sábado, 9 de junio de 2007

La escritora del metro


La escritora del metro

Su objeto de admiración se apoyaba contra las paredes del vagón de metro con actitud despreocupada.
Sostenía en sus manos un libro, parecía El extranjero de Camus en versión original, pero, en lugar de leer, escribía sobre él.
Estaba tan concentrada que no tenía la menor idea de que toda su figura era estudiada por un joven en pleno recorrido hacia el éxtasis.
Miraba cómo sus ágiles manos sostenían el lápiz con el que iba garabateando el libro.
Suspiraba de placer al contemplar su cara delicada y absorta en los pensamientos que, acto seguido, iban a ser trasladados al papel.
Le encantaba observar cómo sus ojos se asomaban por encima del libro de vez en cuando para asegurarse de que no se había pasado de parada.
Envidiaba ese pelo rebelde que acariciaba una y otra vez sus mejillas a pesar de los resoplidos que salían de sus labios para intentar liberar el rostro de ese contacto.
El examen era constante, hasta el punto de que la chica debió notar el calor de sus ojos sobre ella, porque levantó la vista y le miró sin comprender porqué la observaba o quizá comprendiéndolo perfectamente.
En ese instante el corazón le dio un vuelco, ¿cómo podía ser tan maravillosa?
En la siguiente parada, sin previo aviso, salió de forma apresurada del vagón y él, ignorando qué planes albergaba, la siguió.
Por su camino dedujo que iba a hacer un trasbordo, era probable que se dirigiese a Ciudad Universitaria.
La longitud de aquel pasillo interminable que conectaba la línea 5 con la 6 en Diego de León, le permitió observar sus movimientos.
Tenía una forma de andar torpe, pero enternecedora.
Y no era el único en pensarlo porque dos hombres la miraron con detenimiento y se volvieron para verla de espaldas después de cruzarse con ella.
Cuando llegaron al andén se situó de tal manera que pudiera observar esos labios carnosos sufriendo periódicamente el ataque de unos dientes despiadados, que daban testimonio de su concentración absoluta.
Miraba el jersey que rozaba sus pechos y deseaba convertirse en lana sólo para experimentar esa sensación que como hombre nunca tendría.
Se preguntaba qué ideas dignas de ser conservadas sobre el papel pasaban por una cabeza tan perfecta.
Al llegar el nuevo metro, la joven que escribía en medio de la multitud se hizo con un sitio junto a la puerta de uno de los vagones para apoyarse y continuar deslizando el bolígrafo sobre el papel. El chico se plantó en la pared opuesta para poder contemplarla cómodamente sin ser visto y así gozar del espectáculo de una mujer bella y absorta en sí misma en medio de la sordidez del subterráneo.
No era la primera vez que aprovechaba la circunstancia del encierro momentáneo de un grupo de gente en un vagón de metro para observar a alguien a sus anchas, pero en este caso era diferente.
No se sentía como en las anteriores ocasiones, no buscaba poner nerviosa a la chica o establecer un juego de miradas, tenía que conseguir a la escritora, pasase lo que pasase había de ser suya. Notaba en sus entrañas la fuerza del destino obligándole a cumplir sus designios.
Quedaba atrás el libre albedrío y su propia voluntad, aquel día por fin iba a llevar a cabo lo que todos anhelamos desde que adquirimos el uso de razón: conocer a su media naranja.
No sabía qué le iba a decir ni cómo, sólo le guiaba la convicción de que, ocurriese lo que ocurriese, no se le podía escapar.
Habían nacido para estar juntos, ella le pertenecía y haría lo que fuese con tal de alcanzarla.
De repente, la duda martilleó su cerebro: ¿y si su amada no pensaba lo mismo? ¿Y si no sentía la pulsión de su unión inminente?
Cada vez la observaba con menos disimulo y, casi sin querer, como si estuviese por encima de su control, se iba acercando a ella paulatinamente.
Estaba convencido de que había tenido que notar su mirada inquisidora, pero la chica simulaba continuar inmersa en su escritura.
Ya sólo quedaban como obstáculos entre ellos dos personas y unos cinco metros de espacio.
No estaba seguro de porqué se aproximaba, si se atrevería a dirigirle la palabra o si se limitaría a contemplarla de cerca y no haría nada.
Se detuvo cuando su brazo rozó el bolso de la joven.
Los dos mantenían la vista en el suelo, sabían que el primero que la levantase se vería obligado a hablar, aunque, por supuesto, ella no dejaba de escribir ni un solo segundo.
El chico hizo acopio de valor y dijo lo más original que se le ocurría en esas circunstancias, aunque su voz sonó ronca, grave, como de ultratumba:-¡Hola!
Ella le miró a los ojos durante un segundo y le sonrió. Su sonrisa era desconcertante, bella, pero con un matiz misterioso.
Él volvió a intentarlo:-¿Qué escribes?
La joven, sin borrar esa desconcertante sonrisa de su rostro, le tendió el libro.
La letra clara y femenina se extendía por los márgenes de El extranjero ocupando hojas y hojas, pero la última frase era:" La joven, sin borrar esa desconcertante sonrisa de su rostro, le tendió el libro. La letra clara y femenina se extendía por los márgenes de El extranjero ocupando hojas y hojas, pero la última frase era:".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuesta, creo que he leido este escrito unas cuantas veces, y cada vez me atrae mas su lectura. Me encanta, creo que tomare el metro mas veces, quizas allá encuentre al escritor que descubrio o invento a la escritora del metro,