jueves, 2 de octubre de 2008

Rebeca




Rebeca sabe que es una lunática. Reconoce que no puede dormir si siente por alguna rendija de la persiana la luz de la luna. Como no duerme, camina por la casa y abre todas las ventanas hasta que las paredes parecen azules en vez de blancas. La claridad de la luna la invade por dentro y se siente capaz de las mayores proezas, de gritar al viento frases que nadie ha dicho jamás, de soltar lágrimas de sangre que no se secan por mucho que uno las espante. Rebeca, con la suerte de vivir en las afueras de la ciudad, sale de casa, desnuda, en las noches de luna llena de primavera y camina al encuentro de la luz.
Luna. Tan lejana, es la que más hunde sus pies en la tierra de la realidad.
Un pie deja huella en la hierba y el siguiente lo sigue, acatando, siendo ahora el líder y dando paso, a su vez. Rebeca camina erguida, como una estatua, buscando con la mirada los ojos, la nariz y la boca de la luna. Cuando los encuentra, quieta, otea hasta verla sonreír, hasta sentir un calor por dentro como el de los gatos, arrebujada en la propia luz de la luna. Rebeca se hechiza en las sombras de los árboles, alza la vista y adora y vuelve a su habitación, a dormir en una casa llena de corrientes de rayos de luna.
Por la mañana, aún en febrero, en la niebla que abraza con violencia la ciudad, Rebeca busca algún rastro de la luna de ayer , que esta noche estará llena del todo, y se detiene en las aceras, mirando al cielo, buscando su norte particular. Ata su cabellera roja en una coleta baja y corre escaleras arriba hacia la biblioteca. Entra, sonríe a la dependienta, que ya la conoce por su nombre, de tanto desgastar las sillas con su cuerpo ávido de curiosidades. Saca de la mochila una libreta roja, con las hojas mermadas, arrancadas en la investigación. Nadie ronda ya los casilleros, y Rebeca ve la sombra que proyectan los cuerpos haciendo cola frente al ordenador central. Rebeca nunca busca los libros en el fichero del ordenador, porque como los humanos solemos equivocarnos más que acertar, y el ordenador, en su enorme estupidez, no reconoce el nombre, no reconoce que el acento lo hemos colocado francés y el resultado de la búsqueda es nulo, no existe ese autor, no existe con la dislexia que hemos impreso a su nombre.
Rebeca sabe que sí existe García Márquez, incluso sin acentos, que no deja de tocarle las entrañas a cada línea, y que eso no lo especifica ni el ordenador de la NASA. En los casilleros, hace listas, al azar, de temas que siempre le han interesado. Comienza anárquicamente, rebuscando tal vez en la J para volver a la D y seguir hacia la V mientras da marcha atrás en busca de la M. No importa. Tiene todo el tiempo de la mañana. Todo el tiempo del mundo. Nunca sacará su tesis ficticia. Ficticia porque no ha presentado siquiera la solicitud de petición en los cursos de doctorado. Rebeca estuvo esperando delante de la puerta del decano hasta que salió el chico que había entrado antes que ella. Y, en ese mismo momento, supo que nunca sería capaz.
Que se encontraba desbordada de tanto deseo de aprender que centrarse en algo sería hacer ofensa de olvido a lo demás.
La noche de ayer le ha traído la luna y hoy quiere buscarla, de tanto tiempo viniendo y nunca se había puesto a cuestionarse su naturaleza, su tamaño, su distancia de la tierra, que a Rebeca le parece tan pequeña que la asusta a veces, como si fuese una enorme araña colgada encima de la finca de Rebeca, encima de su cuerpo desnudo que se deja bañar por la claridad. Apunta en unas hojitas que ahora la biblioteca deja a disposición única de Rebeca, la única que vuelve a los casilleros, a pesar de todo. Son pequeños post-its blancos, que Rebeca pega en la portada de su libreta. Anota con letra infantil, inclinada ligeramente hacia la derecha y subraya el autor, con precisión, poniendo toda su atención. Oye los ruiditos del teclado del ordenador en la sala que está a su espalda y los murmullos de los que se preguntan qué han escrito mal para que la búsqueda sea nula. Rebeca sonríe un momento y fija su mirada encima de los casilleros, a la altura de su frente.
Un libro negro.
Rebeca lo toca tímidamente como si fuese una mariposa a la que pudiese asustar. Mira a su alrededor, esperando oír una voz que reclame el libro, alguien que haya recapitulado y haya vuelto a buscarlo, preocupado y asustado por la posible pérdida. Rebeca, con el brazo extendido, espera, espera aún más la voz que no llega, que no acaba de llegar y coge entre sus dedos el libro negro. Aún no ha tenido tiempo de llenarse de polvo, así que hace muy poco que está ahí. No tiene título impreso en el canto, Rebeca lo abre buscando un nombre, un autor. Nada. Ni siquiera la marca personalísima de la biblioteca, estampada en forma de cuño sobre cada diez o doce hojas. Rebeca lo hojea y se da cuenta entonces de que es un diario.
