viernes, 17 de octubre de 2008

Ángela


La puerta de la tienda estaba abierta. Por eso Tromba se ha escapado. Ángela intenta no llorar. Intenta que nadie se dé cuenta, que su madre no salga gritando de la trastienda y se la lleve para dejarla abandonada en medio de la autopista como otros hacen con sus perros. Su madre le había dicho que cerrase la puerta, que iba a la trastienda a buscar una de las prendas que después Ángela tendría que llevar a casa de cualquiera de las clientas de su madre. Ángela lo había hecho, pero una estúpida mujer, con un abrigo que seguramente habría costado la vida de docenas de animalillos, había dejado la puerta abierta y Tromba había aprovechado. Ya de pequeña solía colarse por las puertas, dejando a Ángela cansada de tanto rastrear, como si fuese un bebé, intentando meterse en su cabeza de cocker spaniel, intentando averiguar qué sitio sería el más acogedor para una cachorra con carácter como Tromba. Ahora Ángela se pregunta qué hacer.
Va corriendo a casa, tropieza sin querer con una mujer que lleva a otra en una silla de ruedas, se para a pedir perdón y cruza el semáforo justo para escuchar un frenazo rozándole las rodillas. Intenta sonreír al taxista que grita barbaridades y sigue corriendo. Se da cuenta de que el corazón le va a salir por la boca. Se sienta en un banco helado y se mira los brazos, erizados del frío, en manga corta, porque en la tienda de su madre nunca hace frío, al contrario, siempre hace el clima ideal, como su madre dice a sus clientas, que sonríen desde las fundas dentales que les han colocado hace unos días apenas.
Ángela llora ahora. ¿Dónde estarás, Tromba? Quisiera gritar, ponerse a mirar debajo de los bancos, preguntar a la gente. Demasiado trabajo. Sigue corriendo hasta su casa. Sube en el ascensor, tamborileando en la puerta, hasta que se abre. Saca las llaves y corre por el pasillo. Se tumba en su cama y escucha el fax que resuena a través de la pared, del otro lado, del piso de la abogada más famosa de la ciudad. Tal vez ella tenga a algún detective en su nómina y pueda buscar a Tromba. Pero será demasiado tarde. Ángela tiene que encontrarla hoy mismo. Antes de la noche, antes de que se desconcierte con las luces y acabe tirándose bajo los faros de un coche. Ángela se limpia las lágrimas con el dorso de la mano. Se acerca al ordenador y lo enciende. Hace un cartel y escanea la foto de Tromba. Espera a que se imprima, en blanco y negro Tromba es preciosa, todavía más preciosa de lo que le dicen todas sus amigas. ¡Qué perra más lista y qué tonta se pone a veces! Tanto desear la libertad, que es mala amiga de Ángela que siempre le quita el collar a pesar de las prohibiciones de su madre. ¡Qué perra estúpida!, grita Ángela y siente el calor de las lágrimas.
Oye las copias saliendo por la impresora. Se pone un jersey de lana y un abrigo. Busca la bufanda que Tromba siempre le agarra con los dientes y la hace girar, como una peonza. Tiene los guantes en los bolsillos, uno con agujeros de los dientes de la perra, que tira y tira, juega a quitárselos en dos segundos. Ángela se pregunta qué hará si Tromba no aparece. No quiere ni imaginarlo.
Tromba es la hermana que Ángela nunca tendrá. Duerme en su habitación, a los pies de su cama, cree su madre, pero encima, muy pegada a su espalda, cuando la madre cierra la puerta y Tromba sabe que no hay peligro. Tromba se acerca por las mañana y coloca el hocico en los dedos calentitos de Ángela. A veces, cuando el sueño es pesado y duele entre las pestañas, a Ángela no le gustan los despertares que le da Tromba. Otras veces, cuando recuerda vacaciones que no volverán, comidas familiares en restaurantes de camareros con pajarita de terciopelo, veladas jugando al Risk con papá, Ángela se abraza al cuello de Tromba, que tiene las patazas apoyadas en el edredón de plumas. Ángela se abraza a la perra y llora bajito, llora con lágrimas que se quedan flotando dentro, como en una burbuja sin gravedad, para que su madre, que aunque debe entenderlo, no quiere ni siquiera aceptarlo, no pueda recriminarle echarle de menos.
