jueves, 8 de mayo de 2008

Nieves


Nada, que no quiere el desayuno. Este chico la tiene harta. Todavía todos tienen que estar pendientes de él. Hace cinco meses que ha empezado en la Universidad y aún hay que estarle encima para que desayune, para que crezca, para que se convierta en un hombre. Nieves tiene ganas, cuando le ve refunfuñando delante de la taza de leche y cereales con miel, de empujarle por el cogote y meterle la cabeza redonda y llena de grandes palabras y demasiados granos dentro, hasta ahogarle con sus propias tonterías.
Nieves siente que hay momentos en los que odia a su propio hijo, en los que no puede sentir ternura al recordar ningún día del embarazo, llena de bultos extraños por las piernas, los pechos doloridos hasta parecer reventar, el deseo por el suelo, y su marido más desagradable que nunca, vamos, que no entendía por que no quería que la tocara las tetas, si remotamente supiera el cuanto dolían....
Nieves no ha querido volver a tener más hijos. Dios la libre, de estar esclavizada otra vez a una cuna que no deja de gritar, patalear, gimotear, ponerse enferma de tanta rabia, amen de echar por todos lados suciedad y mas suciedad que ella tenia que limpiar una y otra vez. Porque los niños son monstruos que absorben la energía, vampiros psicológicos ante los cuales uno se siente cansado siempre, de bebe, por lo que es y cuando van creciendo casi peor, simplemente al verlos correr, saltar, gritar, comer, jugar, entrar en tromba en la casa, arramblando con todo, dejando huellas pequeñas y sucias en el suelo recién fregado. "¿Quién te mandará fregar cuando sabes que viene el niño del colegio?" "Porque me da la gana, joder. Porque es mi casa y friego cuando no tengo que remendarte los calzoncillos, o limpiar lo que tú manchas, histérico de los cojones. Porque tú vienes y te sientas y pides vino y tu comida favorita que a mí me da prurito, porque sales por la mañana a meterte en ese almacén donde eres el encargado y el gallito del corral. Y yo ando sola con este piso estúpido lleno de gilipuerteces que nos han ido endilgando las mujeres de tu familia, con tan buen gusto como tú". Nieves sabe que todavía le faltan un par de karmas para atrever siquiera a imaginarlo. Eso lo piensa cuando baja las escaleras y se olvida de un escalón y se caga en todo mentalmente, porque hacerlo en voz alta sería ideal para alguna vecina, de esas que seguramente duermen pegadas a la puerta, con el oído puesto.
Nieves cierra la nevera, recoge la mesa y pasa el trapo por el hule, que huele a años de no irse de vacaciones, que huele a carencia de vídeo, que huele igual que el piso en el que está enterrada, como una momia egipcia de los documentales de la 2. Nieves recoge la ropa del tendedero y piensa en irse al bingo. Pero no, porque el bingo es un vicio y ya tiene bastante con intentar que su marido no fume, que deje de oler a ascos cuando intenta ser cariñoso y su boca huele a rayos. Nieves no es capaz de besar esa boca que le resulta repulsiva, que un día, no hace mucho, le pareció el nido ideal donde dejar sus huevos y comenzar una nueva vida. O sí, hace mucho de eso, cuando se quedaba quieta, en los semáforos, recordando las palabras que él le decía, a media voz, con esa voz profunda, que la arropaba y le distinguía de los demás. Esa voz profunda que llevaba años tragando un humo que se le ha quedado prendido en los pulmones, que le hace toser por las mañanas, cuando Nieves entierra la cabeza en la almohada y pide a Dios que la deje despertar, en su cuarto de niña, con el leve ronquido de su hermanita, durmiendo aún, en una mañana de domingo, antes de irse a misa y ver los vestidos tan bonitos de las chicas mayores, esas que miran con ilusión los ojos de los chicos que están en los bancos de atrás, cuando vuelven de la comunión.
Nieves se quita la bata, esa de la que se ríen los Martes y Trece, pero que no saben cómo alivia, cómo cubre la necesidad de ir arreglada para un hombre que ya ha dejado de serlo hace años, cómo tapa la belleza que aún descansa en sus huesos de mujer madura, porque ella es hermosa, no tanto como las que se potinguean en la tele, pero sí, que escucha piropos cuando van los dos a los toros, un par de veces al año, y él ni siquiera se molesta. Porque ya no hay pasión, ni ilusión, ni temor a perderla, porque tal vez piense que nadie desee ya robársela, porque está bien atada a ese hombre aún guapo pero que ya no es capaz de sonreír con los ojos.
Nieves camina, desnuda del todo, por la habitación de matrimonio. Busca su blusa favorita, esa que le da suerte cuando se va de compras, cuando el espíritu le da para animarse, para salir a la calle, una calle que hoy, aunque es martes y es febrero, también se ha animado a brillar con el sol. Nieves se la prueba y le queda pequeña. ¿Cómo es posible? Se la puso hace una semana, para ir con una amiga del colegio a tomar helados a una terraza, en esa terraza donde es tan caro sentarse en verano, porque el helado te cuesta el doble, pero donde en invierno, con el solecito extraño que asoma, te cuesta igual que de pie, en la barra, donde los camareros se hablan de rollos por encima de los sabores, mientras una parece no existir, de lo poco que les importe que se enteren los demás de sus conquistas, sus devaneos, sus tristezas sexuales.