En la primera hoja, de color crudo, aparece un dibujo hecho a tinta china, una pequeña marca de personalidad: una luna abierta en canal en su cuarto creciente. Rebeca la mira y la recuerda, de la portada del disco de un grupo musical. No recuerda el nombre pero ve, como si se imprimiese en su cabeza, aparecer poco a poco el relieve de la luna de la portada, un poco aristada, y recuerda sus dedos recorriendo los salientes dolorosos de la luna. El diario empieza hace un año, exactamente. O casi.
Rebeca no comienza a leer. Mete el diario negro en su mochila y se acerca a la bibliotecaria para pedirle dos de los siete libros que ha anotado en el post-it. Mientras la mujer se retira a buscar, Rebeca se sienta en su mesa de siempre, se saca el abrigo y lo coloca en la silla de enfrente, como si fuese un interlocutor real. En cierto modo lo es, porque cada vez que Rebeca tiene que tomar la decisión de emprender un nuevo párrafo, que tal vez sea sólo la pérdida de tiempo del día o el hallazgo definitivo, alza la mirada y consulta la mole de tejido que se acomoda a las angulosas formas de la silla. La mole crepita a veces, un fuego de lienzo que se desintegra en el silencio de la sala de lectura. A veces, cae inerte como es, a sus pies y ella tiene que levantarse y recogerlo, como si fuese un cadáver. La mujer ha acabado de buscar sus dos libros y se los acerca a la mesa, antes de que Rebeca tenga tiempo de ponerse en pie e ir a buscarlos ella misma, al mostrador detrás del cual se guardan todas las mochilas y bolsos de la biblioteca, excepto la suya.
Un día, pasadas las nueve de la mañana, llegó resollando y la bibliotecaria le comentó que había creído que ese día no iría a la biblioteca. Rebeca le había sonreído y simplemente le había comentado que, cuando lograba coger el autobús después de salir del gimnasio, llegaba a su hora pero que si no, tenía que venir corriendo, para coger sitio. No sabe hasta hoy por qué ha mentido sobre lo del gimnasio, tal vez para que la bibliotecaria piense de ella que es una joven ocupada, con sus estudios, sus amigos, sus salidas, su gimnasio. Una mujer de este siglo, vaya. Rebeca sigue avergonzándose, sobre todo cuando imagina la escena de la bibliotecaria abriendo su mochila y encontrando simplemente chucherías, gominolas de chocolate y regaliz. Caramelos de regaliz por los entresijos de plástico de la mochila.
Cuando la mujer se da la vuelta, Rebeca coge uno de esos caramelos y se lo mete en la boca. Abre los dos libros que hablan de la luna, uno, abordando el tema como astro y satélite de la Tierra y el otro, considerando el lado más humano de la luna, que cuenta de alteraciones de comportamiento, de inspiraciones y musas literarias, de asesinatos y rendiciones amorosas. Rebeca misma ha sido capaz de rendirse miles de veces a ojos que la miraban simplemente por diversión, por cotejo, por comparación. Rebeca ha asesinado mentalmente en ocasiones, en la claridad de un jardín iluminado por el satélite. Ahora Rebeca se siente inspirada, mientras vuelve a tocar el diario que alguien empezó por ella hace un año. Lee ávida la anotación del primer día y reconoce lugares de la ciudad a los que jamás ha ido, a los que jamás podrá ir porque no se siente capaz de afrontar miradas interrogantes. Rebeca mira el reloj en la pared y han pasado horas, ella ha devorado días de la mujer -porque el diario pertenece a una mujer- y ahora se siente saciada de cada experiencia.
Rebeca se detiene en el día de hoy, de hace un año, . Rebeca lee lo que ella ha hecho. Lo lee y anota en su libreta roja. Se levanta. Devuelve los libros sin haberlos leído, sin haber perdido el tiempo en intentar aprender a través de las fotos y coge su abrigo. Piensa en tirarlo. En comprarse una chaqueta de piel de color granate y unos pantalones negros, un poco ajustados. Piensa en cortarse el pelo y dejar los rizos rojos a la altura de las orejas. Piensa en llamar a gente a la que no conoce para invitarlos a cenar. Piensa reproducir, a partir de hoy, cada uno de los días del diario de la mujer. Y, si algún día, la mujer se ha olvidado de anotar, Rebeca lo inventará para ella. Dispone de diez meses para construir a una mujer igual a la que la que escribió el diario. Dispone de diez meses para convertirse en otra persona, para aprender a sentir, a comportarse como una desconocida. Rebeca camina por la biblioteca mirando al frente, sin encorvar la espalda, sonríe a la bibliotecaria que se sorprende un poco al observar, de repente, un ojo de cada color en el rostro deformado por una mueca de Rebeca.

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