jueves, 21 de febrero de 2008

Una mañana cualquiera....





En la parada de autobús, alguien se ha dejado un bolso marrón, de cuero. Está un poco gastado en el asa, tal vez de llevarlo rozando contra el hombro. Clara lo ve un poco ajado, replegado sobre sí mismo, como una flor marchita. No hay nadie ahí para regarla, ni para cuidarla, ni para llevarlo de nuevo en el hombro, ni para abrir la flor y descubrir sus pistilos cargados de polen, nunca más.

Clara se sienta al lado del bolso, respetando su espacio como si fuese un ser humano. Clara ha leído en alguna parte que todos tenemos nuestro espacio vital, que, si de repente es invadido, nos hace reaccionar como animales, defendiéndolo. Clara nunca reaccionaría así. El espacio es de todos, y el que ahora es suyo, puede convertirse en el de un extraño dentro de un momento. Caminar no es más que abandonar y volver a tomar prestado un espacio que perteneció al que nos precede. Y de este, al anterior que caminó sobre sus mismos pasos.

Es como la vida, a veces vivir es como hacer un camino que nos va llevando a un lugar que ni siquiera sabemos cual es, y junto a ese camino se abren montones de sendas que se convierten a su vez en nuevos caminos, si tomas uno de ellos, ese será ahora tu camino, el que dejaste, parece que ya no es el principal sino uno mas de los que podías elegir.

Clara mira su reloj de pulsera y calcula mentalmente los segundos que faltan para que aparezca el autobús. 600 segundos. Casi ha llegado a la parada con la misma antelación que ayer. Anteayer fue distinto, porque la lluvia abotarga a las personas, que enarbolan el paraguas como si fuese un ariete, agachan la cabeza y van mirando mas hacia abajo que hacia el frente. Clara prescinde siempre de los paraguas y acaba con la permanente hecha un asco. Pero, al día siguiente ya está como una rosa, ahuecada entre las manos de su peluquera de toda la vida, que no siente ya los dedos de la artritis que le está minando las falanges. Su peluquera sólo la peina a ella, a Clara, de costumbre y lealtad de tantos años, a pesar de las pesadillas y los dolores y Clara se lo agradece siempre, hablándole de sus paseos en autobús, de su nieta o de la gente tan rara que uno se encuentra en las marquesinas.

Bajo los cristales que ahora el Ayuntamiento ha sustituido por plástico irrompible, debe ser que se han cansado de sustituir los cristales rotos, Clara lee frases en rotulador negro que los chicos del Instituto escriben ante las risas de sus compañeros. Clara, de joven, también escribía frases de amor, casi todas un poco tontas, pero lo hacía en soledad, para que nadie viese que se le empañaban los ojos de la emoción. Clara lo vive todo con intensidad, el dolor como la pasión, la entrada en un autobús, como el momento de seleccionar un asiento adecuado.

Clara nunca se sienta en los que están reservados a mayores, embarazadas o enfermos. Su bono del mes le da preferencia, pero Clara, al pensar en su nieta, se siente una niña, igual que ella.

Tampoco quiere que le cedan el asiento. Prefiere ser bamboleada en las curvas, igual que esas chicas serias y guapas que agarran sus carpetas negras con una mano mientras miran por encima del hombro, a través del cristal, ausentes de todo contacto, tan lejanas e indescifrables como si no perteneciesen a este mundo. Y, sin embargo, Clara se siente próxima a ellas. Las ansias de vivir, aunque se maquillen bajo el ceño o la base de polvos compactos, siguen ahí, es imposible desterrarlas.

Hoy hay una chica nueva, un poco desaliñada, con el pelo disparado por la electricidad y los ojos bajos, perdidos entre un montón de folios. No está ahí, en medio de los pasajeros, como las demás chicas, distantes y erguidas como atalayas. Está más allá, entre un marasmo de cifras y letras minúsculas que Clara apenas adivina. Clara se acerca a ella, para intentar pulsar el botón de parada solicitada y la chica la mira, de repente, con esa furia que decían los libros sobre el espacio vital invadido. Clara sonríe débilmente, pero no recibe respuesta.

Se ha perdido mucha empatía incluso en espacios tan reducidos y transitados como los autobuses, piensa Clara. Su parada se acerca, por un cristal lateral, y Clara se aferra con dificultad a una barra cerca de la escalera. Deja atrás a la chica extraña con sus papeles ilegibles y pone el pie sobre la acera, tal vez en el mismo sitio en que lo puso ayer, porque recuerda que la papelera le bloqueaba el paso. Es una idea malvada abrir la puerta de un autobús dejando aprisionados a los pasajeros que bajan, hasta que se vaya, y deje sitio a otro más, que viene detrás, a dejar su carga como si fuesen lemmings inútiles.

