombra del panel y siente el sol tocando su cara. Intenta tocársela, a su vez, pero su mano sigue inerte, en un ángulo imposible, bajo su espalda. Milagros tiene los ojos abiertos y los oídos apagados. No ve más que la repetición de su día absurdo.
Del día de la protesta.
Había salido de casa con la cámara de vídeo, filmando las aceras estrechas, la basura por las calles, la aguja ausente del reloj de la iglesia, el paso de cebra borrado, los mendigos durmiendo bajo un camión abandonado, tapados parcialmente por cartones, el humo de la fábrica manchando el cielo de nieblas negras y ocres, la ambulancia parada en un semáforo mientras la gitanilla intentaba ponerse de pie, las jeringuillas al lado del quiosco del parque, el perro cojo cruzando la vía del tren, quedándose atrapado entre los hierros, los bajos del centro social desocupados, porque nadie viene a dar conferencias aquí, nadie viene a preocuparse por el futuro de nadie que no sea empresario o banquero, porque las mujeres de este barrio y los niños y los parados y los enfermos y los vagabundos no entran en las estadísticas, no se sienten incluidos en esta ciudad donde también se dan charlas para tranquilizar a la población minoritaria, esos que cambian de coche cada año, esos que asisten a las charlas con la frente alta y posan ante el periódico local, porque son generosos, porque se preocupan de su ciudad, porque escuchan a gente que no es de aquí intentando dar soluciones para una ciudad vacía de almas y llena de caretas.
Había regresado a casa para hacer copias de las realidades de esta ciudad donde las personas no existen al salir de la zona centro, de la calle del Paseo, de la Avenida del Caballo Blanco -que todos siguen llamando así, a pesar de todo-, de la Alameda, de la calle de José Rioja, donde han cambiado docenas de veces las farolas para colocarlas juntas en otra plaza, del centro, por supuesto, para que la mañana parezca empezar ahí, con tanta luz.
Había cogido las copias y las había metido en sobres, mandándolas a otras ciudades, a periódicos extranjeros, a la oposición al alcalde, al mismo alcalde, al defensor del pueblo. Había fotocopiado las cartas de denuncia, esas que ya se sabe de memoria de tanto protestar, de tanto desgañitarse para nada. Había llamado a una amiga, esa chica estupenda que se desahogó con ella en el hospital después de que le contara a Milagros cómo le diagnosticaban una cardiopatía hereditaria, esa misma amiga que suele colaborar con la Cruz Roja, y se habían puesto a pegar sellos como locas, mientras elucubraban las formas de hacer algo, de tirar piedras contra el Ayuntamiento, de incendiar coches de la policía municipal, de secuestrar a alguna ricachona para que las tuviesen en cuenta. Milagros y su amiga habían reído hasta el hartazgo imaginando las caras de las vecinas maledicientes que sólo se preocupan por los hijos de los demás mientras evitan mirar por la ventana, hacia el solar donde los suyos propios juegan entre plásticos no degradables, cristales y hierros empapados en tétanos.
Su amiga la había abrazado en el portal, le había recogido la cartera que había caído al suelo. Y ahora Milagros sufre porque no es capaz de recordar la cara ni el nombre de esta amiga.
Milagros sabe que se está muriendo.
Se acuerda de que no ha puesto remite alguno en las cintas de vídeo ni en las cartas. Sabe ahora que ha sido una estupidez. Milagros no siente las manos que la recogen, no oye el grito de espanto de una mujer que limpia la sangre que a Milagros le corre por las mejillas, que le sale de dentro de los oídos como un pequeño desbordamiento, ni ve la masa de gente, madres, padres y niños que han salido del colegio y ahora hacen corro a su alrededor. Milagros no ve la ciudad paralizada por unos minutos, no siente la camilla ni las manos de los chicos de la Cruz Roja que intentan reanimarla, no oye la voz de uno de los enfermeros que la llama por su nombre.
No recuerda haber sido profesora de natación de este chaval, pero él le cuenta una anécdota que ella tendría que recordar, porque sí, llevaba ese bañador para enseñar a los más pequeños, porque sí, ella fue la única monitora que no los tiraba de cabeza a la piscina de los mayores, fue la única que nadó con ellos, haciendo el perro, escupiendo entre risas, mientras los aupaba para que pudiesen ver cómo es el crawl, cómo la braza, cómo la mariposa.
Milagros no oye, lee en los labios que se mueven la historia no contada
Milagros no está.
En este momento se ve arrodillada en el parque, recogiendo la carpeta, anotando su nombre en los sobres, dejando una nota en correos, para que sean todas enviadas urgentes, que la chica de admisión polivalente ya la conoce y siempre anota sus gastos y Milagros viene el viernes y los paga todos, incluida una propina para la chica, que nunca la acepta.
Milagros está viviendo mientras su cuerpo languidece en la camilla, mientras las descargas se suceden y el enfermero pide más calma, pide cuidado, porque ya le han roto el esternón, pero si eso puede salvarle la vida, seguirán, seguirán aunque le rompan las costillas, porque tiene que vivir, porque esta mujer ha renunciado a su propia vida para poder denunciar las carencias en la ajena.
Porque Milagros se está entregando y nadie está ahí para verla, excepto tú que eres testigo de una muerte absurda como tantas, una muerte que deja un trozo de vida sin completar, que deja unos momentos sin saber que se decidió cambiar un poco la zona antigua y los barrios obreros, que se han hecho manifestaciones y todos gritaban su nombre, Milagros, como una invocación.
Pero ella no lo sabe.
Milagros está yéndose sintiendo que no ha servido de nada, que su último aliento ha sido en vano.

2 comentarios:

Loly.M dijo...

hola!Jesus, que te he visitadooooo jajajaj... y me alegra ser la primera en dejarte recuerdo de mi paso ... triste pero hermoso.
un besote muacksss

Anónimo dijo...

cuanto hacia que no dejaba comentarios aqui....en fin, pero que te sigo leyendo, ya lo sabes (aunque casi prefiero ver los borradores sin corregir, sin puntos, ni comas...esas cosas)

besos, t1