lunes, 19 de mayo de 2008

Beatriz


Está acostada en la oscuridad, en la misma oscuridad de siempre, notando el hocico frío que siempre la hace sonreír. Acaricia la cabezota de Pipo y coge las zapatillas que le trae. Este perro es increíble. Incluso nota el sentido del humor que tiene, porque, a veces, cuando ella le pide el teléfono para llamar a la asistenta, porque ha vuelto a sentirse desamparada y olvidada de todos, Pipo le tiende el mando a distancia, como si le dijese "Lo que necesitas, Beatriz, es distraerte sola y no molestar a nadie". A veces, cuando se siente al borde de las lágrimas, Pipo le tiende la correa y entonces sabe que van a salir ambos, de la mano, como siempre, a recorrer las calles de la ciudad que cada vez parecen ser más desconocidas para ella, calles llenas de farolas que llueven civilización y progreso, obras que ayer no estaban y que siempre son obstáculos y trampas ajenas a su mirada.
Pipo ladra una sola vez. "Ya voy, ya voy". No necesita despertador, Pipo le indica siempre que tiene que levantarse, que tiene que animarse, que tiene que vivir, un día más, otro día más, en la más absoluta oscuridad. Camina sin tocar los muebles, ni las paredes, porque son muchos años de estar viviendo en el mismo piso, de conocer las aristas de la puerta de la cocina, las muescas de la nevera, los nudos de la mesa del comedor. Oye una puerta que se cierra arriba, en el piso de los recién casados. También oye una voz, ahora que está en el baño, porque aquí se transmiten los sonidos, será por los azulejos, por las plaquetas, que hacen embudo y lo oye todo. Se están despidiendo, y ella todavía está en el baño, mientras él le habla desde el pasillo.
Beatriz se siente un poco malvada, desde que ha descubierto las maravillas de la acústica de su baño, pero también piensa que no hace daño a nadie. Una voyeur sin visión, ¡qué irónico!, ¿verdad, Pipo? La chica contesta con la voz quebrada, como si hubiese estado llorando y Beatriz se dice que es demasiado pronto para llorar, que hace poco que se han casado y la felicidad tarda un poco más en empañarse, en difuminarse en la rutina, en la monotonía gris de los días. Pipo no siente la monotonía, o jamás se lo reprocha. Porque Pipo es un perro empático, de eso está segura Beatriz. El perro la mira a la cara o simplemente acerca su lengua táctil a la mano de la ciega y sabe qué desea, si le apetece un helado, un paseo o simplemente si la casa se le está cayendo encima. Pipo coge la correa con los dientes y se acerca haciendo ruido adrede, para sacarla de su ensimismamiento, ladra una sola vez, sin asustarla y le oye sentarse frente a ella, con resignación, con voluntad, con un férreo convencimiento de saber lo que podrá hacerla sonreír. ¿Y por qué no encontrar esa predisposición, ese interés, esa comprensión en un ser humano, a lo largo de tantos años de conocimiento, de experimentación, de sufrimiento innecesario?
Beatriz oye la puerta de arriba, la de la calle, que se cierra con cierto estruendo y siente los pasos, un poco acelerados, que bajan por la escalera, sin esperar al ascensor. Desearía salir y decirle al joven que es normal, que algunos días no nos sentimos conformes con nosotros mismos y gritamos al que está más cerca, ese que tanto queremos e intentamos proteger de los demás. Cuando deberíamos protegerle de nosotros mismos.
Beatriz vuelve al baño porque sabe que oirá a su vecina llorando, y la oye. Pipo la sigue con pisadas lentas y tal vez se esté preguntando por qué tanto jaleo por la mañana. Beatriz oye llorar a la muchacha y oye su voz quebrada aún, que lamenta estar esclavizada al amor, que lamenta no ser ella misma sino en los deseos del que ahora es su marido y Beatriz no sólo oye una voz joven sino que oye la voz de su hermana. La muchacha de arriba es su hermana, dos semanas después de su boda con el hombre que le robó el corazón. Beatriz revive el momento de hace 20 años, revive, con la misma voz, estar en la habitación contigua a la de su hermana y su marido y oír sólo lágrimas y reproches. Beatriz se viste rápidamente y sale, con Pipo, para subir al piso de arriba, llevando un trozo de pastel. Le abre la puerta una voz quebrada, la misma voz quebrada que intenta disimularse, pero ve a Pipo y ya no le importa, como si Beatriz, junto con la visión hubiese perdido también la intuición. Le da las gracias y Beatriz se pregunta cómo puede tener exactamente la misma voz que su hermana, muerta hace tanto tiempo. La joven suspira un poco entre cada palabra, como si le costase la vida decir la verdad, una verdad, su verdad. Beatriz vuelve a bajar, y siente la mirada de Pipo, "¿Qué estás haciendo?". Acaricia la cabeza de su perro y bajan, sin pasar por el piso.
Hace años, de camino a casa, desde la playa, con su hermana y el marido de esta, Beatriz perdió la vista. Perdió la vista y a su hermana. El marido de su hermana también perdió algo, la razón. La perdió y se perdió en la locura de la culpabilidad, en el remolino en que nos entierra la furia por nuestros propios actos, en ese momento de la noche en que desearíamos poder volver atrás, en un reloj mágico y no haber gritado, no haber insultado, no haber desviado la vista, no haber arrollado un camión que venía en sentido contrario, no haber destrozado la única belleza que había en nuestra vida.
