martes, 28 de octubre de 2008

Socorro


Oye la voz por el patio de luces y saca la cabeza, todavía con un par de calcetines a punto de colgar. La vecina le chilla que está a punto de comenzar la telenovela. Socorro es muy suya para eso. No le gustan las películas donde todo parece acabar siempre bien. Los malos se arrepienten y los pobres buenos acaban siendo ricos. Y los enfados, ¿qué? Nadie se enfada. Se descubren los embarazos después, mucho después y las protagonistas, por muy hermosas y ricas que sean también sienten el peso de los días en los riñones, cuando dicen algunas que baja la regla y a Socorro lo que le parece es que la regla sube, que sube de los mismos infiernos.
Castigo de Dios.
Sólo su marido sonríe cuando ella le cuenta los cabreos que le suben de los ovarios, se sienta frente a ella y echa unas carcajadas que a Socorro la alivian, porque se sabe comprendida, o cuando menos, acompañada. Él se acerca a ella, se sienta a su lado, le coge una mano y la obliga a sentarse en su regazo. Ella acerca su cabezota a su pecho y le pasa una mano por detrás de la cabeza. Le hace dibujitos en la nuca, ahí donde el pelo empieza a clarear como en las antiguas tonsuras de los religiosos, y él tiene que adivinarlos. Mientras, Socorro le susurra lo mucho que le echa de menos, cada día, metida entre las cotidianeidades, y él le dice que salga, que se airee, que se ponga a trabajar. Pero Socorro le recuerda las pastillas, le recuerda que el corazón le funciona a ratos, a ratos y a saltos, que no podría, que nadie querría tenerla así, a punto de resquebrajarse como una marioneta de papel. Él le dice que no, que es fuerte, como una pequeña hormiga que escala los bancos del parque y a la que nadie da mérito. Pero que él la observa, cada día, cada instante, porque la siente su compañera sentimental. Que no son sólo marido y mujer, que hablan en la oscuridad del cuarto cada mañana, cuando él llega de trabajar, que lo suyo es esclavitud, es andar de noche y llegar a casa oliendo a muerto, a peces muertos, a papel muerto, a deshechos muertos que Socorro intenta quitar a base de suavizantes que no lo tapan del todo.
Por eso, en una pequeña habitación que no utilizaban para nada, han hecho la habitación del cambio, donde él deja fuera los olores, la putrefacción y el desperdicio, desde donde camina desnudo, con las nalgas perfectas al aire y camina como deben caminar los seres humanos, orgullosos de un cuerpo que funciona, que responde, que sufre y se sobrepone también. Camina y ella se siente enamorada de sus curvas, de la costilla un poco saliente, de la cicatriz de la operación de apendicitis, del vello negro salpicado con alguna cana que ella abraza en las noches de invierno, su osito particular. Él deja el olor fuera, como deja su vida de basurero, como comienza una nueva vida ante ella y le cuenta a veces las barbaridades que la gente tira y que él siempre se niega a coger, porque podrían ser de muertos, dice.
Y Socorro sonríe y le besa la frente y le dice que los que hacen daño son los vivos, no los muertos.
Él la mira un instante y le pregunta si le gusta la nueva colonia. Se acuestan juntos un rato y mientras ella espera oírle durmiendo, descansando, piensa en la fuerza que le saca la noche, que lo vampiriza y lo vuelve con ojeras, como un perro cansado de recorrer caminos. Él dice que está bien pagado y ella no lo niega, pero ella querría dormir todas las noches con él y no hacerlo cada tres meses, cuando cambian los turnos y puede llegar a casa a eso de la una de la madrugada. En las zonas ajardinadas de los ricos, no se hace ruido con el camión de la basura porque los grandes señores deben descansar, como si no tuviesen las ventanas aislantes, para no oír lo que no quieren y para que los de a pie no oigan que también en sus casas se pelea y tal vez más que en otras, porque el motivo no es el dinero sino la desidia, el aburrimiento, el hastío de tenerlo todo y no desear nada.
