martes, 27 de mayo de 2008

Susana


El bar está lleno de humo, ya a estas horas, mezcla de olores de calamares, de cigarrillos que languidecen en los ceniceros sin cambiar, el barniz de la barra que acaban de pintar, su propio perfume, demasiado fuerte incluso en tanta barahúnda. Susana pide un bocadillo vegetal y sale con él en la mano. Siempre le ha gustado comer caminando, una práctica que no ha visto hacer mucho en la ciudad, tal vez sólo a los niños pequeños a la salida del colegio, en plena merienda, o en un parque, con los dedos de la madre pegajosos del plátano que se oxida al contacto con el aire, o en verano, todo el mundo lamiendo el helado que se derrite ante las conversaciones, ante los ojos de los enamorados que se pierden y no entienden de termodinámicas.
Susana no deja de hacerlo, de coger con una mano el bocadillo, envuelto en una servilleta siempre demasiado escueta, y de asegurar su bolso con la otra. Lo coloca en bandolera, porque le pesa de la cantidad de objetos que siempre lleva dentro, y abre, sobre una rodilla alzada, en medio de la acera, una botella de zumo que se resiste. No hay nadie, en esta acera transitada de gentes diversas, que se detenga, no ya a ayudarla, sino ofrecerse, que tan poco vale, que tan sencillo resulta decir "¿Puedo ayudarte?", aunque uno sepa que nadie va a decir que sí. Pequeñas normas sociales que nunca ha entendido.
Mira el reloj de un parquímetro y se pregunta si la dejarían comer en la biblioteca. Porque es el único lugar, excepto un cíber donde podría ir, donde no cierran a mediodía, donde el encargado, igual que ella, tiene que arreglárselas para comer de pie, detrás de un mostrador o dando vueltas por el local. Pero piensa que no le gustaría llegar a las cuatro de la tarde, con el postre todavía asentándose en el estómago y sentarse a una mesa, con un libro a punto de ser estrenado, y oler a sardinas, ni a jamón asado, ni a mayonesa. Ni siquiera a mayonesa.
Mira a derecha e izquierda para cruzar la calle, en esta ciudad donde sólo los ciegos y los niños con sus padres de la mano respetan los pasos de cebra. Susana se siente indefensa en ellos, como si fuesen las dianas que colocan los personajes de dibujos animados donde justo debe caer el obús, o el yunque, o la piedra del correcaminos. Está en medio de la carretera, siente ya el frenazo que llega desde lejos, de alguien que sí respeta a los peatones descarriados como ella, y suena otro ruido, un ruido al que aún no está acostumbrada: el móvil.
Coge el aparato y aún tiene que recordar la voz de él "El botón rojo, siempre el rojo, como si fuese el botón de la guerra nuclear". Susana acciona y oye una voz distorsionada, entre tanta cobertura sin cubrir, tanto tráfico que circula, tan pocas manos para tanta empresa. Se sienta en un banco un poco sucio, coloca el zumo en el suelo y se tapa el oído opuesto con un dedo pringoso de jugo de tomate. "¿Quién?". Apunta a duras penas en la palma de la mano la dirección y también, antes de que corte la comunicación, el número de teléfono que aparece, en esos caracteres tan extraños, a medio camino entre lo digital y lo cuadrangular. Come de dos bocados el resto de bocadillo y sorbe, a poquitos, lo que queda de zumo. Un par de gotas se le escurren por la barbilla y no puede evitar reírse y alguien que se ríe solo en medio de la calle, es objeto de miradas indiscretas.
Todas lo son, por muy inocentes que sean los ojos, todas van a inmiscuirse en terreno ajeno.
Tira la servilleta y el bote de zumo y mira de nuevo el reloj de un parquímetro. ¿Sólo han pasado dos minutos desde la llamada? O será que cada parquímetro tiene su propia hora, que no coincide con ninguna otra, sino en las muñecas de los que se pierden en la esfera, sin otra razón que el tic nervioso de desviar la mirada cuando son observados. Susana abre el bolso, todavía en bandolera, y saca el plano. Hace un año que está en la ciudad pero aún no se fía de su memoria para reconocer las calles por el nombre. La esperan para que cuide a un niño, en esta tarde de febrero. Tal vez esté un poco enfermo, tal vez un niño al que sus profesores acuden a casa, por la dirección en la zona privilegiada, rodeada de cámaras y con guardias de seguridad de la propia urbanización, que, a pesar de eso, no se libra de la suciedad nocturna ni de las pintadas ni de los ruidos de ambulancias que pasan por la autovía del este, los domingos de madrugada, todos igual al anterior. Susana cierra el plano y sigue con el móvil en la mano. Así, silencioso, parece un animalito dormido, un cachorro de dragón que está aprendiendo en sus ratos libres a escupir fuego.
