viernes, 16 de mayo de 2008

Rosita


Ahora, en la mayoría de los supermercados, no necesitas abrir la puerta para entrar. Hay un sensor y se abren solas. Rosita no puede evitar volver atrás y hacer que vuelva a abrirse a su paso, una y otra vez, hasta que una de las cajeras la mira, con una ceja de desdén y otra de compasión, y ella entra. Rosita ha oído hablar del consumismo y también ha oído hablar de enfermedades relacionadas con él, por ejemplo, mujeres que se vuelven locas de tanto comprar, maridos que matan a sus mujeres por ser tan derrochonas, hijas que se fugan de casa porque no les dejan comprarse los últimos modelos, abuelos que compran cosas inútiles por la tele, en la teletienda.
Lo entiende, los entiende a todos.
Porque, una vez que alguien ha entrado en un supermercado como este, en cualquier barrio de la ciudad, es difícil volver a conciliar el sueño de tantos colores preciosos y brillos y luces y promesas que saltan a la vista. Y saltan, literalmente, a la vista de Rosita, que imagina entrar en un área comercial con un carrito, o dos, y llenarlos, hasta los topes, de yogures, de chucherías, de lomo embuchado, de galletas de chocolate, de licores de pera, de sardinas en escabeche, de colonias y desodorantes, de patatas fritas, de calcetines de lana, de pinturas de colores, de bolsas de basura transparentes y fucsias y color aguamarina...
Rosita entra en los supermercados a sentirse parte de la gente.
Pero también se siente observada, porque siempre es sospechosa, de lo que sea, de coger una tableta de chocolate, de remover demasiado los cajones de compactos, de oler fuera de la caja una crema suavizante, de no llevar dinero encima, en definitiva. Por lo menos, aún de momento, no han puesto un letrero, como en algunos bares, donde se reserva el derecho de admisión. Eso quiere decir que lo más probable es que te sacudan el polvo antes de decidir si quieres o no quedarte. En los supermercados puede entrar todo el mundo, menos los perros, claro, pero ahora ya hay incluso guarderías para perros, justo al lado de la guardería para los niños y Rosita piensa que es una buena idea, porque no conoce a ningún niño al que no le gusten los perros, y así se distraen y no lloran. Claro, un niño es molesto en un sitio tan luminoso y maravilloso como este, con tanto que pedir, tanto que señalar para que los papás lo compren, tanta oferta y tanta demanda de los bebés.
Rosita hoy tiene un poco de dinero, pero no es para nada de comer, ni siquiera una bolsa de cacahuetes. Tiene que comprar pañuelos de papel, de color blanco, los más normales, los más baratos, los más ariscos a la piel. Rosita entiende de cutreces y esta es una de ellas, pero el dinero no es suyo. Ella no tiene, aunque de vez en cuando le dan algo que es para ella sola. No es lo normal, ni siquiera es normal que la gente se fije en ella, de pie en la misma esquina desde hace siete meses. Porque, ella piensa que sí, que se ha convertido en parte de la ciudad, pero así como un edificio abandonado, o una papelera, o una pintada o algo que nos recuerda que no somos perfectos del todo, que necesitamos fealdad para después apreciar más la belleza.
Los pañuelos debe separarlos en paquetes pequeños, porque nadie quiere 12 paquetes de pañuelos, nadie tiene tanta generosidad, ni tanta gripe, ni tanta necesidad de limpiarse las manos. Eso menos que nada, porque en la ciudad todo el mundo siempre va limpio, limpísimo, oliendo a colonias que ni siquiera hay en este supermercado, oliendo a libertad, a jardines llenos de flores. Así que los divide y después debe pedir la voluntad. Así hacía antes, al menos. Ahora casi nadie pide eso, ya directamente un euro, porque la gente de la ciudad tiene muy poca voluntad para acordarse de la chica de los pañuelos. Lo que más tienen es prisa. Prisa porque viven acelerados como si su tiempo fuera muchísimo mas valioso que el de cualquier otro, y nada de cambio. Ella tampoco tiene cambio, sería gracioso, una mendiga con cambio.
Bueno, no se dice mendiga ahora, también ha cambiado. Es una persona con pocos recursos. En realidad ella no tiene ningún recurso, ni siquiera tiene un anillo de plata o una cinta para el pelo con un osito de plástico. Todo lo que tiene se lo han dado las monjas que visitan el albergue social. Y el comedor social. Suena muy bien eso de social. Porque viene de sociedad. Y la sociedad la formamos todos, o eso dicen en la televisión. Hay una televisión un poco estropeada en el comedor social, aunque no la encienden hasta que todos han acabado de comer, porque sino se quedarían pasmados ante todo lo que pasa y no comerían y serían las 12 de la noche y las cocineras aún tendrían que recoger y lavar. Porque tienen que irse a sus casas. Y eso que ella se ofreció a ayudarlas, pero dijeron que no. Que ella era una de ellos y que no era su función, que debía sentirse agradecida con estar bajo techo cuando hace tanto frío fuera. Tal vez la solución sería irse a otra ciudad, donde no haga frío de noche, en ninguna época, y así podría ser independiente. Pero claro, si no hace frío, nadie necesitará pañuelos para el catarro, porque no habrá...