Ángela no sabe qué lejos está ese país. Pero sabe que papá nunca estará lejos para ella, que sigue viviendo en los ojos de Tromba, en su regalo de cumpleaños cuando Ángela era todavía una mocosa. Ahora no es mucho mayor pero ya no se le permite llorar cuando está triste, como si fuese derrumbar el muro que su madre le enseña a construir. La madurez, dice la madre. La estupidez, piensa Ángela y mira hacia Tromba, que emite un mini estornudo que la hace reír aún más, de sentirse acompañada en el sentimiento.
Ángela siente que ella y Tromba son dos imágenes reflejadas en el mismo estanque.
Recoge las hojas y sale. Vuelve a entrar en casa a buscar el celo que está en la biblioteca. Corre por las escaleras, tropieza y cae. Los folios están en el suelo, algunos doblados, formando orejas. Ángela se frota la pantorrilla y el codo. Siente la piel despellejada por dentro del jersey y del abrigo. No hay tiempo de ponerse una tirita. Sin Tromba se le está despellejando el corazón.
En las calles principales, en las tiendas principales, todas las dependientas conocen a su madre y Ángela aprovecha para colocar los carteles. Antes de colocarlos, escribe con letras mayúsculas HAY RECOMPENSA. Tromba no es una forajida pero casi, quizás sea mejor decir que es una huida. Ángela no puede evitar sonreír al recordar los geranios devorados o el informe echo una bola de babas a los pies de la perra. No puede olvidar la mirada de orgullo del animal, como si dijese, detrás de los ojillos cristalinos "Lo he hecho yo sola. Me merezco un premio". Ángela la cogía y la escondía en cualquier armario hasta que los gritos de su madre se alejaban por el pasillo. Entonces sacaba a la perra y esta le lamía la cara, gracias, gracias por protegerme, parecía decirle, loca de alegría de abandonar la oscuridad y estar de nuevo con la niña.
Ángela la saca todos los días, después de ayudar a su madre en la tienda a la vuelta del colegio, ella y Tromba salen al parque o a dar una vuelta, haga sol o llueva, nieve o calor. Por la tarde hace los deberes en la trastienda con el rabo de Tromba rozando su pantalón vaquero y a veces le pregunta a la perra si sabe algo de trigonometría , o qué opina de la revolución industrial, o si entiende como funciona eso de los ácidos y las bases. Tromba ladra, da su opinión, pega un salto y se encarama a la mesa, mirando con interés los garabatos de su pequeña dueña. Ángela le acaricia la cabeza, Tromba le muerde la manga del jersey para que se agache y asi llegar a lamerle la cara y comienza la fiesta. Dos horas, o más, le llevan los deberes a Ángela, cada tarde, por culpa de la dichosa perra. ¿Dónde estarás, Tromba?
Ángela decide entrar en el aparcamiento, a preguntarle al vigilante de la tarde, que fue muy amigo de papá. El hombre se acuerda de la perra, pero no la ha visto por aquí. De todos modos, avisará en casa de Ángela en caso de verla. No debe preocuparse, dice. Pero Ángela lo está, y mucho. Tromba parece una perra adulta y cabal pero en realidad no se diferencia mucho de Ángela; dice su tía que ambas son mucho ruido y pocas nueces, como esa película en verso que tanto le había gustado a Ángela y con la que Tromba había estado quieta, como si la entendiese. El vídeo club. Ángela sabe que va mucha gente, a pesar de la dependienta, que parece más cosa que persona, de lo callada e inexpresiva que es. Ni mirándola a los ojos puede uno saber si está triste o simplemente cansada. Ángela sale de allí con el corazón encogido, como si haber estado dentro le hubiese hecho perder esperanzas de encontrar a Tromba antes de que anochezca.