Una semana. El cuerpo no engorda tanto en una semana, imposible, ha debido ser que ha encogido al lavarla. Ni los hombros. Nieves tiene unos hombros finos, como una damisela, como la actriz de esa película de caballeros medievales. Imposible. La deja y coge la de pintitas, porque parece una niña con ella y siempre sienta bien volver a la infancia. Tampoco. Nieves se mira en el espejo y no ve sus pechos más grandes ni su cintura más gruesa. Nieves mira sus piernas y están igual, un poco más fláccidas, porque todo pasa y la gravedad sigue ahí, maldita, tirando de lo poco que uno ha sido en la juventud, de las flores que una lucía en el pelo y que han muerto en una tarde. Maldita.
Nieves no quiere llorar ante el espejo, porque, que a una la vean llorar es lastimar al orgullo, pero verse llorando en soledad es matar la dignidad. Bueno, pues el jersey de canalé que siempre se adapta. Es granate y Nieves ve que hace juego con sus labios, con unos labios que no pinta, que se curvan un poco hacia abajo, como si les hubiesen cortado los hilos que los hacían sonreír. Nieves se acuesta en la cama para ponerse el pantalón, porque lo vio hacer en una película y le pareció increíblemente sensual, le gustó la actriz que lo hizo, le hizo sentir un cosquilleo en la boca del estómago y, durante unos segundos, se preguntó cómo sería estar tumbada debajo de esos pechos perfectos, de ese ombligo redondo y tentador, y después, ruborizada, se levantó para ir a la cocina, avergonzada, preguntándose si su marido o su hijo podrían haberse dado cuenta, aunque sus ojos, los de ellos, seguían, ávidos, en la pantalla. Y ella, una noche, antes de salir a cenar a casa de sus cuñados, se puso así el pantalón beige del traje y su marido se puso hecho una furia, como si le hubiese insultado de algún modo. "¿Quién te crees que eres, Raquel Welch?". Ella le había tirado el joyero de plástico y llegaron un poco tarde a la cena, ella irritada con ese ser humano que ya no reconocía y él... Bueno, lo que él pensase le traía sin cuidado, hacía muchos años, cuando el respeto se escapó por el desagüe en que escurría las verduras.
Nieves tampoco puede con el pantalón de pinzas y se pone uno que tiene una goma ancha en la cintura. No se siente distinta a ayer, no se siente mayor ni más desgraciada porque calibrar la infelicidad es hacerla real. Baja por las escaleras y, en la calle, que es un vacío de gentes atronadoras que pasan corriendo, gira a la izquierda, hacia las tiendas caras, porque sí, porque hoy se lo va a gastar todo y después que grite, que grite él y podrá encontrar excusas para irse y no volver jamás. Pero, de momento, a sentirse guapa y rica. Entra en la tienda y una sonrisa la recibe y la hace sentarse. ¿Dónde se habría visto tanta amabilidad, tanta cortesía sino donde uno vale por lo que piensa gastar? Le enamora una blusa, una falda, un traje, un foulard que conjunta con todo, que esta temporada todo va a venir muy combinable, dice la sonrisa. Se miran y se consultan la talla. La sonrisa asiente y le pide que pase a un vestidor. Le da la ropa doblada y perfectamente planchada.
No le sirve.
Nieves pide una talla mayor, un poco avergonzada, y la sonrisa le pasa la ropa, un poco más grande, imperceptiblemente más grande. Tampoco. Nieves pide otra talla más y ahora la sonrisa vacila: "¿De verdad no le sirve?". Nieves piensa que si le explica lo que le pasó en la casa no va a creerla. Nieves piensa que está demasiado alterada para poder explicar y que alguien la entienda.
Nieves ve a través del cristal del escaparate una pareja de policías, un hombre y una mujer que parece un poco enferma, y piensa que tal vez la sonrisa les llame para que se lleven de la tienda a esta loca, esta loca de los suburbios que tal vez no tiene dinero ni intención de comprarse nada. Nieves sabe que hoy no es un buen día para salir de compras, que así se ahorrará la bronca de su marido. Nieves intenta volver a ponerse su jersey y le sirve apenas, haciendo crujir las costuras y la sonrisa ha desaparecido y se ha llevado la ropa preciosa y suave. El pantalón cruje también, quizás demasiado y Nieves sabe que, entre las piernas, lleva una abertura que la avergonzará de camino a casa, una abertura como un corazón que sangra. Nieves recoge el bolso y mira hacia la sonrisa. Pero la sonrisa ha desaparecido y sólo hay unos ojos que la miran como la miró su marido, de apellido Rodríguez, cuando intentó parecer especial.
El día ha sido largo, tal y como Nieves esperaba, pero aún así no lo considera suficiente. Nieves advierte que aún no se ha marchado del todo, que todavía conserva algo de luz en la parte más baja de las ventanas.
Lástima.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo Cuesta que todas hemos sido alguna vez Nieves, Blanca, y Maritas, sobre todo esta ultima deseando ver a alguien en el parque que nos de un "empujon" que nos eleve tanto y tanto que podamos tocar las nubes. Decir que me gusta seria quedarme cortita.

Anónimo dijo...

Un relato muy sugerente. Y me gusta que empiece rompiendo los mitos asociados al mito de la maternidad inmanente. Me gusta ese final, que invita a construir lecturas.

Y, hablando de otra cosa, ya que también he estado leyendo ayer otros relatos, ¡Menos mal que no me apellido Rodriguez! sería un palo...