Beatriz recuerda la última vez que oyó la voz de su hermana, una voz como la del piso de arriba, a la que le costaba decir la verdad, renunciar al sufrimiento de un amor que le rasgaba los días, hasta el punto de buscar en la compañía, en el testimonio de Beatriz, su única aliada, su única defensa, su talismán. Beatriz le falló aquella tarde, a pesar de la voz de su hermana, le falló porque creyó que, una vez repuestos de tanto ocio, su hermana y su marido podrían volver a sonreír, mirándose a los ojos, y Beatriz sonreiría también.
No sonrió más al oír pasar los coches. Sigue sin hacerlo y siempre oye voces de animales, ronroneantes, dispuestos a saltar cuando ella cruza el paso de cebra. Tiene miedo por Pipo, él que no tiene miedo de nada y se pregunta si tiene algún sentido recorrer caminos harto conocidos y seguir sin sacar nada en claro, ni un atisbo de luz. Sea del tipo que sea. Aunque sabe que los que habitan las tinieblas saben a su vez que un rayo de luz los partiría en dos.
Están en el portal, donde está siempre esa señora tan amable que la ve venir y le abre la puerta y siempre le alaba la elección de la ropa, esa voz cálida, de madre antigua, y Beatriz sabe que tal vez se esté equivocando, que las voces no son el espejo del alma, ni siquiera lo fueron nunca los ojos, por mucho que digan. Incluso los espejos son grandes mentirosos a veces y se pierde la perspectiva sin saberlo.
Pero hoy la voz no es la misma, aunque la llama por su nombre y Beatriz se sorprende al reconocerla, al preguntarse de nuevo, en esta mañana extraña, si no estará perdiendo las facultades que dicen que la ceguera da a cambio de la carencia. Beatriz no puede sonreír, pero Pipo lo hace por ella, meneando la cola, siempre confiado, pero siempre alerta a los desconocidos. "Soy el chico que le sube el correo, pero hoy la señora portera me ha pedido que me quedase un rato mientras llamaba al chico del butano". Beatriz intenta sonreír ahora, pero se le queda congelada en los labios, porque la voz de este chico, antes plana y sin entonaciones fuera de lugar se ha convertido en la voz de su cuñado, del marido loco de su hermana, del exiliado de la vida que languidece probablemente en un jardín donde no ve los colores, no quiere verlos, no se siente merecedor de tanta belleza. Beatriz deja que le abra la puerta y escapa con las patas asombradas de Pipo haciéndole compañía.
El sol se está poniendo, como hace siempre en febrero, a eso de las siete y cuarto y Beatriz siente que comienza a hacer frío. Ha paseado toda la tarde, ha comido en un bar de otro barrio, donde nunca se habría atrevido a ir, Pipo ha comido también, porque todavía hay gente que mira a los demás y siente lo que ellos sienten. Acarició su cabeza, apoyada en su regazo, mientras le daba trozos de naranja, que a Pipo le vuelven loco de alegría. Ha sentido despegarse el mundo a su alrededor porque todos, el taxista, la señora que tropezó con su carro de la compra, el vendedor del cupón que tantas veces ha hablado con ella de la juventud pasada, incluso la dueña del bar que ha ordenado su comida, todos eran cacofonías de voces de aquel día, en la carretera inundada de sol, donde Beatriz no dejó de oír morirse a su hermana mientras ella notaba el calor de la sangre resbalándole por la nuca y empapándole los ojos que no podía abrir, y escuchaba la radio, que no dejó de transmitir, y el silbido extraño que salía de la voz de su cuñado, tendido en la carretera, sin nadie, una carretera muerta, muerta como su hermana, porque todos estaban en las playas cercanas y no tenían tiempo para imaginarse la muerte después de una curva. Han sido las voces del bombero que separó los trozos de hierro incrustados en la carne, han sido las voces del médico que le dijo que su hermana había muerto, las voces de las enfermeras que le leían trozos de libros que Beatriz ha olvidado para siempre, han sido las voces de los familiares dándole el pésame por haber perdido a su hermana, su única familia en el mundo, su único bien, su único motivo para sonreír, antes de Pipo.
Manda a Pipo a recorrer el parque, el único sitio donde sabe que no viene nadie a estas horas, ni enamorados, ni drogadictos, ni borrachos, ni solitarios. Donde el único sonido es el de su voz, de su propia voz que teme manifestarse para no arrepentirse con el recuerdo de otra voz que quedó marcada en el pasado de aquella tarde. Pipo ladra un poco más lejos y Beatriz camina sola, en terreno desconocido, y oye el pitido de un teléfono móvil y se aleja antes de oír la voz de un fantasma más. Beatriz se aleja rápido y tropieza. Va a caer, ella sola, tal vez deseosa de no levantarse jamás, si no fuese por Pipo, por su querido Pipo. Beatriz sonríe y se le clava la sonrisa en el rostro cuando oye gritar a Pipo.
Es Pipo, con una voz a medio formar, como quien ha aprendido a hablar al verla en peligro, quien grita por ella. Y Beatriz cae y llora en la caída por la pérdida de aquella tarde de verano.

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