Tromba. Así entró en su vida un huracán de ladridos constantes, que se colaban en la cabeza de Ángela cuando intentaba dormir. Hasta que a papá se le ocurrió que, si Ángela no era alérgica a la cachorrita, podrían dormir en la misma habitación. La madre se había negado. Al final, lo consiguieron, Tromba, papá y Ángela. La madre había mirado de reojo a la perrita, que dormía con el hocico entreabierto, expectante ante cualquier vibración, por muy lejana que estuviese. Como poseída, se levantaba del capacete y corría por la casa, persiguiendo fantasmas sólo avistados por ella, haciendo ruiditos con sus uñas en el parqué que la madre pagaba para ser abrillantado con eficacia. Tromba. ¿Dónde rayos estás?
No le gusta estar sola demasiado tiempo, se pone nerviosa y comienza a ladrar a diestro y siniestro, poseída por el deseo de ser tenida en cuenta, como un bebé que aún no sabe hablar. Claro que no sabe hablar, pero Tromba sí sabe escuchar. Cuando suena el teléfono, Tromba corre hasta la habitación de Ángela y le coge los bajos de los vaqueros con los dientes, la acerca al auricular y se sienta a sus pies. Si es alguna compañera de la niña, Tromba se va. Pero si llama él, el chico tan guapo que se sienta delante de Ángela, la perra se queda. La mira, inclina un poco la cabeza, como si dijese "Escucho para aprender como hay que tratarlos".
Tromba. Son las nueve de la noche. Hace dos horas que ha salido de la tienda de su madre. Vuelve corriendo, con un par de folios todavía bajo el brazo. Siente que se le humedecen los ojos. Y ahora la madre le gritará, la llamará irresponsable, que lo es. Pero Ángela no es aún lo suficientemente adulta para reconocer que puede equivocarse y se lamentará siempre, siempre se sentirá responsable por esta tarde de erratas y carreras a ninguna parte. Antes de llegar a la tienda de su madre, se para a comprar gusanitos en la librería de la mujer que nunca deja de sonreír, una señora muy amable con la que su madre nunca se para demasiado, como si la hiciese sentir mal. Compra gusanitos porque a Tromba le encantan y deja otro de los carteles.
En el interior de la tienda hay un hombre y su madre sentada en un sillón de los de las clientas. Tiene la cabeza entre las manos y parece llorar. Ángela se acerca y, a los pies de la mujer, está la perra. ¡Tromba! La madre grita y le pregunta dónde ha estado. Tiene los ojos rojos, grandes como lunas llenas. La abraza y Ángela se queda muda, preguntándose cuándo ha sido la última vez de un abrazo así.
La perra salta alrededor de las dos mujeres. Ángela cuenta que se ha pasado la tarde buscando a la perra. La madre cuenta que toda la tarde han estado buscándola a ella, a Ángela. Que la perra se quedó dormida detrás del mostrador y alborotó tanto a la madre que esta acabó preocupándose, preguntándose dónde estaría su niña. Su niña. Ángela es su niña. Ángela sonríe. Abraza a la perra que apoya sus patazas en los vaqueros de la niña y abraza a su madre que llora. Ángela llora también y abraza a las dos mujeres de su vida. Sólo Tromba es consciente de la alegría de estas lágrimas que ella no puede derramar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, Jesús, es increible la cantidad de historias que tienes en la cabeza, como si las hubieras vivido todas. Esta tierna, la anterior iquietante... tu mina parece un mundo.

Jesus dijo...

Gracias Maria, porque sigues leyendo y a veces esperando que salgan mas historias.
Todas son lo mismo, creo yo, trozos del espejo roto que es la vida en los que los reflejos solo son partes de un todo.
De todas formas... lo que cuenta es divertirse haciéndolo no?