viernes, 9 de mayo de 2008

Elena


Su compañero le quita la jeringuilla al chico. No es su función pero siempre se cree en el derecho de hacer más de lo que esperan sus superiores. Elena no es así. A ella lo que le digan y como se lo digan. No es un trabajo en el que se puedan saltar las cosas a la torera. Ella no es así. Todo sobre un planning y si no lo hay, pues sí, a improvisar, pero procurando no salirse nunca de su cometido. Su compañero es una especie de showman histérico y fuera de madre que es feliz provocando y haciendo que todos retengan la respiración. No es mal tipo pero desde luego no es un ser humano equilibrado. Y aún menos si uno se lo imagina empuñando un arma, aunque quizás en eso se diferencien las personas normales de los que se consideran héroes.
Elena mira a veces hacia su compañero, en las interminables rondas por la ciudad, y siempre lo sorprende sonriendo, tarareando o silbando directamente. No parece ver el horror entre los contenedores de basura que rebosan de cadáveres de fetos, no quiere apercibirse de la violencia rayante que cada vez más se apodera de la ciudad, de los colgados que se arrancan mechones de pelo en pleno ataque de ansiedad, de los padres de familia que dejan moretones en el alma y en el cuerpo a sus mujeres, en las chabolas que tienen que embargar. ¿En nombre de quién? ¿De Dios? Elena sabe que su compañero cree en Dios. Que, a pesar de todo, tiene fe en que alguien, entre los escombros de un edificio construido indecentemente en los setenta, pueda salir con una sonrisa en los labios, habiendo olvidado el horror del silencio, la soledad, las piernas aprisionadas, el hambre animal y las heces corriendo por las perneras del pantalón de pijama. Elena no es así. Elena coge la porra y pega como el que más en las manifestaciones descontroladas, Elena coge de los pelos a los ultras y los zarandea hasta hacerles caer la bufanda del equipo de fútbol, Elena coge por el brazo a los camellos y aprieta hasta que se le ponen los nudillos blancos y a ellos las marcas moradas de sus dedos.
A Elena la parió una mujer como Dios manda y un guardia civil que adoraba una bandera como quien adora a un Dios, un ideal castrense en el que convirtió aquella casa, donde todo Dios se levantaba a la misma hora que el patriarca, donde todo Dios comía lo que el patriarca, donde todo Dios sabía disparar escopetas de caza como el patriarca, donde todo Dios apretaba los dientes cuando se le hacían las curas por caerse de un árbol. Donde los únicos que gimoteaban eran los perros, hasta que se les enseñaba a callar, donde los únicos que pedían perdón eran los demás, no ellos, no la piña de fortaleza y un buen par de cojones que vivían en aquella casa. Y suerte que no tuvo más hijas que ella, que todos, los otros cinco restantes, eran chicos. Porque sino habría habido una princesita en aquella casa y no una más, una amazona a caballo de su Harley, que se la compro a los 18 años con los ahorros de los muchos trabajos que se buscaba mientras estudiaba y los mas fuertes que venían de no haber conocido vacaciones en muchos años porque los veranos los destinaba a trabajar mas y mas para poder tener ese dinero que valía su sueño, porque Elena no quiso un coche, quiso sentir el viento en la cara, tragarse el humo de los camioneros - malditos mal nacidos -, beber en bares donde se quedan pegadas las mangas de la chupa a la barra que nadie ha limpiado en meses.
Elena ha nacido fuerte y no llora de frustración cuando le llega la regla en plena ronda y tiene que ponerse el tampón en un baño de cualquier bar que haría vomitar a su madre, Elena no llora cuando la dejan tirada los pocos hombres que se atreven a mirarle a los ojos, Elena no llora cuando, en medio de una pelea, recibe los puñetazos equivocados, Elena no llora ni ante Redford y Streep en Memorias de África. Elena no ha aprendido jamás a llorar y jamás se permite encontrar una excusa para hacerlo. Elena sabe que en la ternura encuentra a veces la peor de las crueldades y por eso es dura, muy dura, y mas aun cuando sabe que alguien puede verla.
Elena y su compañero pasean a pie por el centro de la ciudad, lleno de gente ociosa, en esta ciudad de obreros, funcionarios y banqueros. Así se definen siempre las ciudades: por su industria, por su administración, por su dinero. Y los demás, peones, simples peones que difuminan un poco el paisaje pero nunca llegan a alterarlo del todo. Mujeres frígidas en terrazas repletas, con sus chaquetas de piel de animal, más animales ellas todavía; tipos encorbatados que no saben ni atarse los zapatos sin la ayuda de sus mamaítas; jóvenes sin futuro que se sientan en los bancos y escriben sus nombres en la pintura, intentando dejar constancia de su paso por la vida. Gentes que no cambian, que no desean hacer nada por el cambio. Sin embargo esta ciudad ya está bastante cambiada, tristemente. Fachadas sucias de pintadas que reivindican poco menos que el analfabetismo y la anarquía de los locos; jardines llenos de envoltorios, jeringuillas, migas de comida basura, el paraíso de los adolescentes descarriados que últimamente sólo se dedican a flipar; hospitales de urgencias llenos de alcohólicos prematuros, recién nacidos con heridas de cigarrillos encendidos, balas expósitas en cuerpos ajenos, un volante incrustado en el vientre de una adolescente embarazada.
Y también están ellos, la riada que no cesa de inmigrantes, de todos los colores, de todas las razas, de todos los países, agrupados en sus pequeños mundos donde ni hacen por integrarse, y los problemas que traen consigo. Elena ve esta invasión tranquila y se revuelve, y sabe que cada vez mas, las detenciones son de gente así, y las estadísticas dicen que de diez delitos, al menos siete son cometidos por inmigrantes.
