martes, 5 de junio de 2007

la cita


LA CITA.


Recorrió con el dedo índice la columna de clasificados del diario, hasta que encontró el aviso que había hecho publicar el día anterior. Leyó: “Jorge 35, busca chica linda, activa, sin compromisos, edad 21/34, resida zona norte, contactar por teléfono número “;. El resultado fue inmediato, se dijo, la chica linda y activa le había dicho, por teléfono, hacia unos instantes, que estaría allí en media hora.
Cuando Jorge escuchó el timbre de la puerta de calle, plegó el diario que estaba leyendo y lo tiró al piso. De un salto se levantó del sofá, buscó los zapatos desparramados por el suelo, se acomodó la camisa dentro del pantalón y se ajustó el cinturón. Inmediatamente cerró las cortinas de loneta estampadas con palmeras para que no entrara el sol, y encendió las lámparas halógenas que colgaban del techo. Con rapidez levantó los vasos y ceniceros sucios dispersos sobre los muebles desde la noche anterior, y los apiló con torpeza sobre la mesada de la cocina anexa al gran ambiente que constituía su casa. Como un torbellino irrumpió en el baño.
Escuchó el timbre por segunda vez. Frente al espejo, clavó el peine sobre el cuero cabelludo e intentando dominar los nervios llevó un mechón de pelo oscuro hacia atrás. Esgrimió una sonrisa al notar que sus extraordinarios ojos verde-gris, gracias a su progresiva miopía, habían adquirido la sugestiva costumbre de entornarse. No habría mujer, que pudiera resistirse ante él; a los 35 años no sólo era un buen partido de mirada astuta, sino que además, tenía la suerte de estar dotado de músculos que se desplazaban con cadencia felina bajo la piel morena del sol Hizo un medio giro. De perfil, aprobó la correcta elección de su ropa. Sí, no había duda, de que un pantalón de gabardina gris y una camisa de sport azul pálido, arremangada, lo convertían en el “&bocata di cardinale”de cualquier mujer con experiencia o sin ella.
El timbre de la puerta volvió a sonar y salió rápidamente del baño. Buscó un compact disc. Eligió a Led Zeppelin, pero enseguida lo tiró violentamente contra el piso, era bastante estridente para una primera entrevista. Recorrió con ansiedad toda la pila hasta dar con uno de jazz, en el que Ella Fitzgerald interpretaba el romántico “Summertime”. Mientras sus dedos nerviosos presionaban los botones de la minicadena, imaginó a la muchacha. De acuerdo con la voz suave y temblorosa que tenía por teléfono, debía ser una de esas mujeres que tímidamente recurren por primera vez a un clasificado del diario y, si estaba en el límite de los 34 años que exigía el aviso, probablemente estaría recién divorciada, algo que a él le atraía, ya que sería esa clase de mujer que, sometida al holocausto conyugal, no vería el momento de dar rienda suelta a un arsenal de sentimientos reprimidos durante años.
Cuando la voz de Ella Fitzgerald invadía la casa, el timbre sonó por cuarta vez. Jorge echó un último vistazo a su alrededor y vio que la cama estaba deshecha . Corrió hacia ella y, con ímpetu, estiró las sábanas y mantas y acomodó las almohadas. Ni bien estuvo hecha, notó que la cama había adquirido un aspecto aséptico, y dedujo que una cama hecha no tenía la seducción de una cama deshecha, en cuyo revoltijo de sábanas, mantas y almohadas, podría percibirse la insinuante ausencia de un hombre que, unos minutos antes, había estado echado en ella. Y volvió a desordenarla ahuecando con los puños la almohada y el colchón, estrujándo las sábanas y abollando las mantas.
De repente vio el teléfono sobre la mesa auxiliar. Si sonaba, podría desbaratar algún momento mágico; se precipitó hacia él, lo desconectó bruscamente y lo escondió bajo el sofá. ¿Y si ella quería hacer alguna llamada de urgencia, y al decirle él que el teléfono estaba descompuesto, la chica resolvía dar por terminado el encuentro ?. En ese caso le diré que el teléfono no funciona y punto, se dijo impaciente, encaminándose hacia la puerta de entrada.
Apoyó la mano húmeda sobre el picaporte. Inesperadamente lo asaltó la duda de que sus expectativas podrían defraudarlo y, como la puerta no tenía visor, se arrimó a ella con la intención de escuchar algún indicio exterior que le diera ciertas pautas de la visitante. Escuchó un taconeo acompasado que iba y venía sobre las baldosas del pasillo. Por momentos los pasos cesaban, pero al instante redoblaban el taconeo dejando un tiempo considerable entre un golpe y el siguiente, lo que le hizo suponer que se trataba de una mujer alta, ya que sus pasos, no tenían el taconeo cortito y nervioso de las mujeres bajitas. Esto lo envalentonó. Si era alta, probablemente, eso traería aparejado un largo y ondulado pelo rubio, y sus probables ojos claros resaltarían sobre su cara blanca como tiza, propensa a las pecas.
Continuaba con la cabeza apoyada en la puerta, cuando lo sobresaltó el quinto chirrido del timbre. Iba a abrir. Cerró suavemente los ojos y, con la mano todavía sobre el picaporte, tomó distancia . Estaba a escasos minutos de concretar un encuentro que lo sumiría durante toda la tarde en el éxtasis de verse envuelto bajo el embrujo de una mujer .
-¿Quién es ?- preguntó con voz de no estar esperando a nadie. Pero del otro lado no hubo respuesta.
-¿ Quién es ?- insistió levantando la voz. Silencio. Entonces abrió lentamente la puerta. Se sorprendió al ver que en el pasillo no había nadie. Sin embargo, un perfume dulzón flotaba en el aire. Al asomarse al hueco de la escalera, reparó en que cinco pisos más abajo, una cabeza rubia sobre un abrigo negro estaba a punto de llegar a la calle. Se inclinó un poco más, y chistó. Le parecía de mala educación chistarle a una mujer que venía por primera vez a su casa, pero si hubiera tomado la precaución de averiguar su nombre cuando se contactaron por teléfono no estaría dando chistidos en el hueco de la escalera. Quizá, ella no lo escuchaba o había decidido no darse por enterada ante esa manera tan descortés de llamarla. Entonces, Jorge, aferrado al pasamanos, bajó los escalones de dos en dos. Vio que ella ya estaba casi en el final del trayecto, muy cerca de la puerta de entrada del bloque, y a él todavía le faltaban tres pisos. Tomó una especie de determinación heroica y corrió salteando tres escalones y a veces cuatro.
Cuando ella salió del bloque de pisos cruzó a la acera de enfrente y se paró en la cola de los taxis. Para protegerse del viento se levantó el cuello del abrigo y sujetó el largo pelo rubio con una pinza de plástico que sacó de la cartera. Mientras esperaba que avanzara la cola, le pareció que el hombre que salía del bloque tenía que ser el que había puesto el aviso en el diario. Notó un aire nervioso en su actitud. Con una impecable camisa azul, arremangada, a pesar del frío, y un pantalón gris, miraba desesperadamente hacia un lado y hacia el otro de la puerta de entrada.Ya en el taxi, se alegró de que no se hubieran encontrado. Seguramente, él la había visto por la mirilla de la puerta y lo acobardó su apariencia de mujer experta. Jamás podría atraerle ese tipo hombre con tan poca experiencia en materia de avisos clasificados

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