Socorro sigue tendiendo la ropa con la puerta cerrada para que él pueda dormir y espera, espera junto a la ventana, mirando el camión de butanero, y le hace un gesto con la mano, que no pite, que no haga ruido por Dios, pero él no la ve, como cada día y él, al levantarse, le dirá que no haga eso, que no es necesario, que el duerme aunque caiga un obús. Pero ella sabe que los sueños son mejores, mas tranquilizadores cuando no hay sonidos agudos, cuando el sonido más fuerte es el latir del corazón de un pájaro, apoyado en la mesilla de noche. Socorro le había pedido que instalasen ventanas dobles y él lo hizo por ella, creyó que el ruido la molestaba y ella pensaba en él, en su cariño que a veces, de madrugada, le deja notas de amor encima del hule, le regala flores nuevas, recién cortadas en los invernaderos que compra de camino del trabajo, flores olorosas que a veces cuando llegan a casa, ya llevan impregnado el olor del trabajo, huelen a suciedad y a descomposición.
Pero al llegar a casa, mezcladas con el aroma a hogar, se quedan prendidas de calidez, de la calidez de las moquetas recién aspiradas, los muebles brillando y oliendo a cera, las ventanas relucientes como un sol, la ropa planchada desprendiendo lavanda y pino. Él llega y se sumerge en la bañera de hidromasaje que ella también le pidió para sí y que pensaba que sólo él se merecía. Piensa en ella, piensa en la soledad de las noches y el silencio de los días, de las ocho horas que duerme, de las ocho horas que trabaja él. Piensa en la monotonía de sus días de ama de casa que no disfruta de los gritos de los niños porque él se ha quedado muerto por dentro, se le han podrido los espermatozoides, sin razón se le negado el poder sentir un bebe suyo entre los brazos y los olores de la piel de un niño, los sonidos de un llanto o el balbucear de las primeras palabras pronunciadas, ver crecer a una personita, a su personita y sentirse completo, lleno, realizado.
Ella no protestó, no lloró ni se lamentó. Se abrazó a él y le llamó "Mi niño". Él se dejó abrazar y pensó que tal vez era lo mejor. Que las vacaciones eran estupendas, que el cuerpo de ella se amoldaba al suyo y que cocinaban juntos desde el mediodía. Socorro había llorado sola, metida en la bañera, con las sales de baño desparramadas en el agua, en suspensión, rozando su cuerpo abierto en canal por los años de esperar, de ansiar, de no obtener. Socorro había callado las lágrimas porque él había callado las suyas, no había duda.
Dos silencios que gritan todo y que a la vez se ocultan para no dañar a la persona que quieres con la sensación de vacío que se ha quedado pegada a cada poro de la piel.
Aún ahora, de vez en cuando, se queda parada en blanco, en el mercado, mirando el carrito de un niño y su madre empujándolo como si empujase una piedra de penitencia. Socorro siente deseos de arrebatarle al niño y salir huyendo del mercado, llevándole hacia un futuro en una casa donde el olor muere en una habitación y el amor nace en todas las demás, cada madrugada.
Hoy hay turno de suerte, como Socorro lo llama y él vendrá a la una, cuando todavía están retransmitiendo partidos y la vida aún no ha cesado del todo en la ciudad. Dormirán juntos en una cama que huele a muguete y a sándalo, dormirán rodeados de cientos de velas olorosas que él irá apagando con un soplo, diciendo, a cada una de ellas "Estoy pidiendo un deseo." Socorro cena sola, mirando la pantalla, en las previsiones del tiempo, y se acerca al tendedero a recoger la ropa. Mira hacia arriba y ve una luna creciente preciosa, justo encima del patio de luces, mirándola, observándola y Socorro sabe que sólo se le piden deseos a las estrellas fugaces pero que esta luna no es más que una estrella muy fugaz, aunque bien recuerda las clases del colegio cuando le decían que no, no era una estrella porque no tenia luz propia, quizás como ella, sino que reflejaba la luz de la estrella que es el sol, pero esta particular estrella es suya, aunque lo niegue la ciencia, sabe que esta ahí, mirándola, y que desaparecerá tal vez dentro de tres semanas, qué más da el día.
