martes, 14 de octubre de 2008

Mónica


Cierra la nevera de un portazo y, por la inercia del golpe, la nevera se cierra y vuelve a abrirse, quedándose un rato observando la rendija a través de la goma de cierre. Mónica vuelve a levantarse de la silla y vuelve a cerrar la puerta, esta vez con suavidad inusitada. Mira el plato vacío. Vuelve a levantarse, una vez más y se acerca al teléfono. Marca y espera. Habla un instante. Cuelga. Coge el monedero encima de la nevera y cuenta. Faltan doscientas pesetas. En el salón da la vuelta al jarrón vacío que está en el suelo, al lado de la ventana. Trescientas pesetas. Las coge. Cien de propina. Mira la habitación. Llena de polvo encima de los muebles, de los pocos muebles que se ha atrevido a comprar.
La televisión está apagada, incluso desconectada. Mónica no soporta ver ni oír calamidades, lleva siete meses sin enterarse de nada, ni siquiera del tiempo y viviendo en este piso interior muchas veces sale a la calle como si acabase de llegar de un país de clima muy distinto al de esta ciudad. A veces sobra la ropa. A veces falta. Cuando falta, sube las escaleras corriendo y al llegar arriba ya tiene calor y no coge el abrigo que le hace falta. Vuelve a bajar, sudorosa y el frío se le mete entre los huesos mientras ella tirita y hace caso omiso del tiempo. Es psicológico, se dice a sí misma, a veces incluso en voz alta. Han pasado cinco minutos. Mónica ha recogido las cajas que estaban en el salón, apiladas como libros de consulta. Como los libros de los estantes de la biblioteca en la que es voluntaria. Algunos de sus amigos dicen que sería mejor ayudar a la gente, o a los animales, ser voluntaria en un hospital o irse a las misiones. Mónica está harta de la gente que vive para los demás. Ella simplemente vive para los libros. ¿Qué más puede pedir?
Lo que todos buscamos, en la oscuridad de un cuarto, entre las líneas de una carta arrugada, en las inflexiones de la voz de un contestador no es más que el reposo. El reposo del alma. Sentirse merecedores de un premio invisible que sólo hace acto de presencia en soledad, cuando nada nos ha desvirtuado aún. Todo comienza de la forma más casual. Como ocurren todas las calamidades y los amores imposibles.
Regresaba de la playa y se encontró con un accidente en la carretera. Sangre en las toallas y en la nevera de playa. Mónica se había bajado de la bicicleta y se había acercado, por curiosidad malsana, como los mirones de los suicidas, invadiendo un momento que tenía que ser de intimidad, disfrutar los últimos momentos de una vida que pocos tendrán en cuenta, si no tal vez al volver a pasar por esta carretera y desearán olvidar el olor a gasolina esparcida, los hierros retorcidos, las luces naranja de las ambulancias. En una venía él. Había bajado corriendo, dispuesto a salvar a alguien. Mónica le había visto desde lejos. Y se preguntaba cómo sólo ella era la única que se fijaba en él, en el aura que desprendía alrededor. Le había visto acercarse a los heridos, dos mujeres y un hombre. Había visto sus ojos llorosos por el humo del motor y había recordado su mano ensangrentada, limpiándosela en la rodilla del pantalón de enfermero. Había visto cerrarse las puertas de la ambulancia detrás de su figura, detrás de dos de los accidentados. Había vuelto a montar en la bicicleta y le había seguido hasta donde le habían permitido sus piernas. En el hospital, al que llegó cuarenta minutos después de la ambulancia, lo buscó con hambrienta necesidad. Se había ido ya. Mónica intentó averiguar el número de habitación de los heridos pero se enteró de que una de las mujeres estaba muerta y los otros dos aún estaban en observación. Recordaba en aquel momento haber agradecido el accidente, recordaba haberse estremecido por la maldad de ese pensamiento. En el amor y en la guerra, todo vale. Recordaba haber vuelto a casa desolada por dentro y agotada por fuera, buscando con la mirada la luz naranja de una ambulancia. Aquella en la que iba él.
Meses más tarde, en una exposición le vio aparecer, solo, le vio mirar concentrado las fotografías que hablaban de minas anti-personas, de puentes derrumbados, de chabolas llenas de cólera y desnutrición. No recordaba apenas las fotografías, sólo su perfil y su ceño fruncido, sus manos en los bolsillos, apretando los nudillos, la línea de la mandíbula tensándose ante el horror de las instantáneas. Se había ido pronto, sin mirarla una sola vez. Había depositado un cheque en la urna de la puerta, había sonreído a una de las chicas de la entrada y Mónica le había seguido hasta perderle dentro de un taxi. Siguió en la biblioteca, buscando, subrayando en los libros las frases que le recordaban a él, que la hacían soñar por las noches y vivir cada día. Había comprado los muebles que creía que le podrían gustar.