Rosita no nació en esta ciudad, por eso le resulta tan poco incómodo pedir en la calle. Sabe que no se encontrará con nadie que la conozca, aunque las ciudades no dejan de parecerse y al final, casi todas las caras recuerdan a alguien que uno conoció en otra vida, cuando uno podía sonreír y a nadie le chocaba que no supiese hablar. Rosita lo ha intentando y de pequeña tenía un médico que iba a casa exclusivamente para ella. Hacían ejercicios vocales pero ella no podía. Se le formaba un nudo en la garganta, como si estuviese al borde del pánico y rompía a llorar. Aprendió el lenguaje de signos, pero era bastante absurdo en su caso, ya que oía perfectamente. Aún hoy, en el albergue social, le dicen que se ponga en la ventana y avise cada vez que llega el camión de la basura. Todos está atentos a que haga un gesto con la mano. Después de las clases de dicción, su padre perdió mucho dinero en la empresa. De hecho perdió la empresa y comenzó a beber. Dejó de hablar con Rosita y con su madre y se fue perdiendo, igual que la empresa, acosado por la falta de ilusión, por la desgana, por el desanimo. No tardó en morir, casi como un perro, al volver del bar del barrio de la ciudad en la que ahora vivían, en un pisucho alquilado. Su madre le acompañó, porque nunca había sido persona de luchar por nada ni por nadie. Se dejó arrastrar por el deseo de su marido y le sobrevivió solo unas semanas, así que dejaron a Rosita sola. Ella cerró los ojos cuando los del juzgado, acompañados por dos policías vinieron a desahuciar por que nadie pagaba el alquiler y los dueños querían su piso, así que dejaron sus cosas en la acera y le dijeron que ya ni siquiera tenía un pisucho alquilado en el que dormir. No quiso llevarse nada y lo dejó todo en la acera. Se sentó al lado de los paquetes y quiso poder gritar, poder expresar su rabia, su tristeza pero sobre todo su soledad.
La encontraron un día los asistentes sociales del barrio y se preocuparon por ella. Nadie había sido tan bueno con ella como en aquel tiempo, hace apenas unos meses y aceptó la ropa que le prestaron, la comida que le dieron, la cama que le ofrecieron en el albergue. Y cada vez, a cada ofrecimiento, Rosita veía que era más y más difícil decir gracias, sonreír o mostrar algún sentimiento. Porque se sentía arrastrada al mundo en que ahora estaban sus padres, un mundo de gente sin voluntad, que se deja guiar sin importarles el camino. Cuando oye que dicen de ella algo que no le gusta, simplemente cierra los ojos y se ve de nuevo en la acera, entre los objetos de una vida muerta.
Vivir en la inopia no es doloroso sino un descanso. Entonces, baja los ojos y escapa.
Vuelve a tender la mano llena de pañuelos, se mira las uñas sucias pero siente que en este pequeño mundo que habita ya no importan esas cosas. No va a dejar de ser quien es. No va a dejar de ser como es. Pequeña, muda y abandonada. Sabe que podría dar las gracias, sonreír a los que se sienten en deuda con ella, de alguna forma. Ella necesitaba la ayuda hace unos meses, no ahora, no ahora cuando ya está pegada a esta realidad de la que no saldrá, como otros tantos que sí tenían ilusión...
Se pregunta por qué los policías van de dos en dos. Tal vez esta ciudad es tan peligrosa que no se sienten seguros de ir solos. Pero ella, Rosita, tiene que vender los pañuelos sola, aún a pesar de que algunos chicos le gritan cosas que no son de recibo, que no se merece por el simple hecho de ser pobre y estar mal vestida. Esos chicos que, si pudiesen, le darían golpes hasta hacerla sangrar. Y tal vez los mismos chicos que pegarían a la chica policía, la desquiciada. Porque Rosita la ve desquiciada, enferma por dentro de rabia y frustración. Rosita ha dejado de sentirse enferma. Ahora simplemente se siente vacía cada vez que alguien le da un euro y espera una sonrisa.
Y ahora, sentada en las escaleras del albergue, contando la miseria que le han regalado hoy, mira los árboles sin hojas del parque y también ve a la ciega de todas las tardes, acompañada de su perro, un labrador blanco, hermosísimo, que son sus ojos, da su paseo. La ciega hace siempre el mismo recorrido y ante la precisión milimétrica del perro, Rosita puede sonreír, porque sabe que nadie la ve, que nadie se preguntará por qué. La ciega viene vestida hoy de beige, y Rosita se pregunta cómo puede saber los colores y combinarlos así de bien, cada día. Tal vez tenga una asistenta. Rosita se mira las uñas sucias y se pregunta si podría acercarse a ella y pedirle trabajo.
Cuando vuelve a mirar, el perro se ha soltado de su arnés y está olisqueando las flores. La ciega camina sola hacia un banco pero tropieza, metiendo el pie en un hoyo y cae. Y cae y Rosita se levanta, se clava las uñas en las palmas de las manos y ve que, justo delante de la ciega, hay una botella de cerveza rota que se le clavará en la cara. Y Rosita grita, grita, grita y se le abren las cuerdas vocales y sangran de impotencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este relato no sólo me ha gustado, en algunos momentos me ha parecido clarividente, como esa referencia a los momentos y los tipos de ayuda, a la auténtica salvación (no sé expresarlo ahora con otra palabra) y a la real en el sentido de ser la que sí se da y no es ayuda ni salva y está bien que no conceda nada.