La ciudad se está tragando a sus hijos, como Laoconte, piensa Elena y también piensa en una solución rápida, un gatillo accionado, un incendio provocado, una eutanasia social definitiva y rotunda. Contra los fracasados, contra los apáticos, contra los parásitos de la vida, contra los perezosos de sentimientos y los exacerbados mentales, contra los que vienen de fuera y no son trigo limpio, pero que no hay manera de quitárselos de encima. Que no quede ni uno, que ni uno solo pueda empañar el futuro.
Elena sigue reacia a instalarse en la vanguardia; sus compulsiones son difíciles de manejar. Por eso Elena milita en un partido que aún es clandestino. Allí nadie conoce a nadie, porque las caretas siguen el juego: una contraseña, y entras, a una sala oscura, con una mesa ovalada, como los caballeros antiguos y a jugar a rol. Ella jugó una vez y sabe que es más o menos igual, sólo que aquí desbaratas un poco de realidad, prendes fuego a un ideal vivo. Elena no le cuenta ni a su padre sus correrías clandestinas, no tiene tiempo de intentar convencerle. Últimamente, con tanto atentado, en vez de recrudecerse, parece estar apagándose, como una velita. Sus hermanos y ella intentan convencerle, si bien sólo ella es quien habla en las reuniones familiares donde las mujeres de sus hermanos y sus hijos quedan fuera, en la otra habitación, porque son cosas de familia, son la cossa nostra. Mira que le hizo gracia la primera vez que vio el Padrino, peliculón.
Sus hermanos le tienen respeto, eso lo sabe desde pequeña. Ella era la que instigaba a subirse al árbol más alto, a tirarse al mar desde el peñasco más cortante, a jugar en serio y sin reproches ni marcha atrás. Elena es una tía dura, fuerte como el acero, segura de sí misma y de lo que pretende. Pero también tiene las ideas muy claras y sabe que, de vez en cuando, hay que obedecer aunque uno no esté muy de acuerdo. Así se lleva ganando el respeto de sus compañeros, muy a su pesar, y la confianza de su jefe más directo.
Elena mira a través de las gafas de sol y se nota un poco pálida, se ve más delgada en el escaparate de la farmacia. Su compañero entra a buscar unas pastillas para la ansiedad y ella se pregunta cómo puede un policía deprimido soportar tan bien cada uno de los días, y fingir tanta calma y transparencia. Elena nunca esconde lo que su corazón le grita. Tampoco necesita pastillas ni frases de ánimo. No puede entender un piropo, porque no puede confiar en nadie, el no fiarse es casi lo primero que aprendió en esta vida, no puede aceptar un halago sin que se le asomen las uñas debajo de los guantes negros de este febrero cálido. Elena conoce las palabras de los que algo pretenden, de los que fingen respeto y sumisión. Las conoce porque las ha oído a los que se dirigían a su padre. Las archiva y sigue adelante, mirando a las mujeres que toman un refresco en la terraza demasiado precoz para la época.
Su compañero sigue silbando a su lado, mira a los peatones con gesto de ser un vigilante en el paraíso. Elena ve, en la esquina de la pastelería, a la chica de los pañuelos. Mira a su compañero que se acerca con pasos rápidos a la chica. Le pide un paquete y también chicles de fresa. La chica no sonríe, no da las gracias cuando él entra en la pastelería y le compra una caña de nata y chocolate. La chica simplemente parece asumir que ese es el papel de todo ciudadano: dar, dar y siempre dar, para lavar conciencias, para acariciar la vanidad, para dormir mejor por la noche, para tener algo de lo que hablar con los amigos, en la sobremesa de la cena. Elena mira las uñas sucias y largas de la chica y los pañuelos, que recibe por un euro cuando los compra por diez céntimos. Tal vez se esté haciendo rica, detrás de esa cara de niña desvalida. Elena acaricia la porra con la mano y siente el olor de la caña de nata y chocolate que se funde un poco en la mano de su compañero. La chica de los pañuelos coge el pastel y le da el paquete. No mira a la cara a su compañero, no da las gracias, simplemente con sus ojos bajos se retira un poco para, con el pastel todavía en la mano, tender la otra a los que pasan. Su compañero sonríe un poco, tal vez condescientemente, sabedor de que ha hecho bien y que no lo ha hecho por nada en especial, sencillamente porque si y volviéndose le da un golpecito en el brazo para que reanuden la marcha. Pero Elena sigue quieta, muda y sorda al tacto.
Detrás de las gafas de sol le corren por las mejillas dos lágrimas que la sorprenden, que la paralizan, que la sacan de su centro y ve, en una sucesión infinitesimal, las caras de los chicos de las manifestaciones, oye los gritos de las sirenas, siente el aliento putrefacto del seropositivo del callejón, nota el frío debajo de los cartones. Una película muy vieja ya porque lleva años acumulándose dentro de ella, creando diálogos, poniendo luces, añadiendo sonido y parece que en este preciso momento el director ha dicho la frase famosa de corten y ha colgado el titulo de fin. Ahí está la obra, completa, conclusa y esperando la sentencia de un publico tan minoritario que en realidad solo Elena es el publico
Elena deja escapar la ternura, muy a su pesar. Lo hace a sabiendas de que este mundo es un fraude, una pesadilla con una esquina fuera de la realidad. El más cuerdo se vuelve loco y acaba con su vida en una simple tarde de ira celestial.
Intenta resistirse, intenta vencer el hastío de la repetición cíclica de la putrefacción de su propia alma, pero algo se ha roto dentro, como si hubiera explotado en su cabeza una pequeña bomba que la ha dejado al descubierto rompiendo las murallas que se había creado. Elena siente y llora de novedad.

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