Ahora no se preocupa de poder encontrarle de nuevo en la ciudad, después de la exposición sabe que donde haya algún acto benéfico seguramente él estará allí, solo y con la mirada enfurecida por tanta injusticia. Mónica se pregunta si vale la pena pasarse las tardes yendo a sitios donde los demás hablan de otros a los que no conocen y a los que compadecen. Mónica nunca ha sido capaz de asimilar la situación de los que están peor que ella. Es cuestión de suerte nacer en Suecia o en Uganda. Simple suerte y contra la suerte no se puede hacer nada. Ni siquiera se molesta en mirar a la chica de los pañuelos de la esquina. Si está en esa situación, seguramente es porque no hay nada que hacer, nada que cambiar. Una vez vio a una persona intentando ayudar a una ciega que vive cerca del parque y vio a la ciega negarse a dejarse ayudar, amparándose en la presencia de un perrazo enorme. Mónica piensa que cuando no se dejan ayudar de poco sirve tender la mano. Ella se abstiene de hacerlo. Nadie la ha ayudado. Se ha sentido sola y es consciente de que muchos otros también, pero su situación no le afecta. El mundo es egoísmo y Mónica reconoce que la mejor forma de aclimatarse es crecer uno por sí mismo, regándose como si fuese una planta, sin prestar demasiada atención a la sombra de los que crecen alrededor.
Mónica entra en su habitación y reordena los libros en las estanterías. Dicen de ella que conoce a todos los autores, de ahora y de siempre. Mónica sonríe y se alegra interiormente. Los libros le dan libertad y ahora le dan respeto. La gente admira a todos los que son capaces de utilizar palabras diferentes para decir lo mismo. Algunos a eso lo llaman carisma. Ella simplemente sabe que ha nacido bendita por ese don. Desde pequeña sólo pide libros, en Navidades, en su cumpleaños. Y esos días no está, sino abstraída en la trama, en un mundo paralelo donde nada es frío ni sórdido, donde el final es y lo demás, lo que venga después, no importa. Mónica pasa los dedos por el canto de los libros y se pregunta cómo puede haber gente que no los ama, que no los reverencia y prefiere dormir abrazada a sus páginas que a cuerpos ingratos y llenos de fluidos sucios y pegajosos. El cuerpo no es más que un amasijo de impurezas que brotan en las páginas de los libros como libélulas e hipocampos, que revolotean a su alrededor, a veces en las líneas de su diario, prendidas en el nombre imaginario que ella da a su rostro, al rostro del amor que no conoce y que espera sentir. El amor exclusivo, la entrega completa y definitiva, el gozne que cierra todas sus puertas y la hace sentir vulnerable y sensible. Sólo ante él.
Mónica mira su nombre estampado al final de cada libro y sabe que le pertenecen, como el recuerdo de él le pertenece, en los dos momentos de su vida en que se han cruzado. Mónica le ha visto varias veces ya, en una película que ha visto más de diez veces. El actor tiene la misma expresión, la misma incertidumbre de ser perfecto y Mónica se asoma a la pantalla y besa sus labios fríos y llenos de electricidad estática. La dependienta del vídeo club jamás le ha preguntado por qué alquila tantas veces la misma película. La dependienta está a su vez prendida en la pantalla de una televisión minúscula y no presta atención a las caras de los clientes ni observa que en el número de Mónica siempre, desde hace meses, ha cogido una misma película. Ni siquiera se ha dignado a conseguirle una copia y vendérsela. Mónica sabe que tenerla a mano sólo haría que la desgastase en una semana. Poniéndola una y otra vez para encontrarse, ahora sí, con la mirada de él directa a los ojos de Mónica.
Suena el timbre. Mónica abre la puerta. Se lleva una mano a la boca y con la otra se agarra al quicio. Es él. Mónica contempla su gorra que aplasta sus cabellos adorables, su mirada directa, sus uñas limpias y redondeadas, sus zapatillas deportivas gastadas, su pizza en una caja de cartón, humeante a pesar de la distancia y del frío que hace fuera. Mónica le invita a pasar pero él, sin sonreír, incluso con una mueca de incredulidad en los labios carnosos, le dice que es un repartidor, que no está de visita, que son diecisiete euros y que no se preocupe si no tiene cambio. Mónica saca el dinero del bolsillo de sus vaqueros e intenta tardar lo más posible para poder, con cada moneda, tocar la palma de la mano del chico. Su amor. Él se mueve, impaciente, sobre el felpudo de Garfield de la entrada y no dice palabra. Mira por encima de su hombro y busca con la mirada a su compañero que, casualmente, está entregando otra en el mismo rellano. Mónica le sonríe. Él le entrega la pizza, mirando la caja de cartón. Mónica susurra Hasta luego. Gracias. Él dice Adiós. No la mira. Se acerca a su compañero y Mónica le oye por la escalera: "Me estaban dando escalofríos. Como odio este trabajo. Te puedes encontrar con cada una..." Mónica oye, en su cabeza, entre sus libros "Me están dando escalofríos de amor. Como odio este trabajo por no poder abrazarla en el quicio de su piso. Te puedes encontrar con el amor al ir a repartir una pizza". Mónica cierra la puerta. Espera unos quince minutos. Coge un billete de veinte euros. Se acerca al teléfono y marca. Habla y cuelga. Dentro de un rato volverá a estar con ella y esta vez no tendrá que fingir. No con ella.

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