Lo mira un instante, antes de cruzar de nuevo, para coger un autobús, y ve una luz encendida, sin pitido. Intenta recordar las palabras de él: "Significa mensaje, dale al icono del folio". Susana acciona el icono y aparece en letras mayúsculas "TE NECESITO". Es lo malo de los mensajes por móvil, que si no pones el remitente, puedes perderte en elucubraciones y seguir perdido hasta saber el nombre. También puede ser un mensaje equivocado. A veces ruedan por el ciberespacio hasta volver al remitente cuando no encuentran el destinatario señalado. Susana abre su agenda y apunta en ella la dirección, antes de que se le borre de la mano y piensa que debería entrar en el baño de un bar para lavarse las manos, a saber con qué tipo de gente tiene que tratar hoy, de esos excéntricos que se lavan las manos compulsivamente, aquejados de algún mal moderno. Vuelve a brillar la luz "SI NO VIENES, NO SÉ QUÉ SERÁ DE MÍ". Susana cierra los ojos un momento e intenta imaginárselo gastándole una broma desde el trabajo. Demasiado serio. Demasiado imposible para ser cierto. El móvil archiva los mensajes y vuelve a guardar silencio.
Susana sube al autobús y mete el móvil en el bolso, entre los libros, entre las gafas, los guantes, la bufanda, el paquete de pañuelos, las aspirinas masticables, el bolígrafo y la agenda, el lápiz de labios contra el frío, la cartera llena de papelitos que tiene que pasar a la agenda y el monedero lleno a rebosar de calderilla. Guarda el móvil porque no entiende cómo alguien puede gastar bromas de ese tipo. Será que este siglo nos ha enseñado que no es algo tan horrible jugar con los sentimientos de la gente. Le dijeron una vez que estaba loca porque no se sentía parte de esta sociedad, porque las cosas más elementales le parecían a veces demoníacas. "Sí, debo estar loca porque me niego a creer que la gente ha perdido la buena fe, porque sigo esperando ver algún día una escena en una calle que me rompa el corazón de felicidad, de orgullo por vivir donde vivo, por pertenecer a donde dicen que debo pertenecer".
Susana está sola en este autobús lleno de gente, apretada contra el pecho de una joven que la mira desde muy adentro, desde ahí donde luchan los instintos de supervivencia y la rendición eterna. Susana se siente observada, desguazada por esa mirada, pero también cree que está viendo lo que no hay, que oye la voz de un mensaje que le llega a ella, que intenta asustarla de algún modo, del modo único que saben utilizar los fantasmas para asustar. Faltan seis paradas para llegar a la casa. Mira de nuevo a los ojos de la chica y ahora no parecen amenazadores, sino tal vez simplemente un poco miopes, sí, con la belleza extraviada de James Dean, con la indiferencia ficticia que fluctúa detrás de esa mirada que no sabe si existe realmente el mundo que está intentando descifrar.
Susana también se pone las gafas a veces, las de sol, sin que el sol asome, para no ser vista. Detrás de las gafas pocos se aventuran, pocos son capaces de guardar la compostura. Susana arquea una ceja por encima de la montura de las gafas y su interlocutor ha caído. Sobre todo él, él que le hace creer que cae cuando en realidad la rendida no deja de ser Susana. Baja del autobús y abre el bolso, coge el móvil y lee los cuatro mensajes "TE ESTOY ESPERANDO", "HOY SERÁ EL GRAN DÍA", "¿DE VERDAD VAS A VENIR?", "NO NECESITARÉ HABLAR PARA QUE ME ENTIENDAS". Susana guarda el móvil y mira hacia arriba, hacia el piso al que tiene ir, y le da miedo subir a tientas, como sube cada vez que la llaman para que cuide de un niño, de un enfermo, de un anciano. Tiene miedo de quererles y recordarles en sus noches, entre los brazos de felicidad de él, tiene miedo de echar de menos sus miradas de gratitud, de hastío o de impotencia. Tiene miedo a engancharse del cariño silencioso que le dan. Tiene miedo a estar sola como ellos y no tener nunca, sino temporalmente, alguien que lea cuentos, escuche las batallitas o le ayude a darse la vuelta en la cama ortopédica.
Susana quiere acostumbrarse a desconectar, a hacer de su trabajo un trabajo más, a intentar no sentir compasión ni involucrarse en las miserias de los demás. Susana, en el ascensor, mira de nuevo el móvil, que titila y lee "TE SIENTO LLEGAR. BIENVENIDA". Le abren la puerta y la conducen a la cama de una niña de 13 años, metida en una cama, tapada hasta los hombros, como una pequeña vampiresa de ojeras moradas y labios negruzcos, el largo pelo negro desparramado cuidadosamente por la almohada, la habitación oliendo a flores frescas, las máquinas ronroneando a su alrededor, como cachorros de león, la madre con los ojos secos y el collar de perlas alrededor del cuello de pecas, el abrigo en la mano y el cheque en la otra. "Vendremos a las 10. Puede cenar. La cocina está a su disposición. Incluso tiene una televisión aquí, al lado de la niña. Está en coma. No le dará problemas. Sólo tiene que mirar la presión y anotarla cada treinta minutos. Si oye ruidos, no se preocupe, es normal, son las terminaciones nerviosas que le agitan las cuerdas vocales. Está prácticamente muerta".
Susana cierra los ojos y dice sí, dice sí a todo, dice sí cuando cierra la puerta. Dice sí y piensa que la muerta es ella, la madre muerta por dentro, seca como una pasa, triste, tan triste de observar que Susana siente caerse en la moqueta granate. Sobre la mesa, cerca de la cama, la luz del móvil vuelve a brillar "NO LE HAGAS CASO. ME ALEGRO DE QUE ESTÉS AQUÍ, SUSANA. ME LLAMO COMO TÚ. ¡QUÉ CASUALIDAD!".

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