Socorro tiende las sábanas. Abre la ventana al aire frío y deja que se airee la habitación a estas horas de la noche. Cree en el beneficio de los duendes de las ciudades, que tienen menos trabajo al haber menos personas que crean en ellos. Pero Socorro es una de ellas. Plancha el pijama favorito de él. Plancha el salto de cama con el que se siente Sharon Stone. Se lava el pelo y se lo seca despacito, metiendo los dedos para ahuecarlo y hacer volumen, como una estrella del cine. Duchada y oliendo a albahaca, Socorro cierra las ventanas, deja que su propio olor se asiente en las maderas de la cama. Faltan veinte minutos.
Enciende la cadena y pone un disco, que gira y gira y deja cantar a Sinatra, que sí es mucho más viejo que ellos dos, pero que siempre trae recuerdos de tiempos donde todo el mundo era bueno, donde todos sabían hacer favores con el corazón y no con la cartera. Oye el ruido del ascensor subiendo. Oye las llaves en la puerta. Oye su voz y responde con un susurro. No quiere moverse. Le oye caminar desnudo y meterse en el cuarto de baño.
Oye su silbido y se estremece al oír a Sinatra. "Strangers in the night". Sí, ella se siente un poco forastera, un poco distinta a la que era antes, desaliñada en el corazón, vacía de compañía sin él, su amor. Acaba pronto y entra, desnudo, impresionándola con su naturalidad, como siempre, desde hace más de diez años. Se acerca a ella y la besa en el cuello. Hunde sus manos en su pelo y le susurra su nombre hasta que ella piensa que está en peligro. Ríen ambos, de tantas veces que lo han hecho y siguen riendo juntos.
Socorro le ayuda a vestirse para desnudarle después, para sentir su cuerpo buscando el suyo, con calma, despacito, despacito, como si tuviesen todo el tiempo del mundo, y no hablan de cosas mundanas, sólo sienten el uno en el aliento de la otra la presencia de lo divino, la sorpresa de la felicidad mutua. Se acarician el pelo y se pierden en los aromas de la habitación, se pierden en sí mismos y Socorro siente, de repente, en pleno éxtasis, un olor a infancia, siente en su pituitaria una loción para bebés y se le escapan las lágrimas. Él la abraza y se pregunta qué acaba de sentir, qué escalofrío le ha dejado paralizado, poseído por una visión. Se acercan más y más y lloran juntos, preguntándose por qué, por qué si son tan felices. De madrugada Socorro se levanta y va al baño, pasa por la habitación del cambio y no nota ningún olor. Se pregunta si él ha ido hoy a trabajar. Se acuesta y duerme.
Amanece días más tarde. Febrero grita en la ventana. Socorro está despierta y le siente descansando a su lado, en la cama. Oye la voz de la vecina y corre al balcón. Una mujer se cayó esta tarde en el centro y ha muerto fulminada por un rayo interno. Socorro se acerca al baño y vomita. Saca el Predictor y sonríe, sonríe y sonríe ante el positivo. Recuerda la cara de ilusión de la farmacéutica, y no puede esperar. Salta encima de la cama, aplasta a su marido y le susurra al oído: "Nunca más olores de fuera. Tendremos nuestro propio olor de hogar. Lo tendremos porque nos lo traerá él. O ella". Su marido sonríe y Socorro piensa que la mujer de hoy ha muerto para que alguien se disponga a vivir en ella.

1 comentario:

Inma Luna dijo...

Uy, este es de los que a mí me ponen.
Besitos Jesús.