Clara ve, de nuevo, como ayer y como todos los días desde hace más de 60 años, el quiosco del paseo con su surtido extendido en cajas vacías de fruta, ocupando parte de la acera.

Clara se sienta, de nuevo, como cada día, en la marquesina frente al quiosco y espera al siguiente autobús. Este tardará 420 segundos en llegar. Clara mira alrededor, y la muchedumbre se abre ante ella como el mar Negro. A su lado, de pie, mirando hacia otro poema urbano, una chica de cazadora negra intenta levantar con la uña una pegatina de un concierto de rock.

Hay mucho sitio para sentarse pero la joven permanece ahí, de pie, sin haberse apercibido de la presencia de Clara. A Clara también le gustaban los bailes, con tanta gente apretujada y el humo invisible que, al final de la tarde, conseguía acumularse en el techo del local. Clara llevaba los mejores discos, por algo su padre era alguien importante en la ciudad y, a veces, cuando caminaba hacia la pista, de la mano de algún chico, oía susurros a su alrededor: "Es Clara, la hija del Teniente Coronel. Mira qué vestido ha vuelto a estrenar hoy." A Clara le habría gustado decirles que casi siempre eran los mismos, pero con nuevos volantes, o con las mangas un poco más cortas o largas, según la moda. Clara se hacía la ropa ella misma, en casa los gastos se centraban en asuntos poco claros sobre los que Clara no podía opinar. Clara miraba a su padre con respeto, se limitaba a quererle a distancia e intentaba ser lo más parecida posible a las demás chicas.

El autobús llega, efectivamente, y Clara ve bajarse a mujeres hechas y derechas que esconden un corazón roto o un alma seca. El conductor la reconoce y sonríe detrás del bigote. "Hoy pase así. Invita la compañía, aunque sólo sea por el gasto que hace usted, señora Clara". Un chico educado. Hace 4 años que viene realizando el mismo recorrido y nunca una pregunta indiscreta, nunca un comentario sarcástico, nunca un tono hostil o incorrecto.

Clara sigue de pie, buscando con la mirada algún sitio libre. Al fondo, donde más se notan las sacudidas del autobús, las niñas de uniforme hablan a voz en grito, metiéndose las unas con las otras, con las faldas plisadas arrugadas de tanto estar sentadas, escuchando sin interés las lecciones de la vida, parapetadas tras los pupitres, escribiendo una y otra vez el nombre de Jorge, Ángel, Javier, en las libretas cuadriculadas. Ahora algunas llevan pendientes en la nariz y, si se viese debajo de las blusas blancas, un pequeño tatuaje que las hizo llorar. Ahora buscan ellas mismas la aventura y tienen apuntado en la palma de la mano el teléfono móvil de aquel chico, un poco distinto a los demás, que habla como en los libros pero sabe mantener la elegancia encima de un monopatín, ese chico que lleva pantalones flojos, tan flojos que parecen flotar a su alrededor. Un chico como tantos que es distinto a todos, como los demás.

Clara se sienta y mira por la ventanilla. Siente que se está perdiendo sensaciones de caminante. Pasa el parque, dejando el rastro verde del césped, pasa un coche brillante, casi escarlata, como un coágulo de sangre y levanta miradas también de las aceras, pasa un ciego con un periódico bajo el brazo y Clara se pregunta quién se lo leerá, pasa una mujer arrastrando un abrigo por el suelo, con la mirada desamparada y ganas de ser atropellada. Clara mira otra vez, y esa mujer se parece a ella, con su falda azul, con su chaqueta gris, con su blusa blanca. Esa mujer acaba de salir de la peluquería de su amiga, artrítica hasta la muerte. Esa mujer, que ahora mira hacia un autobús que está franqueando el pequeño puente, la busca con la mirada y la saluda, la alarma y le hace mirar de nuevo hacia atrás, buscándola. Clara ya no la ve.

Clara sigue hasta la última parada donde cogerá otro autobús hasta volver a su casa, que está en la otra punta de la ciudad. Clara recorre, una y otra vez, cada día, toda la ciudad, de norte a sur, de este a oeste, buscando a esa mujer, como ella, que la busca a su vez, que es su imagen en un espejo, que se cruzan en un punto de la ciudad para no volver a verse más hasta mañana.
Hasta mañana, Clara.

1 comentario:

Inma Luna dijo...

Oye, Jesús, llevaba tiempo sin entrar, he empezado con este relato, me ha gustado, he visto todo lo que cuentas, se puede ver. Voy a seguir leyendo.